09 de Junio de 2017
[Por: Frei Betto]
Nos deja un legado de cómo vivir la fe cristiana en un mundo dividido entre pocos multimillonarios y multitud de miserables, y de lo que significa ser discípulo de Jesús en este convulso inicio del siglo XXI.
Dos días después de que Houtart nos dejara, perdí a otro amigo, también sacerdote y revolucionario como él, el padre Miguel D’Escoto, fallecido a los 84 años. Ministro de Relaciones Exteriores de la Nicaragua sandinista entre 1979 y 1990, presidió la Asamblea General de la ONU en 2008 y 2009.
Hijo de diplomático, D’Escoto nació en Los Ángeles en 1933. Se hizo sacerdote por la congregación Maryknoll y fue uno de los fundadores de la editorial neoyorquina Orbis Books, que en 1977 publicó en los Estados Unidos mi libro Cartas da prisão con el título Against Principalities and Powers.
Fue D’Escoto quien nos recibió a Lula y a mí en Managua en ocasión del primer aniversario de la Revolución Sandinista, en julio de 1979. Nos llevó la noche del 19 de julio a casa de Sergio Ramírez --entonces vicepresidente del país-- donde conocimos a Fidel Castro, con quien sostuvimos una larga conversación.
En enero de 1980 vino a São Paulo en compañía de Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, a participar en el primer congreso mundial de Teología de la Liberación. Fue uno de los oradores de la Noche Sandinista en el Teatro de la Universidad Católica de São Paulo (TUCA).
El domingo 29 de noviembre de 1981, en Managua, me volví a encontrar con él en su casa, que había pertenecido al presidente del Banco Central de Nicaragua en la época de la dictadura de Somoza. Se encontraban allí Daniel Ortega; el secretario general del Frente Sandinista de Liberación Nacional, René Núñez: los padres Gustavo Gutiérrez, Pablo Richard, Fernando Cardenal, Uriel Molina y Edgard Parrales, ministro de Bienestar Social.
D’Escoto acababa de regresar de México y describió en detalle las recientes conversaciones sobre América Central entre el presidente López Portillo y el general Alexander Haig, secretario de Estado de los Estados Unidos. Los asistentes mostraban una indisimulable satisfacción por la eficiencia del espionaje sandinista al interior del gobierno mexicano.
Hablamos de la coyuntura de la Iglesia, de la campaña internacional contra la Revolución y de la Juventud Sandinista, ahora al cuidado de Fernando Cardenal. Me preocupaba el carácter mecanicista del marxismo divulgado entre los jóvenes sandinistas, mera apologética de antiguos manuales rusos. Insistí en la importancia de que los sacerdotes en el poder –D’Escoto, Parrales y los hermanos Cardenal—explicitaran públicamente su vida de fe. Temía que proyectaran una imagen más política que cristiana.
El sábado 16 de noviembre de 1984, en Managua, regresé a casa de D’Escoto. Le pregunté por qué no había ido a la reunión de la OEA en Brasilia. “Para no darle valor a la OEA, que sigue siendo un instrumento en manos de los Estados Unidos contra la soberanía de los pueblos de la América Central”, me respondió.
Celebramos la eucaristía bajo el cobertizo de mimbre del patio. Leímos el evangelio de Mateo 4, 25 ss, y meditamos sobre la lectura. D’Escoto se desahogó: “Tengo el cuerpo y la mente cansados, porque ya no logran seguir el ritmo acelerado que me imponen las circunstancias. Sueño con disfrutar de la soledad, con disponer de tiempo para mí y no tener que estar siempre atento al teléfono. Pero sé que eso es solo un sueño. Mi intimidad con Jesús me da la fuerza que me sustenta.”
Al final de la celebración, me dijo: “Quiero que me hagas dos favores: estoy leyendo con mucho gusto el último libro de Don Pedro Casaldáliga. Supe que pronto irá a España. Pídele que pase antes por Nicaragua. E insístele a Don Paulo Evaristo Arns en que venga a la toma de posesión de Daniel el próximo 10 de enero.”
“¿Por qué no llamas por teléfono ahora a Don Paulo?”, le sugerí.
Lo intentamos, pero el cardenal de São Paulo no se encontraba en su casa.
Once días después le di el recado personalmente a Don Paulo Evaristo Arns. Al año siguiente, Don Pedro Casaldáliga visitó Nicaragua.
En marzo de 1986 me lo volví a encontrar en La Habana, en compañía de Rosario Murillo --actual vicepresidenta de Nicaragua y esposa de Daniel Ortega— y de Manuel Piñeiro, jefe del Departamento de América del Comité Central del Partido Comunista de Cuba. Hablamos largo y tendido sobre la situación de Nicaragua y el apoyo explícito que los obispos Obando y Vega le daban a la política agresiva de Reagan. D’Escoto era de la opinión de que padres, religiosos y laicos debían enfrentarse valientemente al arzobispo de Managua, apelando, de ser necesario, a la desobediencia eclesiástica. Eso le valió la posterior suspensión del ejercicio de su sacerdocio por parte del papa Juan Pablo II, medida que revocó el papa Francisco.
En enero de 1989, en La Habana, nos vimos en la conmemoración de los 30 años de la Revolución cubana. Sostuvo una larga conversación con Leonardo Boff sobre la teología de la Trinidad: “Es la base de mi espiritualidad”, le oí decir. Y lamentó la situación de su país: “Lo más duro para el pueblo de Nicaragua no es la agresión norteamericana, sino la falta de apoyo de la Iglesia”.
Tuvimos otros encuentros en períodos posteriores, como en la época en que presidía la Asamblea General de la ONU, experiencia que lo llevó a dejar de creer por completo en la eficacia de esa importante institución, manipulada por los intereses de la Casa Blanca.
Con la desaparición de François Houtart y Miguel D’Escoto pierden la América Latina, la causa de los pobres y la Teología de la Liberación. Nos dejan un legado de cómo vivir la fe cristiana en un mundo dividido entre pocos multimillonarios y multitud de miserables, y de lo que significa ser discípulo de Jesús en este convulso inicio del siglo XXI.
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