27 de Abril de 2025
[Por: Óscar Elizalde Prada | El Tiempo]
Desde el momento en que las campanas de la Basílica de San Pedro doblaron a muerto anunciando la muerte de Francisco a las 7:35 a.m. del lunes de Pascua 21 de abril, hasta su sepultura en la Basílica Papal de Santa María la Mayor, el sábado 26 de abril, no cesaron las manifestaciones de cariño y reconocimiento al Papa argentino que había llegado del “fin del mundo” para liderar por 12 años, un mes y ocho días a los más de 1.400 millones de fieles que hacen parte de la Iglesia católica.
No fue despedido como un hombre poderoso, sino como un “pastor y discípulo de Cristo”, según él mismo había dispuesto en el nuevo Ordo Exsequiarum Romani Pontificis, el libro litúrgico para las exequias de los papas que se publicó a finales del año pasado.
Si al inicio de su pontificado había renunciado a vivir en el Palacio Apostólico y a todo tipo de indumentarias y formalismos que no encajaban con su estilo de vida austera y su forma natural de ser y hacerse pueblo con el pueblo, como auténtico “pastor con olor a oveja”; el fin de su servicio a la Iglesia también estuvo marcado por signos de cercanía y sencillez: un ataúd en lugar de tres, sin catafalco —una plataforma elevada en la que era ubicado el féretro del papa fallecido— para quedar a la vista de quienes lo despidieron durante tres días con sus noches, y un lugar especial para los pobres en la misa de las exequias que presidió el cardenal Giovanni Battista Re, decano del colegio cardenalicio. También había dispuesto en su testamento que su sepulcro debía estar “en la tierra, sencillo, sin decoraciones especiales y con la única inscripción: Franciscus”.
Para Jorge Mario Bergoglio el poder era servicio, y el centro era la periferia. “Era el papa de la misericordia que siempre estaba al alcance de todos: de los excluidos, los marginados, los ancianos, los prisioneros, los migrantes y los pobres”, afirmó a EL TIEMPO el cardenal hondureño Óscar Rodríguez Madariaga, uno de sus hombres de confianza, a quien confió la coordinación del Consejo de Cardenales que participó activamente en la reforma de la curia romana.
Para ese momento, el cardenal Bergoglio llevaba 15 años como arzobispo de Buenos Aires y, antes de viajar al cónclave tras la dimisión de Benedicto XVI, adelantaba los preparativos para su retiro de la esfera pública y eclesiástica. Incluso, ya tenía reservada desde hacía un tiempo la habitación 13 del Hogar Sacerdotal Monseñor Mariano Espinosa, en el barrio de Flores, el mismo donde había nacido y crecido. A sus 76 años era consciente de su inminente llegada al grupo de los Eméritos, toda vez que la edad de jubilación para los obispos y cardenales de la Iglesia católica es a los 75 años, según el Código de Derecho Canónico.
Así lo dejó ver desde el día de su elección como 266.º sucesor de Pedro, aquel 13 de marzo de 2013. Sus primeras palabras ante la multitud de fieles que abarrotaban la plaza de San Pedro fueron: “Ustedes saben que el deber del cónclave era dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo”.
No obstante, Bergoglio fue elegido papa en la quinta votación de aquel cónclave. El cardenal brasileño Claúdio Hummes (1934–2022), quien se encontraba a su lado, lo abrazó y le susurró: “No te olvides de los pobres”. Acto seguido, cuando el cardenal Giovanni Battista Re, en nombre del Colegio Cardenalicio, le preguntó a Bergoglio: “¿Con qué nombre quiere ser llamado?”, este respondió: “Me llamaré Francisco”.
Así, fue el primer papa latinoamericano, el primer papa jesuita y el primero en adoptar su nombre en honor a san Francisco de Asís, el místico que impulsó la renovación de la Iglesia en el siglo XII dejando atrás una vida de privilegios y opulencia para tornarse en un poverello (pequeño pobre), servidor de los pobres y hermano de todas las criaturas.
“Quiero una Iglesia pobre para los pobres”. “Nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social”. “Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica”, rubricó en su exhortación apostólica Evangelii gaudium, con la que marcó el rumbo de su pontificado.
La preocupación de Francisco por los pobres y por las periferias lo llevaron a emprender auténticas cruzadas a favor de la dignidad humana y de la “cultura del encuentro”, denunciando los sistemas económicos de exclusión e inequidad —“esa economía mata”, decía— y tendiendo puentes hacia los “descartados” de la sociedad, entre ellos los migrantes, convocando a los países a abrazar políticas para “acoger, proteger, promover e integrar”, cuatro verbos que condensan su legado frente al desplazamiento forzado y la movilidad humana.
