29 de Diciembre de 2024
[Por: Rosa Ramos]
“De verdad les digo que esta viuda pobre ha echado más que todos.” (Lc. 21, 3)
¿Cuántas veces hemos oído este texto de la viuda pobre que Jesús mira en el templo hacer su donación mínima, llama a los discípulos y la pone como modelo de generosidad? ¡Muchas!
Más allá de lecturas reiteradas, meditación personal, comentarios o explicaciones oídas, la escena siempre resulta desconcertante, ya sea por el gesto de la viuda, así como por la afirmación de Jesús. Seamos sinceros: no es fácil de entender lo que hace la mujer, ni la atención que le presta Jesús luego de ver a otros haciendo grandes donativos, ni el juicio hiperbólico que plantea. ¿Qué habrán entendido los discípulos?, es también difícil de imaginar.
Y, sin embargo, existen algunas veces gestos así de extraños que nos conmueven. Como el de Eva.
Le daremos aquí ese nombre bíblico de la primera mujer, breve y poco frecuente entre nosotros. Ella no era viuda sino divorciada desde hacía muchos años y no era tan pobre, podía vivir sin pasar necesidades -hay diversas pobrezas-. Eva sufría un gran dolor por la enfermedad de una de sus hijas. Pero eso no la paralizaba, al contrario, supo congregarse con otras mujeres con situaciones semejantes, un grupo que era más que de autoayuda, buscaban respuestas, soluciones.
Era una mujer comunicativa y solidaria, de esas que van y vienen por el barrio atenta a las dificultades de los demás, hablaba con todos, sabía qué vecina estaba enferma y procuraba ayudar desde sus conocimientos. No era de las parroquianas de Misa, pero empezó a participar a partir de ese grupo que procuró formar y, como no le interesaba sólo su problema familiar, comenzó a colaborar con la pastoral social, también a participar de la academia que abrió una comunidad de religiosas, en el mismo barrio periférico de la capital.
Un buen día, o un mal día, Eva claudicó y fue a hacerse estudios médicos, pues hacía un tiempo que sentía malestares que no se calmaban con un simple analgésico o con un rato de reposo. Ella no era mujer de quejas y solía decir que los dolores como vienen se van y que eso de andar siempre en consultas médicas era peor: “a esta edad, algo nos tiene que doler y una vez que empiezan los estudios… acaban mal.”
No estaba errada, al hacerle análisis descubrieron los galenos que su mal ya estaba en una etapa en que no había un tratamiento que la curara. Podían ayudarla con una asistencia “paliativa” que ella bien conocía. Eva ese día envidió a tantos que mueren “de repente” de un infarto masivo y lloró su mala suerte, lloró un poquito, sólo un poquito. Era una mujer fuerte y realista: “todos nos vamos a morir, me toca a mí esta vez.”
Preguntó valiente tomando el toro por las astas: “¿Cuánto tiempo piensan que me queda de vida, de vida como hasta ahora, valiéndome por mí misma?” La respuesta fue dura, pero ella la intuía de antemano: “unos meses…”
Volvió a su casa repitiéndose la respuesta y pensando. Unos meses… justo unos meses faltaban para Navidad y Eva no lo dudó, sonrió y se dijo “me da tiempo, pero me tengo que poner a trabajar ya.” También pensó “por ahora no voy a decirle a mis hijas para no angustiarlos, ya lo sabrán.”
Antes de llegar a su casa Eva pasó por la mercería del barrio e hizo las compras necesarias para su propósito: ovillos de lana de diferentes colores, todos muy vivos, compró uno de cada uno, lo cual le extrañó a la empleada, pero Eva sonrió y no le dio explicaciones.
Esa tarde no salió, se preparó el mate y miró fotos, muchas fotos de la familia, de sus padres y hermanos, de reuniones con amigos, de sus hijas pequeñas, de los cumpleaños… de tiempos felices, Pasó horas con el mate y las fotos, hasta que se hizo la noche, lloró otro poquito, suspiró, y pensó agradecida que había tenido una vida muy buena, más allá de esa preocupación por su hija. Eva se fue a dormir temprano: “Hoy estoy sensible, un poco boba, pero mañana mismo empiezo.”
