No sea así entre ustedes - Ensayo sobre política y esperanza - Juan Hernandez Pico

17 de Noviembre de 2015

El presente libro recoge una  propuesta de reflexión sociopolítica, trenzada por hebras teológicas, que nos regala Juan Hernández Pico sj.
Al decir de algunos comentaristas  es un trabajo titánico y excepcional que debería convertirse en libro de texto de científicos sociales y teólogos en la región y más allá. Nos dice mucho de lo mal que se ha hecho y entendido la política y propone otra manera de concebir la forma de hacer política desde una convicción que brota de una sinceridad y unos deseos de transformación profundos y poco comunes.
 
 
INTRODUCCIÓN
ESPERANZA CRISTIANA Y COMPROMISO POLÍTICO
¿Podrá alguien hoy despertarnos de la pesadilla de un mundo que se va desplomando hundido en la desesperanza o en la indiferencia? Y, de la decepción de la política utópica y del laberinto de la política corrupta, o realistamente desengañada y desencantada, ¿habrá alguien que se atreva a intentar sacarnos, arriesgando su poder, su dinero y su prestigio? ¿Podremos nosotros participar en una política que se arriesgue a enrumbar el timón hacia un horizonte de una humanidad mejor y más solidaria? ¿Tendrá que ver Dios con una nueva lucha por la emancipación y la liberación, que impida que a nuestra libertad la embrujen y coopten los aires contaminados del consumismo insaciable, ese nuevo rostro de un salvaje capitalismo para minorías, sin escrúpulos para embargar hogares y ahorros –como en las casas hipotecadas y embargadas de los EE.UU o en el “corralito” argentino-, y para exigir la disminución del gasto social –es decir, de la inversión para sacar de la pobreza a mucha gente, aunque no haya clima de inversión lucrativa- y para someter a la ley del lucro las pensiones de la ancianidad? ¿Tendrá que ver Dios con un fundamento de la política que, en lugar de llamarse interés privilegiado se llame esperanza de los pobres? ¿O nos ahogaremos todos en el lento pero seguro naufragio de la naturaleza y de la historia, a través de la muerte de los mil cuchillos, de la Tercera Guerra Mundial ya estallada en la agujereada capa de Ozono y en el cambio climático, en el Ártico y la Antártida y en el Amazonas, en los Balcanes, en Liberia y Sierra Leona, en Zimbawe, en Darfur y en el Congo, en los barrios marginados de El Salvador, Honduras y Guatemala, en las favelas de Río, en las selvas de Chiapas y en los Cuchumatanes –los montes azules- de Huehuetenango, en los golpes de Estado redivivos como el de Honduras, en las atrocidades de Chechenia, Afganistán, Cachemira, Myanmar y el Tibet, en los atentados de la India e Indonesia, en los exterminios de Perú y Sri Lanka, en los miles de prisiones de emigrantes y en los innumerables campos de desplazados y refugiados, en Colombia, Gaza, Cisjordania, Tel Aviv, Líbano, Irak, y los 11 S, 11 M y 7 J del mundo rico amenazado? 
Hoy, en nuestras calles y plazas y en las encuestas sobre creencias religiosas que se pasan a nuestros contemporáneos, comienzan a destacar, sobre autobuses de servicio público o en graffiti sobre paredes antes vacías, respuestas de “No creo en Dios” y leyendas con la frase “Dios no existe”. Esta confesión de ateísmo se considera tan digna de publicidad propagandística como, por ejemplo, aquella otra de “Coca Cola: La chispa de la vida”. En todas partes la pregunta sobre creencias, que más “no” recibe como respuesta, incluso entre personas que han respondido que sí creen en la existencia de Dios, es “¿cree usted en la resurrección de los muertos?”, o “¿cree usted que hay otra vida después de la muerte?”. La gente, pues, no tiene mucha esperanza en una vida más allá de la vida sobre esta tierra. O, en todo caso, esa esperanza está en declive…, o parece estarlo. Puede ser que nunca fue tan sólida como se creía al interior de la Iglesia -¿no sería diferente esta tierra si hubiera sido tan sólida aquella esperanza?-, y que, por tanto, tampoco haya sido su declive tan grande como se piensa. 
Desde nuestro punto de interés en este libro, existe, también, de todas maneras un contrapunto. En no pocos países las instituciones que reciben peor puntuación cuando se pregunta al público en las encuestas de opinión pública por la confianza que les merecen o por la manera como funcionan, son las instituciones políticas. Y los líderes políticos rara vez reciben la aprobación de más del 50% de los encuestados excepto, en todo caso, durante su primer año de mandato. Casos como los de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, o Ricardo Lagos en Chile, que han punteado alrededor del 70% de aprobación después de seis años de gobierno, son altamente excepcionales.
Tanto la esperanza religiosa como las expectativas políticas se mueven hoy en una zona gris, al menos en Occidente. 
