De la patriarquía religiosa a la comunidad de iguales

09 de Marzo de 2025

[Por: Juan José Tamayo]




 Las religiones son hoy uno de los últimos y más eficaces bastiones de legitimación y mantenimiento del patriarcado. Para ello se apoyan en la masculinidad de Dios, como ya reconocieran dos filósofas feministas estadounidenses: Mary Daly (1928-2019) y Kate Millet (1934-2017). En su libro Más allá de Dios Padre (1973) Mary Daly afirmaba: “Si Dios es varón, el varón es Dios”. Cierto: el patriarcado religioso legitima el patriarcado político, social y cultural. En la misma dirección apuntaba Kate Millet en su libro Política sexual (1970): “El patriarcado siempre tiene a Dios de su lado”.

 

Como contrapunto, el 8 de marzo es, sin duda, una de las fechas más significativas para la movilización de la ciudadanía, también de la ciudadanía que se considera religiosa, contra el patriarcado, y una excelente oportunidad que no podemos desaprovechar para reflexionar sobre el importante papel que todavía juegan con frecuencia las religiones en el mantenimiento del patriarcado y en la violencia de género con sus discursos homófobos, su teología androcéntrica, su moral misógina y su organización patriarcal.

 

Las religiones han ejercido históricamente, y siguen ejerciendo hoy, diferentes tipos de violencia contra las mujeres: física, psicológica, simbólica, sexual, religiosa, etc., a través de las más sibilinas e indecentes formas, llegando a la manipulación de sus conciencias, y han abusado de su credulidad, no porque lo sean por naturaleza, todo lo contrario, sino porque han sido educadas en la credulidad, no en la racionalidad, en la sumisión, no en la resistencia, en el acatamiento del orden patriarcal y no en la indignación y protesta contra él.

 

No pocos textos sagrados dejan constancia de ello. Justifican pegar a las mujeres, lapidarlas, ofrecerlas en sacrificio para cumplir una promesa y aplacar la ira de los dioses, dejarlas encerradas en casa, ponerles una mordaza y obligarlas a guardar silencio en las celebraciones religiosas, no reconocerles autoridad, no valorar su testimonio en igualdad de condiciones que el de los varones, excluyéndolas de las funciones directivas y de la toma de decisiones, incluidas las que tienen que ver con su vida. Las prácticas religiosas excluyentes vienen a ratificarlo.

 

A las mujeres no se les reconoce la presunción de inocencia, sino que se las presume culpables mientras no se demuestre lo contrario. A ellas se les acusa de caer en la tentación y de tentar a los varones, y por eso merecen castigo. ¿Cosas del pasado? No. Están tristemente presentes en el imaginario social religioso, así como en las mentes y las prácticas de no pocos dirigentes religiosos y “guías espirituales”. 

 

Algunos Padres de la Iglesia las consideraban “la puerta de Satanás” y la “causa de todos los males”. Un teólogo tan influyente en el cristianismo como Agustín de Hipona llegó a afirmar que la inferioridad de la mujer pertenece al orden natural. Otro teólogo tan decisivo en la teología cristiana como Tomás de Aquino definía a la mujer como “varón imperfecto”. Lutero hablaba de las mujeres como inferiores de mente y cuerpo por haber caído en la tentación y afirmaba que las mujeres habían sido creadas sin otro propósito que el de servir a los hombres y ser sus ayudantes.

 

La violencia de los hombres de Iglesia contra las mujeres, incluidos los santos como Agustín de Hipona, es descrita con toda su crudeza y realismo en una escena de la novela de Jostein Gaarder Vita brevis, que recoge la carta dirigida por Floria Emilia a Aurelio Agustín, con quien había vivido en concubinato doce años: 

 

“Una tarde, cuando habíamos compartido de nuevo los regalos de Venus, te volviste de pronto airado hacia mí y me golpeaste. ¿Recuerdas que me golpeaste? ¡Tú, precisamente tú que antaño fuiste un respetable profesor de Retórica, me pegaste brutalmente porque te habías dejado tentar por mi ternura! Sobre mí recayó la culpa de tu deseo... Obispo, me pegaste y gritaste porque me había convertido de nuevo en una amenaza para la salvación de tu alma. Cogiste una vara y me golpeaste de nuevo. Pensé que querías acabar con mi vida porque eso hubiera sido para mí lo mismo que castrarte. Pero yo no temía por mi vida, sólo estaba destrozada, tan decepcionada y avergonzada de ti que recuerdo claramente que deseé que me mataras de una vez”[1].

 

Tras relatar la agresión con pelos y señales, Floria comenta que no fue a ella a quien golpeó Agustín, sino a Eva, a la mujer, y le recuerda, citando a Publio Sirio, que quien se comporta injustamente con una persona, amenaza a muchas personas. Al final de la carta le confiesa al obispo de Hipona con justificado dramatismo: “Siento escalofríos porque temo que lleguen tiempos en los que las mujeres sean asesinadas por hombres de la Iglesia de Roma"[2]. Y sigue planteado una pregunta escalofriante: “Pero ¿por qué se las habría de matar, honorable obispo? Porque os recuerdan que habéis renegado de vuestra propia alma y atributos. ¿Y en favor de quién? En favor de un Dios, decís, en favor de Él que ha creado el firmamento que os cubre y la tierra sobre la que viven las mujeres que os dan a luz”[3].

