12 de Julio de 2017
Desde hace dos años, la participación de Amerindia en el Congreso anual de la SOTER incluye la coordinación de un Grupo de Trabajo que lleva por título "teología latinoamericana". El siguiente artículo explica su sentido y alcance.
[1] Amerindia se siente deudora y responsable de la tradición espiritual, pastoral y teológica de América Latina-Caribe a la que considera un invalorable don del Espíritu para la iglesia toda. Esta tradición, que encontró en la conferencia episcopal de Medellín, hace 50 años, su más reconocida y desencadenante expresión eclesial, recoge un nuevo paradigma en la manera de vivir y comprender la fe cristiana que ha sufrido fuertes oposiciones, pero que sigue abriéndose camino y dando frutos no sólo en el continente sino mucho más allá. De ella se puede decir, en medio de sus limitaciones, conversiones y aprendizajes, lo que González Buelta afirmaba en su parábola del reino de Dios.
‘El reino de Dios se parece a un roble sacudido por el huracán. Soplan los vientos con fuerza, inclinan la copa, desgajan las ramas y arrancan las hojas. Pero los mismos vientos que atacan al roble se llevan sus semillas aladas a grandes distancias. Donde cae una semilla, nace un roble nuevo. El huracán que parece destruir al roble de hoy, siembra sin saberlo el nuevo bosque que cubrirá mañana toda la montaña’ (B.G.Buelta en: Tiempo de crear. Polaridades evangélicas, p. 29 )
[2] La teología ha sido definida clásicamente como fides quaerens intellectum, es decir, la fe que busca su propia comprensión y la inteligencia de todas las cosas desde la perspectiva creyente. Por eso la idea que la teología tenga de sí misma y de su función depende del tipo de experiencia de fe que constituye su fuente original y a la que sirve críticamente. Lo que ha pasado en América Latina- Caribe es que se han redescubierto con inusitada fuerza aspectos ineludibles de la fe bíblico-cristiana que, leídos desde el sufrimiento sistemático a que están sometidas las grandes mayorías, así como de sus resistencias y luchas, han dado lugar a una nueva forma de hacer teología.
[3] La revelación de Dios en la Biblia, en efecto, no consiste en la comunicación de una serie de verdades teóricas sobre su realidad sino en su imprevisible, misericordiosa e inmerecida autoentrega por amor. La Biblia no habla de Dios en términos abstractos sino históricos: cuenta la historia de Dios con su pueblo. Una historia en la que Dios se da a conocer en el acto mismo de liberar al pueblo de Israel de su esclavitud. De tal manera que la liberación de los excluidos tanto en la experiencia del éxodo como en la praxis de Jesús no aparece como algo anecdótico sino como revelación del misterio más profundo de Dios.
[4] Correlativamente hemos redescubierto que la respuesta a esa revelación de Dios - la fe - no consiste en primer lugar en la aceptación intelectual de verdades acerca de su ser ontológico sino en la acogida de su entrega incondicional y en dejarse configurar por su presencia misericordiosa y liberadora. La revelación no se nos ha dado para saber más sino para ser de otra manera, para cambiar profundamente nuestra relación con Dios, con los demás y con nosotros mismos. (cf. Dei Verbum n.1).
[5] Según la Biblia sólo al interior de una praxis de amor y justica podemos conocer a Dios: El profeta Jeremías le dice a Joaquín, un rey explotador de los débiles: ‘A tu padre le fue bien porque practicó la justicia y el derecho; hizo justicia a pobres indigentes, ¿No consiste esto en conocerme, dice Yahvé? (Jer 22, 15-16). El conocer en directo a Dios es imposible no por la limitación del entendimiento y el corazón humanos sino porque de lo contrario su otreidad irreductible desaparecería. Trascendencia no significa solamente un Dios intelectualmente inapresable sino un Dios que sólo es accesible en el acto de desprendimiento amoroso y de justicia. En el Nuevo Testamento se nos dice que quien no ama no ha conocido a Dios (1 Jn 4,8), y que, en cambio, sorprendentemente, quien ha amado al prójimo marginado se ha encontrado con Dios aunque no tenga conciencia de ello (Mt 25).