Su visión de “una Iglesia en salida a las periferias geográficas y existenciales”, lo llevaron a asumir posturas autocríticas para combatir el inmovilismo, pasando “de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera”. Por eso solía repetir: “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”.
Como obispo de Roma abrió las puertas de la Iglesia para que nadie se sintiera excluido. “Dios nos ama como somos”, afirmó durante la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) en Lisboa, subrayando que la misericordia es el mensaje clave de la evangelización. “La Iglesia es el lugar para todos... ¡Todos, todos, todos!”, repitió y lo hizo repetir varias veces a medio millón de jóvenes. En 2013, en el vuelo de regreso de su primer viaje apostólico fuera de Italia, cuando participó en otra JMJ, la de Río de Janeiro, en rueda de prensa con los periodistas que lo acompañaron, aseveró que “si una persona es gay y busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”. Como pastor y padre, permitió la bendición de parejas del mismo sexo, como quedó estipulado en la declaración Fiducia supplicans publicada por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe en diciembre de 2023. Salir al encuentro de todos era su prioridad, sin estigmatizaciones ni prejuicios.
Fue tal vez este ímpetu misionero lo que lo llevó a abanderar el cuidado de la ‘casa común’, convencido de que “no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental”, de modo que “las líneas para la solución requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza”, como afirmó en su carta encíclica Laudato si’, que solía regalar a los mandatarios y a los líderes que lo visitaban.
El clamor de la Tierra y el grito de los pobres siempre tuvieron un lugar en su corazón de pastor y en su agenda multilateral, lo mismo que su preocupación por la Amazonía. Sus palabras y sus gestos lo confirmaron. Pero también supo comprender el valor y la urgencia de la reconciliación, el perdón y la paz, apostando por la fraternidad y la amistad social —tema de su tercera carta encíclica, Fratelli tutti— y reiterando una y otra vez que “¡toda guerra es una derrota!”. Su preocupación por la paz fue una constante hasta el final de su vida: “el sufrimiento que se ha hecho presente en la última parte de mi vida lo ofrecí al Señor por la paz en el mundo y la fraternidad entre los pueblos”, dejó escrito en su testamento.
Con todo, muchos afirman que la fuerza de su liderazgo pastoral y espiritual residía en su capacidad de reconocerse pecador, como lo expresó en no pocas entrevistas. “Soy un pecador en quien el Señor ha puesto los ojos. Mi lema, Miserando atque eligendo (lo miró con misericordia y lo eligió), es algo que, en mi caso, he sentido siempre muy verdadero”, confesó en una entrevista para La Civiltà Cattolica.
De ahí que tuvo el valor de afrontar el pecado dentro de la propia Iglesia y asumir posturas de “tolerancia cero” frente a la corrupción, al flagelo de los abusos y al clericalismo, al que calificó como un cáncer para la comunidad cristiana, al tiempo que impulsó su cura en la medida que fue abriendo nuevos espacios de participación y gobernanza a los laicos y a las mujeres, incluso al interior de la curia romana, una senda que se fue afirmando durante los últimos años, al tenor del sínodo de los obispos que tuvo lugar entre 2021 y 2024, un verdadero laboratorio de empoderamiento para la Iglesia de los pobres y de las periferias.
Por eso, también fue el Papa que experimentó la oposición dentro de la propia Iglesia y, sin embargo, no escatimó esfuerzos por mantener la unidad y la comunión entre los católicos, sin que eso significara renunciar a sus convicciones.
Su pontificado también fue el encargado de sostener la esperanza en tiempos de la pandemia de covid-19 y recordó a los líderes del mundo que “de una crisis no se sale igual: o salimos mejores o salimos peores”.
Desde hoy, quienes visiten la tumba de Francisco en la Basílica Papal Santa María la Mayor, la encontrarán junto a la capilla de la Salus Populi Romani, la virgen de su devoción, a la que acudía a rezar antes y después de los 47 viajes apostólicos que realizó a lo largo de su pontificado, y desde mucho antes de ser elegido como el 266.º sucesor de Pedro. Además de la inscripción Franciscus, se podrá contemplar una reproducción de su cruz pectoral: un pastor que camina con sus ovejas, un padre que camina con su pueblo. Una oración antigua que aún se reza en solemnidad de Pentecostés clama al pater pauperum, el ‘padre de los pobres’. Gratitud a Francisco, el papa de las periferias y de los pobres.
Publicado en: https://www.eltiempo.com/vida/religion/el-legado-de-francisco-el-papa-de-las-periferias-y-de-los-pobres-3448356
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