 

La antigua compañera de Agustín dice a los hombres de Iglesia que, si Dios existe, los juzgará por los placeres a los que han dado la espalda y por negar el amor entre el hombre y la mujer. Floria Aurelia termina la carta comunicando al obispo que, si fue él quien se ocupó de hacerle llegar sus Confesiones para que se bautizara, no le va a dar esa satisfacción.

 

Una de las formas de rebelión de las mujeres contra las religiones es ponerlas entre paréntesis hasta que cambien sus prácticas machistas y sus discursos androcéntricos, y construyan comunidades fraterno-sororales inclusivas de las diferentes identidades afectivo-sexuales y modelos de familia, no sin antes denunciar sus abusos ante los tribunales, exigir un cambio radical antropológico y reclamar reparación por los daños causados contra su dignidad. 

 

En el caso del cristianismo el modelo de referencia es el movimiento igualitario de Jesús de Nazaret, que a lo largo de los siglos se ha convertido en su contrario: una patriarquía, cuyas bases son la imagen masculina de Dios y sus viejos atributos de la omnipoten-cia, omniscien-cia, omnipresen-cia, providen-cia e incluso violen-cia, y la patriarcalización de la cristología, que entiende la encarnación de Dios solo en clave de varón.

 

La deconstrucción de la patriarquía eclesiástica en la teoría y en la práctica requieren desmasculinizar a Dios y despatriarcalizar a Jesús de Nazaret. Esta es la tarea de la teología feminista, que está contribuyendo a pasar de la patriarquía a la comunidad de iguales, pero también lo es de la teoría de género, que no puede hacer oídos sordos al clamor de no pocas mujeres creyentes apresadas bajo el patriarcado religioso. Teología feminista y teoría de género deben caminar juntas y en sintonía para elaborar una teoría crítica del patriarcado en las religiones y en la sociedad y activar nuevas prácticas emancipatorias y superadoras de las discriminaciones interseccionales de género, etnia, cultura, religión, género, identidad sexual y clase social, que afectan especialmente a las mujeres. 



    [1] Jostein Gaarder, Vita brevis. La carta de Floria Emilia a Aurelio Agustín, Siruela, Madrid, 1997, pp. 112-113.

 [2] Ibid., 126.

[3] Ibid, 126-127.Las religiones son hoy uno de los últimos y más eficaces bastiones de legitimación y mantenimiento del patriarcado. Para ello se apoyan en la masculinidad de Dios, como ya reconocieran dos filósofas feministas estadounidenses: Mary Daly (1928-2019) y Kate Millet (1934-2017). En su libro Más allá de Dios Padre (1973) Mary Daly afirmaba: “Si Dios es varón, el varón es Dios”. Cierto: el patriarcado religioso legitima el patriarcado político, social y cultural. En la misma dirección apuntaba Kate Millet en su libro Política sexual (1970): “El patriarcado siempre tiene a Dios de su lado”.

 

Como contrapunto, el 8 de marzo es, sin duda, una de las fechas más significativas para la movilización de la ciudadanía, también de la ciudadanía que se considera religiosa, contra el patriarcado, y una excelente oportunidad que no podemos desaprovechar para reflexionar sobre el importante papel que todavía juegan con frecuencia las religiones en el mantenimiento del patriarcado y en la violencia de género con sus discursos homófobos, su teología androcéntrica, su moral misógina y su organización patriarcal.

 

Las religiones han ejercido históricamente, y siguen ejerciendo hoy, diferentes tipos de violencia contra las mujeres: física, psicológica, simbólica, sexual, religiosa, etc., a través de las más sibilinas e indecentes formas, llegando a la manipulación de sus conciencias, y han abusado de su credulidad, no porque lo sean por naturaleza, todo lo contrario, sino porque han sido educadas en la credulidad, no en la racionalidad, en la sumisión, no en la resistencia, en el acatamiento del orden patriarcal y no en la indignación y protesta contra él.

 

No pocos textos sagrados dejan constancia de ello. Justifican pegar a las mujeres, lapidarlas, ofrecerlas en sacrificio para cumplir una promesa y aplacar la ira de los dioses, dejarlas encerradas en casa, ponerles una mordaza y obligarlas a guardar silencio en las celebraciones religiosas, no reconocerles autoridad, no valorar su testimonio en igualdad de condiciones que el de los varones, excluyéndolas de las funciones directivas y de la toma de decisiones, incluidas las que tienen que ver con su vida. Las prácticas religiosas excluyentes vienen a ratificarlo.

 

A las mujeres no se les reconoce la presunción de inocencia, sino que se las presume culpables mientras no se demuestre lo contrario. A ellas se les acusa de caer en la tentación y de tentar a los varones, y por eso merecen castigo. ¿Cosas del pasado? No. Están tristemente presentes en el imaginario social religioso, así como en las mentes y las prácticas de no pocos dirigentes religiosos y “guías espirituales”. 

