06 de Marzo de 2025
[Por: Joaquim Jocelio de Sousa Costa | Observatório da Evangelização]
Después del Concilio Vaticano II , hubo una gran renovación en la Iglesia en varios ámbitos: liturgia, catequesis, trabajo pastoral, organización interna, diálogo con otras iglesias y religiones, laicos, ministerio ordenado, vida religiosa consagrada, etc. La teología también recibió un ardor diferente. El Concilio llevó a la Iglesia a entrar en un diálogo profundo con las diversas realidades humanas y para que esto se hiciera con cada vez mayor seriedad y profundidad, era necesaria una teología acorde. La colección Mysterium Salutis surgió con el objetivo de actualizar los grandes temas de la tradición teológica, pero era necesario ir más allá. Había una parte de la Tradición que siempre se olvidaba y que necesitaba ser revisada para una teología que verdaderamente hablara a nuestros días y estuviera al servicio del Reino de Dios. Estos datos eran pobres.
Durante el Concilio, un grupo de obispos, sacerdotes y teólogos trabajaron para garantizar que la cuestión de los pobres fuera considerada central en la renovación de la Iglesia. Entre ellos destacaron el cardenal belga Suenens, el obispo brasileño Helder Camara y el cardenal italiano Lercaro. Este último hizo una intervención al final de la Primera Sesión del Concilio pidiendo precisamente esto, que en el centro de los debates del Concilio esté el misterio de Cristo presente en los pobres. Sin embargo, el llamado Grupo de Pobreza no tuvo mucho éxito. El Concilio no abrazó a los pobres como un tema central. Sólo hizo dos menciones más relevantes (LG 8 y GS 1). Sin embargo, alrededor de 40 obispos, un mes antes de la conclusión del Concilio, firmaron el llamado Pacto de las Catacumbas , después de una misa celebrada en las catacumbas de Santa Domitila en Roma, un pacto que confirmaba el compromiso de vivir en la pobreza y servir a los pobres. Posteriormente, alrededor de 500 obispos se adhirieron al pacto, de modo que al regresar a sus diócesis, muchos dejaron sus palacios y se fueron a vivir a casas sencillas, realizaron la reforma agraria en tierras diocesanas y se acercaron a las luchas y vidas del pueblo. Las Conferencias del Episcopado Latinoamericano de Medellín (1968) y Puebla (1979) confirmaron estas opciones de vida y señalaron caminos para realizarlas cada vez más.
En este contexto surge la Teología de la Liberación , entendida como una nueva manera de hacer teología, de pensar los grandes contenidos de la fe. “La teología de la liberación quizá nos propone no tanto un nuevo tema de reflexión como un nuevo modo de hacer teología. La teología como reflexión crítica de la praxis histórica es, pues, una teología liberadora, una teología de la transformación liberadora de la historia de la humanidad y, por tanto, también de aquella porción de ella —reunida en la ecclesia— que confiesa abiertamente a Cristo. “Una teología que no se limita a pensar el mundo, sino que busca situarse como un momento del proceso a través del cual el mundo se transforma” (G. Gutiérrez). No es la teología de un tema (la política, por ejemplo), sino un modo de abordar todos los temas desde la liberación que viene del Evangelio. La Teología de la Liberación, por tanto, se ve a sí misma como un segundo acto, ya que, primero, viene la experiencia de la fe, entendida aquí como praxis liberadora; Luego viene la reflexión de esta fe, la teología. En este sentido, es necesario tener claro dónde se hace teología, dónde se piensa la fe y cuál es el lugar teológico por excelencia. Entendiendo el lugar teológico, como bien lo explica Ellacuría, como: 1) un lugar donde, de manera especial, se manifiesta la acción del Dios de Jesús; 2) el lugar más adecuado para experimentar la fe y 3) el lugar más adecuado para reflexionar sobre la fe. Y este lugar, mirando los Evangelios, es el mundo de los pobres. “Si tomamos en serio que los pobres son un ‘lugar teológico’ en el sentido que acabamos de indicar, es claro que ellos se convierten no sólo en una prioridad, sino, en cierta medida, en un absoluto , al que deben subordinarse muchos otros elementos y actividades de la Iglesia” (I. Ellacuría). Sin los pobres, por tanto, no es posible hacer una teología auténticamente cristiana.
En esta línea, surge en estos años una gran literatura cuyo hito se considera el libro de Gustavo Gutiérrez “ Teología de la liberación: perspectivas” (1971). El enfoque inicial estuvo mucho más en la dimensión económica y hubo un diálogo profundo con las ciencias sociales en la búsqueda de comprender la sociedad (momento pre-teológico); luego, desde la fe, reflexionar y actuar para transformarla, construyendo el mundo según la voluntad de Dios. Posteriormente surgieron otros enfoques importantes: el negro, el indígena, el ecuménico, el ecológico, el feminista, el cultural, el queer. Todo para enriquecer el debate teológico y, así, ayudaros en vuestro objetivo que es servir en la construcción del Reino de Dios, es decir, su señorío, su voluntad cumpliéndose en la historia. Sin embargo, en los últimos años un problema ha ido creciendo: ¡los pobres están desapareciendo de nuestras teologías !