[6] Este lugar decisivo dado a la práctica del amor y la justicia conlleva una ruptura epistemológica, una nueva relación teoría-praxis. No sólo porque en general se conoce mejor la realidad cuando se intenta transformarla sino porque se comprende mejor el Reino de Dios cuando se intenta acogerlo y construirlo a contrapelo del misterio de iniquidad y sus engaños. Por eso Jon Sobrino insiste en que la teología no es sólo fides quaerens intellectum sino también, y en primer lugar, amor quaerens intellectum. Esto implica que el procedimiento formal de la reflexión teológica debe garantizar la mutua interpelación entre el conocimiento sapiencial que surge de dichas prácticas y el que brota de la Palabra de Dios acogida en la comunidad eclesial. Palabra que, por un lado, es leída desde los desafíos que surgen del compromiso con los excluidos, pero, por otro, nos ‘lee’, nos interpela, nos da una perspectiva original y trascendente de todo lo que vivimos. Esta iluminación recíproca es lo que permite que la lectura de la Escritura en la comunidad creyente sea siempre un descubrimiento nuevo, sorprendente, inagotable, y que la teología sea una compañera que acompaña paso a paso el recorrido histórico de las comunidades cristianas insertas en la historia.
[7] Retomar esta perspectiva de circularidad hermenéutica entre la práctica del amor en todas sus formas, el seguimiento de Jesús y su inteligencia crítico-científica es quizá el mayor desafío que enfrenta la Teología de la Liberación en la actualidad. Por múltiples razones en los últimos años la teología latinoamericana se fue concentrando al interior de los espacios académicos. Algo que ha permitido avances en términos de prolijidad pero que ha tendido a reducir la preocupación epistemológica al cumplimiento de patrones formales y, por otro, a desvincular al teólogo de los procesos sociales y pastorales.
[8] Amerindia considera muy importante para el futuro de la teología continental el logro de una creciente articulación entre saberes que surgen de un triple nivel de aproximación a la realidad: las prácticas liberadoras, la experiencia de fe de los creyentes en su seno y la reflexión académica. No nos referimos aquí al intercambio entre diversas disciplinas científicas sino al diálogo de sujetos y saberes distintos como procedimiento intrínseco a la construcción de la teología. Se trata de promover metodológicamente el diálogo de las ciencias bíblico-teológicas y socio-analíticas con sujetos y saberes que vienen de las más diversas prácticas sociales, ecológicas y eclesiales. Y especialmente de aquéllas experiencias vinculadas al universo de los excluidos, de las víctimas del sistema, así como a los que son ‘otros’ por cultura, género, etnia o generación. Sin olvidar el diálogo con los aprendizajes que vienen del compromiso de los cristianos en contextos laicos y pluralistas, del mundo de la animación espiritual y pastoral de las comunidades cristianas, y del intercambio ecuménico e interreligioso.
[9] Tal desafío implica un cambio en la manera de concebir el trabajo del teólogo o teóloga. Sin duda, éstos deberán seguir dedicando gran parte de su tiempo al estudio de la Escritura, la tradición eclesial y la teología contemporánea. Sólo así podrán asumir la tarea indelegable de reconocer, cuidar y actualizar la memoria subversiva de Jesús y garantizarán que la Palabra, además de ser leída desde las situaciones que vivimos, también nos ‘lea’ a nosotros y nos abra caminos inéditos. Pero, además, han de escuchar humildemente lo que surge de las luchas de los/as excluidos/as así como de la presencia del Espíritu en las comunidades cristianas. Su palabra ha de gestarse en el silencio que acompaña el encuentro con los otros y ha de reflejar hasta donde sea posible la voz de Dios auscultada en el clamor ‘silencioso’ de los cuerpos más heridos de la sociedad. Lo cual supone aprender también el difícil arte de articular saberes, sabores y lenguajes muy distintos.
[10] Es obvio que no se puede pedir a una sola persona, ni siquiera a un grupo de investigadores, que proporcionen por sí mismos la diversidad de saberes que intervienen en esta manera de concebir la producción de conocimiento teológico. En muchos casos ha sido fecunda la práctica de la ‘alternancia’: el teólogo profesional divide su tiempo entre la investigación académica y el compartir directamente la vida, los dolores y las luchas del pueblo pobre. Esta experiencia ha ayudado a superar la relación ilustrada con los empobrecidos e iniciarse en un camino de reciprocidad con ellos. Pero no es suficiente. Lo decisivo es pasar de una visión individualista del ‘sujeto’ de la reflexión teológica a otra comunitaria. Lo decisivo es la capacidad de trabajar comunitariamente no sólo a nivel interdisciplinar sino también ‘plurisapiencial’’. En espacios o equipos integrados por algunas personas dedicadas a la investigación académica y otras capaces de aportar, sobre todo, las luces originadas por esa ‘alteración de la mirada’ que surge del seguimiento de Jesús tanto al interior de la militancia social como de la participación en comunidades eclesiales. La separación entre el círculo de teólogos/as profesionales y los cristianos de base debe reducirse radicalmente: los primeros son ante todo discípulos de Jesús y miembros de la comunidad eclesial, los segundos son ya teólogos en un sentido amplio aunque no sepan fundamentar con patrones formales su manera de comprender la fe.
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