Democracia en la Iglesia, ¿Por qué no?

14 de Mayo de 2025

[Por: Juan José Tamayo]




“Que no se le imponga al pueblo un obispo que el pueblo no desee”. “Aquel que debe presidir a todos debe ser elegido por todos”. “No se debe ordena obispo a nadie contra el deseo de los cristianos y sin haberles consultado expresamente al respecto”.

 

Seguro que no pocos lectores pensarán que estas tres afirmaciones están tomadas de algún documento de los movimientos cristianos de base o de colectivos de teólogas y teólogos contrarios al actual sistema de nombramiento de obispos. Pues no. Son textos de los siglos III y V.       El primero pertenece a san Cipriano (principios del siglo III-258), obispo de Cartago, quien consideraba “de origen divino” el derecho del pueblo a elegir a sus pastores. Su propia elección episcopal fue muy discutida.

 

Los dos siguientes corresponden a León Magno, papa de 440 a 461, el más importante del siglo V, que gobernó la Iglesia con gran sabiduría y frenó la marcha de Atila sobre Roma. Y no son excepción en la literatura teológica de la época, ni se limitan a reflejar un ideal a conseguir. Los cito como una brevísima antología que podría ampliar con otros muchos testimonios en la misma dirección. La elección de los obispos por el pueblo fue una práctica habitual en la historia de la Iglesia durante el primer milenio, como demuestra el prestigioso teólogo holandés en su libro El ministerio eclesial. Agustín de Hipona (354-430) y Ambrosio de Milán (340-397) se vieron obligados a aceptar su elección como obispos de Hipona y de Milán respectivamente, incluso contra su voluntad, porque fueron aclamados por la comunidad cristiana. También Paulino de Nola (355-431), amigo de Agustín, Ambrosio y Jerónimo, fue elegido obispo por aclamación popular, siendo sacerdote casado. 

 

El concilio de Calcedonia (año 451) se opuso a la ordenación de aquellos candidatos que no estuvieran vinculados a una comunidad, hasta el punto de declarar inválida esa ordenación. El obispo o sacerdote que dejaba de presidir una comunidad, volvía al estado laical. A veces la elección era muy reñida, y se producían altercados si no se respetaba la voluntad del pueblo. Algo parecido sucede hoy, pero no porque la comunidad cristiana participe en la elección de los obispos, sino porque esta se hace al margen suyo e incluso en contra de sus deseos. La oposición que mostró la mayoría del clero de Guipúzcoa al nombramiento de José Ignacio Munilla como obispo de la diócesis no es un fenómeno aislado en la historia reciente de la Iglesia.

 

Un caso similar se produjo con motivo de la ordenación episcopal de Alfonso López Trujillo como obispo auxiliar de Bogotá (Colombia) en 1971. Entonces no fue sólo el clero quien se opuso a su ordenación, sino una parte importante del pueblo que mostró su disconformidad a través del lanzamiento de octavillas durante la ceremonia de su ordenación episcopal. López Trujillo fue sucesivamente secretario y presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), arzobispo de Medellín y cardenal, el más joven de la Iglesia católica.

 

Durante casi cuarenta años se convirtió en el látigo de la teología latinoamericana de la liberación, a la que acusó de marxista. Denunció ante Roma a algunos de sus principales cultivadores, que fueron condenados por el todopoderoso cardenal Ratzinger. Alentó algunos de los documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que falseaban la teología de la liberación hasta su caricatura. Su fracaso pastoral al frente de la archidiócesis de Medellín y la oposición de una parte importante del episcopado latinoamericano obligaron a Roma a trasladarlo al Vaticano, donde asumió la presidencia de la Comisión de la Familia, desde donde defendió con mano de hierro los anacrónicos principios de la encíclica Humanae vitae contra los métodos anticonceptivos.

 

A finales de los años sesenta sacerdotes de Barcelona hicieron una sentada en el patio del palacio episcopal disconformes con la manera de dirigir la diócesis de monseñor Marcelo González, venido de Astorga. Anteriormente habían mostrado su desacuerdo por su nombramiento como arzobispo de Barcelona porque desconocía la Iglesia, la cultura y la sociedad catalanas. Hace unos años se produjeron reacciones de protesta similares por el nombramiento como arzobispo de Tarragona a Jaume Pujol, miembro del Opus Dei y profesor de teología de la Universidad de Navarra perteneciente a dicha institución. Frecuentes son también las campañas de sacerdotes y de grupos cristianos cuando corre el rumor del nombramiento de un obispo que no consideran idóneo para su diócesis. Muchas veces se salen con la suya y consiguen que no se nombre al candidato in pectore.