 

Algunos Padres de la Iglesia las consideraban “la puerta de Satanás” y la “causa de todos los males”. Un teólogo tan influyente en el cristianismo como Agustín de Hipona llegó a afirmar que la inferioridad de la mujer pertenece al orden natural. Otro teólogo tan decisivo en la teología cristiana como Tomás de Aquino definía a la mujer como “varón imperfecto”. Lutero hablaba de las mujeres como inferiores de mente y cuerpo por haber caído en la tentación y afirmaba que las mujeres habían sido creadas sin otro propósito que el de servir a los hombres y ser sus ayudantes.

 

La violencia de los hombres de Iglesia contra las mujeres, incluidos los santos como Agustín de Hipona, es descrita con toda su crudeza y realismo en una escena de la novela de Jostein Gaarder Vita brevis, que recoge la carta dirigida por Floria Emilia a Aurelio Agustín, con quien había vivido en concubinato doce años: 

 

“Una tarde, cuando habíamos compartido de nuevo los regalos de Venus, te volviste de pronto airado hacia mí y me golpeaste. ¿Recuerdas que me golpeaste? ¡Tú, precisamente tú que antaño fuiste un respetable profesor de Retórica, me pegaste brutalmente porque te habías dejado tentar por mi ternura! Sobre mí recayó la culpa de tu deseo... Obispo, me pegaste y gritaste porque me había convertido de nuevo en una amenaza para la salvación de tu alma. Cogiste una vara y me golpeaste de nuevo. Pensé que querías acabar con mi vida porque eso hubiera sido para mí lo mismo que castrarte. Pero yo no temía por mi vida, sólo estaba destrozada, tan decepcionada y avergonzada de ti que recuerdo claramente que deseé que me mataras de una vez”[1].

 

Tras relatar la agresión con pelos y señales, Floria comenta que no fue a ella a quien golpeó Agustín, sino a Eva, a la mujer, y le recuerda, citando a Publio Sirio, que quien se comporta injustamente con una persona, amenaza a muchas personas. Al final de la carta le confiesa al obispo de Hipona con justificado dramatismo: “Siento escalofríos porque temo que lleguen tiempos en los que las mujeres sean asesinadas por hombres de la Iglesia de Roma"[2]. Y sigue planteado una pregunta escalofriante: “Pero ¿por qué se las habría de matar, honorable obispo? Porque os recuerdan que habéis renegado de vuestra propia alma y atributos. ¿Y en favor de quién? En favor de un Dios, decís, en favor de Él que ha creado el firmamento que os cubre y la tierra sobre la que viven las mujeres que os dan a luz”[3].

 

La antigua compañera de Agustín dice a los hombres de Iglesia que, si Dios existe, los juzgará por los placeres a los que han dado la espalda y por negar el amor entre el hombre y la mujer. Floria Aurelia termina la carta comunicando al obispo que, si fue él quien se ocupó de hacerle llegar sus Confesiones para que se bautizara, no le va a dar esa satisfacción.

 

Una de las formas de rebelión de las mujeres contra las religiones es ponerlas entre paréntesis hasta que cambien sus prácticas machistas y sus discursos androcéntricos, y construyan comunidades fraterno-sororales inclusivas de las diferentes identidades afectivo-sexuales y modelos de familia, no sin antes denunciar sus abusos ante los tribunales, exigir un cambio radical antropológico y reclamar reparación por los daños causados contra su dignidad. 

 

En el caso del cristianismo el modelo de referencia es el movimiento igualitario de Jesús de Nazaret, que a lo largo de los siglos se ha convertido en su contrario: una patriarquía, cuyas bases son la imagen masculina de Dios y sus viejos atributos de la omnipoten-cia, omniscien-cia, omnipresen-cia, providen-cia e incluso violen-cia, y la patriarcalización de la cristología, que entiende la encarnación de Dios solo en clave de varón.

 

La deconstrucción de la patriarquía eclesiástica en la teoría y en la práctica requieren desmasculinizar a Dios y despatriarcalizar a Jesús de Nazaret. Esta es la tarea de la teología feminista, que está contribuyendo a pasar de la patriarquía a la comunidad de iguales, pero también lo es de la teoría de género, que no puede hacer oídos sordos al clamor de no pocas mujeres creyentes apresadas bajo el patriarcado religioso. Teología feminista y teoría de género deben caminar juntas y en sintonía para elaborar una teoría crítica del patriarcado en las religiones y en la sociedad y activar nuevas prácticas emancipatorias y superadoras de las discriminaciones interseccionales de género, etnia, cultura, religión, género, identidad sexual y clase social, que afectan especialmente a las mujeres. 



 [1] Jostein Gaarder, Vita brevis. La carta de Floria Emilia a Aurelio Agustín, Siruela, Madrid, 1997, pp. 112-113.

 [2] Ibid., 126.

[3] Ibid, 126-127.

 

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