Por lo que toca a la esperanza religiosa, talvez no sea esto tan extraño en perspectiva histórica. En el areópago de Atenas, cuando Pablo de Tarso, hace casi dos mil años, fue interrogado sobre “esa nueva doctrina que expones”, –“porque anunciaba a Jesús y la resurrección”-, comenzó hablando del “Dios desconocido”, a quien los atenienses veneraban, y de la creación del universo por ese Dios anunciado por él mismo; de la consistencia de la historia y de las diferencias humanas radicadas en ese Dios: “él definió las etapas de la historia y las fronteras de los países”; de la cercanía de ese Dios a todas las personas “ya que en él vivimos, nos movemos y existimos, pues somos de su raza”; y de la necesidad de “conversión” o profunda aceptación de responsabilidad por la práctica en la vida y de la consiguiente “vuelta” hacia otros objetivos y fines vitales cada vez más dignos. Pablo dice a los atenienses que deben convertirse porque Dios “pasando por alto la época de la ignorancia” –la del “Dios desconocido”- “ha señalado una fecha para juzgar con justicia al mundo.” Y finalmente anuncia a los atenienses que de ese juicio se encargará un “hombre designado”, a quien “ha acreditado ante todos resucitándolo de la muerte.” Los Hechos de los Apóstoles terminan este relato contando que, “al oír lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaban, otros decían: ‘Te escucharemos sobre este asunto en otra ocasión’.” (Hch 17, 18-33)
Entonces como hoy, lo que provoca burla o un desinterés distante, aunque talvez expresado amablemente, es la perspectiva de una resurrección de la muerte. Los estudios actuales sobre la resurrección de Jesús y de las demás personas esclarecen la esperanza de resurrección o de inmortalidad que había ido configurándose en varias tradiciones religiosas y filosóficas, antes de cristalizar, en cierta continuidad y también diferenciándose profundamente, en el novum de la resurrección cristiana. Es interesante que algunas de estas tradiciones fueran bastante populares, tanto en el budismo como en el hinduismo, si bien, entre los intelectuales religiosos que dejaron escritos importantes a la posteridad, no dejó de haber quienes las sometieran a una especulación pensante, que terminaba a veces en la negación de otra vida más allá de ésta o en el silencio sobre ella. Por otro lado, es cierto que algunas de esas tradiciones, incluso aquellas que gozaron de gran popularidad, limitaban la resurrección a mártires de la fe y de la cultura, héroes del pueblo, o profetas, celosos guardianes de la pureza de la fe y de la justicia interhumana, p.ej., los Macabeos, Enoc, David, Elías, el Siervo de Yahvé en Isaías, todos ellos en la tradición bíblica hebrea, o el “justo” o los “justos” del libro helenista de la Sabiduría , si bien parece ser que en tiempos de Jesús de Nazaret el partido de los fariseos y los seguidores de Juan Bautista ya creían en la resurrección de los muertos y, a causa de esa fe, vivían en oposición con el partido de los saduceos que no la confesaban. “Te escucharemos sobre este asunto en otra ocasión”, es una expresión antigua, pero perfectamente consonante con la mentalidad desesperanzada moderna y post-moderna, agnóstica o atea.
La fe en la resurrección ha estado muchas veces vinculada a una cierta política, la política de los grandes luchadores por Dios, que han sido a la vez grandes luchadores por la justicia. El caso de Elías, prototipo del profetismo israelí, es paradigmático, pero igualmente lo es el del Siervo de Yahvé en el Libro de la Consolación o Segundo Isaías. “¡Vive el Señor, Dios de Israel, a quien sirvo!” es la exclamación que motiva a Elías para anunciar que en Israel no caerá rocío ni lluvia durante varios años si él no lo manda. Evidentemente se trata de la lectura religiosa de una sequía estacional extraordinariamente prolongada, como intervención de Dios contra la idolatría provocadora de víctimas humanas. Pero lo importante es que esa lectura religiosa de la sequía -que modernamente interpretamos como mítica-, es decir, una lectura desde la fe en un Dios que acompaña a las personas en la historia y da sostenibilidad al universo desde que lo creó, interviniendo también en la historia mundanal, responde, en la realidad que le subyace, a la actuación política de un rey de Israel, Ajab, que “hizo lo que el Señor reprueba más que todos sus predecesores…y dio culto y adoró a Baal”, una divinidad agraria que exigía sacrificios humanos, y, por tanto, “no rigió al pueblo de Yahvé con justicia, ni a sus elegidos con rectitud”, como en los Salmos se expresaba la misión de los reyes de Israel. Es crucial también que Elías, precisamente por su interpretación religiosa de la catástrofe natural y por su defensa de la fe yahvista inseparable de la justicia, fue un profeta perseguido, a quien la reina Jezabel, esposa fenicia de Ajab, y adoradora de Baal, y el mismo rey Ajab, persiguieron a muerte obligándole a un duro exilio en el monte Horeb, en el desierto egipcio del Sinaí. Es a este Elías –que obviamente malentendió a Yahvé cuando ejecutó a un grupo de sacerdotes de Baal-, a quien Yahvé se le ofreció para ser experimentado por él en una brisa suave y no en la tormenta ni en los vientos tempestuosos, corrigiendo así su imagen del Dios omnipotente y colérico. Es este Elías, quien denunció a Ajab y Jezabel por haber asesinado a Nabot para quedarse con su viña.  Y también es a este Elías, a quien Yahvé arrebató de este mundo aparentemente sin sufrir la muerte.  Servicio o culto a Dios están en él unidos a lucha por la justicia, contra el abuso de poder de la reina y el rey de Israel. Es decir, a una actitud profética que incidió agudamente en la política.
 (Ver texto completo)