 

A propósito del conflicto provocado por el nombramiento de José Ignacio Munilla para la diócesis de Guipuzcoa en sustitución de Juan María Uriarte, que había cumplido con creces la edad reglamentaria para la jubilación, leí entonces que lo que estaba en juego en este caso eran dos modelos de Iglesia: el de Juan María Uriarte, más democrático, y el de Munilla, más autoritario. Yo creo que este planteamiento es teológicamente incorrecto y en la práctica engañoso o, al menos, falaz, porque no resiste la prueba de la realidad.

 

Los dos deben obediencia al papa, que es quien los ha nombrado. Los dos se han caracterizado por prácticas autoritarias, cada uno en su diócesis. Monseñor Uriarte, por ejemplo, ha vetado a varios profesores de la Escuela de Teología de San Sebastián, dependiente de la Universidad de Deusto y por tanto fuera de su jurisdicción episcopal. Siendo obispo de Palencia monseñor Munilla impuso el traslado de los seminaristas de la diócesis al seminario de Madrid, en vez de llevarlos a la más próxima universidad Pontificia de Salamanca, sin consultar a la Iglesia palentina ni a los sacerdotes, que expresaron públicamente por escrito su sorpresa, malestar y desacuerdo con tal medida.

 

Las diócesis son y funcionan hoy en la Iglesia católica como reinos de taifas. Cada obispo actúa como rey con poder omnímodo o, peor aún, como señor feudal que tiene súbditos sin dar cuenta a nadie de su actividad pastoral. Eso da lugar a todo tipo de abusos en el ejercicio de la autoridad. Se me objetará que en la Iglesia existe la colegialidad episcopal y ahora la propuesta de la sinodalidad. Es verdad. El concilio Vaticano II así lo estableció con la aprobación de todo el episcopado mundial. Pero no pasó del papel. Y los primeros que se han negado a ponerla en práctica han sido los papas y los propios obispos. Con la actual forma de nombrar a uno y a otros, el autoritarismo es la patología episcopal y papal más común.

 

¿Dónde radica entonces el problema? No en que haya obispos más abiertos o más cerrados de mente, sino en el sistema vertical de nombramientos del papa, los obispos y los sacerdotes. De ahí se derivan dos modelos de Iglesia: el jerárquico-patriarcal, que se sustenta en la elección de los obispos por el papa sin intervención del pueblo cristiano, y el democrático-igualitario, que se basa en la elección de los dirigentes religiosos conforme al principio “un cristiano, una cristiana, un voto”. El único vigente hoy es el jerárquico-patriarcal., lo que me parece una desviación de una tradición de la iglesia favorable a la elección de los obispos con la participación del pueblo. La elección popular tiene su fundamento teológico en la dimensión comunitaria del cristianismo y está en sintonía con los procesos electorales de las sociedades democráticas.

 

Se me objetará que la Iglesia es de institución divina y que no se rige por principios democráticos sino por la voluntad de Dios bajo la guía del Espíritu Santo. Aquí habría que hacer muchas matizaciones, pero baste una. Jesús no fundó la Iglesia tal como ahora está organizada. Lo que puso en marcha fue un movimiento igualitario de hombres y mujeres que le acompañaron durante su vida pública y prosiguieron su causa, la causa de la liberación de los pobres, tras su muerte. Pero, bueno, concedamos que la Iglesia entendida como comunidad fraterno-sororal tiene origen divino. Esto supuesto, no puedo por menos que expresar mi perplejidad, ya que no entiendo por qué el ejercicio de la democracia y la práctica de los derechos humanos tienen que ser contrarios a la voluntad divina, ni por qué el papa y los obispos los defienden en la sociedad y denuncian su incumplimiento, al tiempo que no los practican en la Iglesia.

 

La encíclica Pacen in Terris, de Juan XXIII, publicada en abril de 1963, mes y medio antes de morir, que sigue la doctrina tradicional del origen divino del poder, se expresa en los siguientes términos: “Del hecho de que la autoridad proviene de Dios, no debe deducirse que los hombres (sic) no tengan derecho a elegir a los gobernantes de la nación, establecer la forma de gobierno y determinar los procedimientos y los límites del ejercicio de la autoridad. De aquí que la doctrina que acabamos de exponer pueda conciliarse con cualquier clase régimen auténticamente democrático” Yo me pregunto: ¿Cómo Dios puede querer la elección democrática de los gobernantes a nivel político y oponerse a ella en la comunidad cristiana?

 

Publicado en: El País.

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