Fueron meses -sus dos monedas, las únicas- de intenso trabajo, dedicando horas a su labor, redujo sus salidas, sus paseos y visitas habituales. Las vecinas se extrañaban de verla poco por el barrio, los parientes le reprochaban que no iba a verlos como antes, ella les decía que le habían encargado un trabajo importante y el tiempo era escaso. “¿Un trabajo?, ¡si estás jubilada hace años!” Eva no daba muchas explicaciones, sólo había hablado con el párroco, para contarle su propósito: hacer un pesebre lo más completo posible con crochet, con muñecos llamados “Amigurumi” que aprendió en la academia de las Hermanas.
A Eva le encantaban los pesebres, de niña no tenía en su casa, pero ayudaba cada año en la parroquia a las señoras que lo armaban, arrugaba el papel roca, colocaba con cuidado las piezas que le dejaban, generalmente los animalitos. A ella le hubiera gustado que le dejaran poner a los Reyes Magos, a María, a José, al Niño Jesús… pero las señoras eran celosas, o tenían miedo a que se le cayeran, pues eran de yeso. Cuando sus hijas eran chicas, ella les permitía colocar todas las piezas, “con cuidado, por favor, porque si se caen se rompen”. Ella se fascinaba viéndolas y “ayudándolas”, era un ritual cada año el armado del pesebre, o del Belén, como lo llamaban las vecinas españolas.
A Eva la ilusionaba tanto la Navidad y preparaba su corazón de esa manera, decía que era su modo de rezar, pues oraba con las manos. A su vez era ocasión para transmitir valores a sus niñas, hablándoles de José y María buscando en vano que les abrieran puertas –“muchas veces nosotros cerramos puertas a los necesitados”-; de ese establo donde fue a nacer el Hijo de Dios –“si Jesús nació allí, todo lugar por más pobre que sea es digno”-; de la estrella –“siempre tenemos que estar atentos a la luz que nos ilumina y llama, no siempre está en el cielo, puede ser la palabra de una persona o una moción del corazón”-; de los pastores que la vieron y la siguieron –“es importante estar dispuestos a levantarse a la hora que sea para ayudar, los pastores le llevaron a Jesús lo que tenían, aunque era poco”- y así ella las catequizaba. Ahora sus hijas no van a Misa ni quieren saber nada con la Iglesia, “pero son muy buena gente y creo que los valores los tienen”.
La enfermedad avanzó rápido en esos pocos meses, Eva había adelgazado mucho, se sentía más frágil y cansada, pero estaba feliz entregando sus únicas monedas, todo el tiempo que le quedaba para vivir. ¿Cómo no recordar el poema Despedida de Líber Falco? “La vida es lo poco y lo mucho que tenemos, la moneda del pobre, compañeros.”
“Gracias a Dios no siento dolores, ni los del principio, parece que podré terminar el trabajo a tiempo y así dejar algo hecho con mis manos y con mucho amor.” Y sí lo concluyó, con creces, tejió en crochet no sólo los personajes principales, sino todo un poblado con sus gentes de diversos oficios, infinidad de animales y árboles… Incluyó escenas previas al Nacimiento: la Anunciación a María y el sueño de José, como en los pesebres napolitanos o del murciano Francisco Salzillo.
Antes de Navidad Eva entregó con alegría a la parroquia el trabajo, y con paz su vida a Dios. Desde hace varios años cada Adviento se expone y muchas personas contemplan admiradas ese pesebre tan colorido, hermoso y original, con tantos detalles. En él Eva había gastado todo el tiempo que disponía, sin reservarse nada, tal cual la viuda del Evangelio. Ahora comprendemos mejor la admiración de Jesús: “ella ha dado más que todos, pues no dio de lo que le sobraba, sino que dio todo lo que tenía para vivir…”
©2017 Amerindia - Todos los derechos reservados.