El presente libro recoge una  propuesta de reflexión sociopolítica, trenzada por hebras teológicas, que nos regala Juan Hernández Pico sj.

Al decir de algunos comentaristas  es un trabajo titánico y excepcional que debería convertirse en libro de texto de científicos sociales y teólogos en la región y más allá. Nos dice mucho de lo mal que se ha hecho y entendido la política y propone otra manera de concebir la forma de hacer política desde una convicción que brota de una sinceridad y unos deseos de transformación profundos y poco comunes.

 

 

INTRODUCCIÓN

ESPERANZA CRISTIANA Y COMPROMISO POLÍTICO

¿Podrá alguien hoy despertarnos de la pesadilla de un mundo que se va desplomando hundido en la desesperanza o en la indiferencia? Y, de la decepción de la política utópica y del laberinto de la política corrupta, o realistamente desengañada y desencantada, ¿habrá alguien que se atreva a intentar sacarnos, arriesgando su poder, su dinero y su prestigio? ¿Podremos nosotros participar en una política que se arriesgue a enrumbar el timón hacia un horizonte de una humanidad mejor y más solidaria? ¿Tendrá que ver Dios con una nueva lucha por la emancipación y la liberación, que impida que a nuestra libertad la embrujen y coopten los aires contaminados del consumismo insaciable, ese nuevo rostro de un salvaje capitalismo para minorías, sin escrúpulos para embargar hogares y ahorros –como en las casas hipotecadas y embargadas de los EE.UU o en el “corralito” argentino-, y para exigir la disminución del gasto social –es decir, de la inversión para sacar de la pobreza a mucha gente, aunque no haya clima de inversión lucrativa- y para someter a la ley del lucro las pensiones de la ancianidad? ¿Tendrá que ver Dios con un fundamento de la política que, en lugar de llamarse interés privilegiado se llame esperanza de los pobres? ¿O nos ahogaremos todos en el lento pero seguro naufragio de la naturaleza y de la historia, a través de la muerte de los mil cuchillos, de la Tercera Guerra Mundial ya estallada en la agujereada capa de Ozono y en el cambio climático, en el Ártico y la Antártida y en el Amazonas, en los Balcanes, en Liberia y Sierra Leona, en Zimbawe, en Darfur y en el Congo, en los barrios marginados de El Salvador, Honduras y Guatemala, en las favelas de Río, en las selvas de Chiapas y en los Cuchumatanes –los montes azules- de Huehuetenango, en los golpes de Estado redivivos como el de Honduras, en las atrocidades de Chechenia, Afganistán, Cachemira, Myanmar y el Tibet, en los atentados de la India e Indonesia, en los exterminios de Perú y Sri Lanka, en los miles de prisiones de emigrantes y en los innumerables campos de desplazados y refugiados, en Colombia, Gaza, Cisjordania, Tel Aviv, Líbano, Irak, y los 11 S, 11 M y 7 J del mundo rico amenazado? 

