Julio Bonino: un obispo como Dios manda

07 de Setiembre de 2017

[Por: Pablo Bonavía | Carta Obsur]




‘¿De dónde saca su saber y sus milagros?

¿No es éste el hijo del carpintero?’ (Mateo 13, 55)

 

Me han pedido que escriba unas líneas sobre Julio Bonino, el querido obispo de Tacuarembó y Rivera que acaba de morir.  No es fácil hablar de un amigo entrañable. La fidelidad a lo compartido tiene que ver con recorridos, afectos y códigos que no pueden extrapolarse y generalmente carecemos de la necesaria distancia para dibujar con perfiles  nítidos lo más propio de la persona y su significación. Todos sabemos que en una relación de amistad los hilos propios y ajenos se van entrelazando hasta formar una trama en que ya no podemos separar con claridad unos de otros. 

 

Hay algo, sin embargo, que me ayuda en esta tarea: fuimos muy diferentes por historia personal y por carácter. Conocí a Julio cuando ingresé al Seminario Interdiocesano en 1968, aquél año tan cargado de acontecimientos. Sólo para evocar algunos: el mayo francés, el impacto del Concilio Vaticano II, los movimientos revolucionarios en América Latina, la conferencia de obispos de Medellín, los primeros pasos de la pastoral de conjunto, el comienzo del gobierno de Pacheco Areco en Uruguay y las medidas prontas de seguridad. Yo venía del ambiente universitario, habituado a privilegiar las visiones globales y discusiones teóricas, y me encontré de golpe compartiendo el día a día con un compañero que venía del Uruguay ‘canario’. Y lo hacía con pasión y sin complejos. Me hablaba de la peluquería de su madre, de sus hermanos, especialmente de Javier, de la amistad con los vecinos, del trabajo en las viñas, de la colorida religiosidad del mundo rural, de la dolorosa falta de horizontes para los jóvenes de su pueblo.

 

La diferencia de historias y perspectivas que tuvimos me permite identificar un hilo conductor que atraviesa la existencia de Julio desde aquellos años de formación hasta los tiempos más difíciles de su trayectoria como obispo.  Me refiero a su carisma para desentrañar la riqueza de la vida cotidiana como lugar donde se ponen en juego las posibilidades primarias de humanizarnos y la experiencia de una inmerecida comunión con lo trascendente. Ambas dimensiones inseparables, como le gustaba remarcar a Julio.

 

Un carisma que se manifestaba en su extraordinaria disponibilidad a escuchar a los otros y contemplar así la irreductible originalidad de su caminar por la vida. Peones rurales, madres solteras, profesionales inquietos, jóvenes sin trabajo, ancianas solas, personas con capacidades diferentes, enfermos crónicos,  militantes sociales, se sentían escuchados con tanto interés por Julio que salían transformados luego de cada encuentro con él.  Para él la vida entera, pero sobre todo las luchas y sufrimientos de los más indefensos, era una tierra sagrada a la que había que entrar en puntas de pie y con profunda devoción. Sin necesidad de apelar a complicadas especulaciones vivió a fondo una convicción que caracterizará a la mejor espiritualidad y teología en América Latina: dejar hablar al sufrimiento es condición de toda verdad.

 

En la raíz de esta experiencia late lo más original de la fe cristiana tal como aparece expresamente en el lema de su escudo episcopal: ‘el Verbo se hizo carne’.  Recuerdo con nitidez el entusiasmo con que Julio hablaba del profundo valor teológico  de los llamados ‘años ocultos’ de Jesús, es decir, los 30 años de vida ordinaria, de los que el Nuevo Testamento  casi no habla en directo. Un largo tiempo que podría parecer irrelevante pero que hoy redescubrimos como una fuente decisiva para comprender cómo Dios se hace presente en la vida de Jesús y en toda la historia humana: desde dentro y desde abajo. Un tiempo que nos permite descubrir  que la importancia de la existencia humana se juega en la hondura y compromiso con que se viven las realidades cotidianas en relación  con los demás, con la naturaleza y con Dios. En la lucha diaria entre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, la comunicación y el aislamiento, los automatismos y la libertad, la solidaridad y el individualismo, la esperanza  y la resignación. Una lucha cuerpo a cuerpo en la que Julio nos enseñó a ver que no sólo se procesa la conservación de lo existente sino también su verdadera transformación.

 

De Julio vamos a extrañar especialmente un don inseparable de lo que venimos de señalar: el de contar historias. Él aprendió de su propia vida y de las parábolas de Jesús que la mejor forma de devolverle transparencia y dinamismo a una historia que se nos hace dolorosamente opaca es narrando hechos que ayuden a descubrir las fisuras de los muros que se nos imponen o de los que levantamos nosotros mismos. Daba gusto escuchar sus cuentos y anécdotas tanto en las homilías como en las charlas mano a mano. Relatos a veces dramáticos, otras veces divertidos, pero siempre  narrados con pasión e inocultable disfrute de su parte. Cuentos que siempre nos dejaban pensando y nos iban cambiando la mirada y las actitudes ante lo que nos tocaba vivir. 

 

Hay un gesto que conmovió a quienes participaron del encuentro nacional de comunidades eclesiales de base en Tacuarembó y  sintetiza lo que venimos diciendo. En medio de aquella multitud de cristianos venidos de todo el país se arrodilló y pidió a todos que, con su brazo extendido, pidieran a Dios que lo bendijera. No lo hizo por demagogia o por  cierta gestualidad exhibicionista sino por la convicción de que en la historia sencilla de esa gente, desde sus luchas y esperanzas, Dios sigue escribiendo la historia de salvación a la que él pretendió servir con todas sus fuerzas. 

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