¿Puede existir una Teología de la Liberación sin los pobres? Dom Pedro Casaldáliga, gran obispo y profeta de la liberación, ya respondía: “a la famosa pregunta, bien intencionada o no, sobre ‘qué queda de la Teología de la Liberación’, respondemos que lo que queda es Dios y los pobres” . Por tanto, sin Dios y sin los pobres, no hay teología, y mucho menos una teología que pretenda ser “de liberación”. Pero hoy, algunos teólogos, que se identifican con esta teología o al menos la admiran, han comenzado a abordar otras perspectivas (sin duda muy buenas y necesarias), pero con la ausencia de los pobres o convirtiéndolos en un mero apéndice/anexo. Un claro ejemplo de ello fue el debate sobre la sinodalidad. Existía preocupación por la participación de los laicos en las decisiones de la Iglesia, la ordenación de hombres y mujeres casados, la inculturación de la liturgia, la aceptación de personas homosexuales o en matrimonios considerados “irregulares”; Todas ellas cuestiones muy importantes, que sin embargo olvidan la centralidad evangélica de los pobres. Y aquí el problema aparece en dos aspectos fundamentales.
En primer lugar, algunas de estas cuestiones están vinculadas más directamente a la vida interna de la Iglesia (participación en las decisiones, ordenación, liturgia, etc.). Y, por eso, debemos tener cuidado de no caer en lo que tantas veces ha denunciado el Papa Francisco: la tentación de ser una Iglesia egocéntrica o autorreferencial. El Concilio ya enseñó que la misión de la Iglesia es ser luz del mundo, no existe para sí misma, sino para construir un mundo más justo y fraterno, signo del Reino de Dios (Cf. LG 5). O, en palabras del Papa Francisco, ser una Iglesia en salida hacia las periferias (cf. EG 20, 30, 49). Así pues, aunque la organización interna de la Iglesia es importante, siempre es necesario preguntarse el “por qué” de dicha organización. ¿Por qué deben los laicos participar en las decisiones de la Iglesia? ¿O por qué deberían las mujeres estar en posiciones de poder? ¿Sólo para ser más democrático? ¿Tener paridad de género en la Iglesia? No, sino para que todos, asumiendo su dignidad bautismal, participen en las decisiones que buscan hacer presente el Reino de Dios en el mundo, que es nuestra misión (Cf. EG 176). Y en esta misión, los pobres ocupan un lugar fundamental, porque el Reino es de ellos (Cf. Mt 5,3; Lc 6,20). Ser una Iglesia pobre y para los pobres es lo que buscamos, caminar juntos como hermanos y hermanas. La sinodalidad es para la misión. Sin los pobres quizá tengamos una Iglesia más democrática, pero no la Iglesia de Jesús.
Otro aspecto fundamental es que se deben considerar las diferentes realidades de sufrimiento y opresión, tomando siempre el aspecto económico como factor intensificador de la injusticia. Hablamos de cuidar la creación, de acoger a la comunidad LGBTQIAPN+, a los negros, a las mujeres y a otras religiones, pero olvidamos que la pobreza empeora toda opresión. Una mujer siempre estará sujeta al machismo, pero no es lo mismo ser una mujer pobre de la periferia que una mujer rica de la alta sociedad. Los negros siempre sufrirán el racismo estructural, especialmente en nuestro país construido sobre la esclavitud de los negros africanos, pero los negros pobres de las favelas y los negros ricos no sufren con la misma intensidad. Ser homosexual en una sociedad tan prejuiciosa como la nuestra siempre será ocasión de discriminación, pero ser un gay pobre y un gay rico no es lo mismo. Con esto queremos decir que los pobres siempre sufrirán más y el factor económico siempre intensifica toda forma de opresión y marginación. Por lo tanto, los pobres, económicamente hablando, necesitan estar en el primer plano de nuestra reflexión teológica. Y los pobres en sentido dialéctico, como empobrecidos (hay pobres porque hay ricos, la pobreza es fruto de la explotación y la acumulación).
Son pocos los artículos teológicos donde la perspectiva de los pobres es el factor determinante. Los pobres de hoy son, en el mejor de los casos, apéndices de nuestras teologías. Hablamos de mil cosas y al final hablamos de los pobres casi como una obligación a cumplir y no como una convicción de fe a asumir. En este sentido, resulta curioso que se acuse al Papa Francisco de tener una “ pobre manía ”. Por supuesto el Papa tiene una manía por los pobres, busca ser un fiel seguidor de Jesús y Jesús tenía una manía seria por los pobres, tanto que en él, ¡Dios mismo se hizo pobre! ¡Oh, si toda la Iglesia tuviera manía por los pobres y tomara en serio todas las consecuencias de esto! ¡Oh, si nuestras teologías tuvieran manía por los pobres! Y esta manía debe manifestarse no sólo en los textos que publicamos, sino en la experiencia misma de la fe, base de nuestras teologías. Esto implica superar otra gran tentación, que es la “teología de sillón”. Como advirtió el propio Papa Francisco, debemos tener “el coraje de adoptar esta teología que huele a ‘carne y pueblo’”. El teólogo debe involucrarse en las luchas de los pueblos, estar con las comunidades que luchan por sus derechos, que construyen el Reino de Dios en la historia. Así que la pregunta sigue siendo: ¿No es hora de que revisemos seriamente nuestra manera de hacer teología? ¿No es éste un gran desafío para aquella teología que tuvo como gran sello precisamente la centralidad de los pobres? ¿Tienen todavía los pobres un lugar en nuestras teologías?
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