Hoy, en nuestras calles y plazas y en las encuestas sobre creencias religiosas que se pasan a nuestros contemporáneos, comienzan a destacar, sobre autobuses de servicio público o en graffiti sobre paredes antes vacías, respuestas de “No creo en Dios” y leyendas con la frase “Dios no existe”. Esta confesión de ateísmo se considera tan digna de publicidad propagandística como, por ejemplo, aquella otra de “Coca Cola: La chispa de la vida”. En todas partes la pregunta sobre creencias, que más “no” recibe como respuesta, incluso entre personas que han respondido que sí creen en la existencia de Dios, es “¿cree usted en la resurrección de los muertos?”, o “¿cree usted que hay otra vida después de la muerte?”. La gente, pues, no tiene mucha esperanza en una vida más allá de la vida sobre esta tierra. O, en todo caso, esa esperanza está en declive…, o parece estarlo. Puede ser que nunca fue tan sólida como se creía al interior de la Iglesia -¿no sería diferente esta tierra si hubiera sido tan sólida aquella esperanza?-, y que, por tanto, tampoco haya sido su declive tan grande como se piensa. 

Desde nuestro punto de interés en este libro, existe, también, de todas maneras un contrapunto. En no pocos países las instituciones que reciben peor puntuación cuando se pregunta al público en las encuestas de opinión pública por la confianza que les merecen o por la manera como funcionan, son las instituciones políticas. Y los líderes políticos rara vez reciben la aprobación de más del 50% de los encuestados excepto, en todo caso, durante su primer año de mandato. Casos como los de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, o Ricardo Lagos en Chile, que han punteado alrededor del 70% de aprobación después de seis años de gobierno, son altamente excepcionales.

Tanto la esperanza religiosa como las expectativas políticas se mueven hoy en una zona gris, al menos en Occidente. 

Por lo que toca a la esperanza religiosa, talvez no sea esto tan extraño en perspectiva histórica. En el areópago de Atenas, cuando Pablo de Tarso, hace casi dos mil años, fue interrogado sobre “esa nueva doctrina que expones”, –“porque anunciaba a Jesús y la resurrección”-, comenzó hablando del “Dios desconocido”, a quien los atenienses veneraban, y de la creación del universo por ese Dios anunciado por él mismo; de la consistencia de la historia y de las diferencias humanas radicadas en ese Dios: “él definió las etapas de la historia y las fronteras de los países”; de la cercanía de ese Dios a todas las personas “ya que en él vivimos, nos movemos y existimos, pues somos de su raza”; y de la necesidad de “conversión” o profunda aceptación de responsabilidad por la práctica en la vida y de la consiguiente “vuelta” hacia otros objetivos y fines vitales cada vez más dignos. Pablo dice a los atenienses que deben convertirse porque Dios “pasando por alto la época de la ignorancia” –la del “Dios desconocido”- “ha señalado una fecha para juzgar con justicia al mundo.” Y finalmente anuncia a los atenienses que de ese juicio se encargará un “hombre designado”, a quien “ha acreditado ante todos resucitándolo de la muerte.” Los Hechos de los Apóstoles terminan este relato contando que, “al oír lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaban, otros decían: ‘Te escucharemos sobre este asunto en otra ocasión’.” (Hch 17, 18-33)

Entonces como hoy, lo que provoca burla o un desinterés distante, aunque talvez expresado amablemente, es la perspectiva de una resurrección de la muerte. Los estudios actuales sobre la resurrección de Jesús y de las demás personas esclarecen la esperanza de resurrección o de inmortalidad que había ido configurándose en varias tradiciones religiosas y filosóficas, antes de cristalizar, en cierta continuidad y también diferenciándose profundamente, en el novum de la resurrección cristiana. Es interesante que algunas de estas tradiciones fueran bastante populares, tanto en el budismo como en el hinduismo, si bien, entre los intelectuales religiosos que dejaron escritos importantes a la posteridad, no dejó de haber quienes las sometieran a una especulación pensante, que terminaba a veces en la negación de otra vida más allá de ésta o en el silencio sobre ella. Por otro lado, es cierto que algunas de esas tradiciones, incluso aquellas que gozaron de gran popularidad, limitaban la resurrección a mártires de la fe y de la cultura, héroes del pueblo, o profetas, celosos guardianes de la pureza de la fe y de la justicia interhumana, p.ej., los Macabeos, Enoc, David, Elías, el Siervo de Yahvé en Isaías, todos ellos en la tradición bíblica hebrea, o el “justo” o los “justos” del libro helenista de la Sabiduría , si bien parece ser que en tiempos de Jesús de Nazaret el partido de los fariseos y los seguidores de Juan Bautista ya creían en la resurrección de los muertos y, a causa de esa fe, vivían en oposición con el partido de los saduceos que no la confesaban. “Te escucharemos sobre este asunto en otra ocasión”, es una expresión antigua, pero perfectamente consonante con la mentalidad desesperanzada moderna y post-moderna, agnóstica o atea.

La fe en la resurrección ha estado muchas veces vinculada a una cierta política, la política de los grandes luchadores por Dios, que han sido a la vez grandes luchadores por la justicia. El caso de Elías, prototipo del profetismo israelí, es paradigmático, pero igualmente lo es el del Siervo de Yahvé en el Libro de la Consolación o Segundo Isaías. “¡Vive el Señor, Dios de Israel, a quien sirvo!” es la exclamación que motiva a Elías para anunciar que en Israel no caerá rocío ni lluvia durante varios años si él no lo manda. Evidentemente se trata de la lectura religiosa de una sequía estacional extraordinariamente prolongada, como intervención de Dios contra la idolatría provocadora de víctimas humanas. Pero lo importante es que esa lectura religiosa de la sequía -que modernamente interpretamos como mítica-, es decir, una lectura desde la fe en un Dios que acompaña a las personas en la historia y da sostenibilidad al universo desde que lo creó, interviniendo también en la historia mundanal, responde, en la realidad que le subyace, a la actuación política de un rey de Israel, Ajab, que “hizo lo que el Señor reprueba más que todos sus predecesores…y dio culto y adoró a Baal”, una divinidad agraria que exigía sacrificios humanos, y, por tanto, “no rigió al pueblo de Yahvé con justicia, ni a sus elegidos con rectitud”, como en los Salmos se expresaba la misión de los reyes de Israel. Es crucial también que Elías, precisamente por su interpretación religiosa de la catástrofe natural y por su defensa de la fe yahvista inseparable de la justicia, fue un profeta perseguido, a quien la reina Jezabel, esposa fenicia de Ajab, y adoradora de Baal, y el mismo rey Ajab, persiguieron a muerte obligándole a un duro exilio en el monte Horeb, en el desierto egipcio del Sinaí. Es a este Elías –que obviamente malentendió a Yahvé cuando ejecutó a un grupo de sacerdotes de Baal-, a quien Yahvé se le ofreció para ser experimentado por él en una brisa suave y no en la tormenta ni en los vientos tempestuosos, corrigiendo así su imagen del Dios omnipotente y colérico. Es este Elías, quien denunció a Ajab y Jezabel por haber asesinado a Nabot para quedarse con su viña.  Y también es a este Elías, a quien Yahvé arrebató de este mundo aparentemente sin sufrir la muerte.  Servicio o culto a Dios están en él unidos a lucha por la justicia, contra el abuso de poder de la reina y el rey de Israel. Es decir, a una actitud profética que incidió agudamente en la política.

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