23 de Noviembre de 2024
[Por: Juan José Tamayo]
"Con los pobres de la tierra mi suerte yo quiero echar": Este texto del poeta y revolucionario cubano José Martí con aire del Atahualpa Yupanki conserva el eco del más genuino profetismo de los viejos profetas de Israel y de Jesús de Nazaret y me viene a la memoria de manera espontánea para evocar la figura de Ignacio Ellacuría, asesinado hace 35 años en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) junto con Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Manuel Moreno, Joaquín López, Julia Elba Ramos y su hija Celina, de 15 años, por el Batallón Atlacatl, del Ejército de San Salvador El verso de Martí resume la personalidad de quien fuera uno de los más cualificados cultivadores de la teología y de la filosofía de la liberación en América Latina.
Ignacio Ellacuría constituye todo un ejemplo de coherencia entre pensar y vivir, teología y praxis, biografía y filosofía. Creo haberlo conocido lo suficiente como para confirmar que en él no había compartimentos estancos ni doblez: vivía como pensaba, pensaba como vivía. Su vida fue la mejor ejemplificación de su pensamiento; su pensamiento, la más nítida explicación de su vida.
Lo traté durante los 10 últimos años de su vida, mantuve una estrecha colaboración con él en Congresos y obras colectivas, y contribuí a la publicación de Mysterium liberationis. Conceptos Fundamentales de la Teología de la Liberación en la editorial Trotta, quizá una de las obras más completas sobre la corriente teológica liberadora latinoamericana. Durante los años de amistad y colaboración siempre me impresionó su serenidad, característica de los espíritus libres y equilibrados que, como la naturaleza, no dan saltos en el vacío, sino que saben estar en cada situación ecuánimemente, pero sin hacer concesiones.
Ellacuría era una persona de una pieza; un cristiano íntegro que armonizaba de manera espontánea y sin fisura la ética, la mística y la política. ¡Ahí es nada! La ética resultaba ser en él la bisagra y el punto de conexión entre la doble dimensión de la fe: la mística y la política. La causa de la liberación, y por ende de la libertad, no era algo accesorio, de lo que se ocupara en ratos de ocio, sino consustancial a sí mismo, porque resultaba consustancial a su ser persona creyente e intelectual comprometido. Esa causa guió su vida y su reflexión, fue su punto de partida y de llegada. Quizá no haya otra causa más noble, más gratuita e interesada a la vez, en cuanto está vinculada a intereses de emancipación, en su caso de las mayorías populares.
Su honestidad intelectual le llevó a ser fiel a la realidad, una realidad transida de muerte, pero abierta a la esperanza de vida; una realidad aparentemente plana y opaca, pero cargada de potencialidades ocultas que él quiso sacar a la luz.
La fidelidad a lo real le convirtió en un intelectual honesto: le llevó a analizar la realidad en toda su complejidad, con un instrumental científico riguroso, desde unos presupuestos éticos de justicia y solidaridad. El mismo solía repetir, siguiendo a su maestro Xabier Zubiri, que la inteligencia debe aprehender la realidad y enfrentarse con ella, siguiendo estos tres pasos: a) hacerse cargo de la realidad, que consiste en un estar "real" en la realidad de las cosas a través de las mediaciones materiales y activas; b) cargar con la realidad, esto es, tener en cuenta el carácter ético fundamental de la inteligencia; c) encargarse de la realidad, que significa asumir hasta sus últimas consecuencias la dimensión práxico-emancipatoria de la inteligencia.
Pero lo más importante de esta caracterización de la inteligencia es que Ellacuría fue capaz de encarnarla vitalmente y de convertirla en praxis histórica martirial, acompañando al pueblo de El Salvador con la luz de la inteligencia y la radicalidad del Evangelio como Buena Noticia de Liberación de las personas más vulnerables, de los sectores empobrecidos y de los pueblos oprimidos.
No me parece exagerado afirmar que Ellacuría fue el teólogo latinoamericano de la liberación que mejor supo articular, en su vida y en su pensamiento, el análisis de la realidad a través del recurso a las ciencias sociales, políticas y económicas, el quehacer teológico a través de la mediación hermenéutica y la reflexión filosófica bajo la guía del pensamiento de Xavier Zubiri. Me sorprendía gratamente comprobar cómo armonizaba la seriedad metodológica con la sensibilidad hacia las mayorías empobrecidas, la precisión científica con la sintonía crítica hacia los proyectos integrales de las organizaciones populares de El Salvador.
Nada tiene que ver el teólogo Ellacuría con la irónica definición que de los teólogos daba el que fuera arzobispo de Canterbury, William Temple: los teólogos son, afirmaba, personas que consumen toda una vida irreprochable en dar respuestas exactísimas a preguntas que nadie se plantea. El acto primero de la teología de Ellacuría fueron los pueblos crucificados de la tierra y, más en concreto, el pueblo crucificado de El Salvador, su lucha histórica por vencer a la muerte, su compromiso por la vida, su anhelo de resurrección, expresado emblemáticamente por monseñor Romero en su conocida frase, que está grabada a la entrada del templo de la UCA, donde se encuentran enterrados los jesuitas asesinados: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”.
La convergencia con Romero, quien le precedió en el martirio, era total. Ambos creían en la "fuerza histórica de los pobres" para liberarse de las cadenas de la opresión y construir la fraternidad desde abajo. La muerte de ambos era una "muerte anunciada", pero también estaba anunciada su victoria sobre la muerte.
Ni una sola línea de los escritos de Ellacuría y ni una sola acción de su itinerario vital le alejaron de su pasión por el pueblo crucificado. Lo que cabe preguntarse es si existe otro punto de partida válido para hacer teología. Me inclino a pensar que cualquier teología o filosofía que pase por alto las densas y significativas preguntas surgidas del infierno de la muerte de los inocentes y de las situaciones de explotación que viven los pueblos empobrecidos en el Sur Global, termina por convertirse en un estéril ejercicio de retórica vacua o en un gran acto de cinismo.
La vida y el pensamiento de Ignacio Ellacuría plantean a la sociedad y a las iglesias, al pensamiento filosófico y teológico del Norte Global la necesidad de un giro copernicano, de un cambio de dirección, en las siguientes líneas: del individualismo a la comunidad; de la civilización de la riqueza a la cultura de la austeridad; de la retórica de los derechos humanos a la defensa de los derechos de los marginados; de la historia como progreso lineal a la historia como cautiverio; del "fuera de la Iglesia no hay salvación" al "fuera de los pobres no hay salvación"; de la moral privada a la ética pública: En suma, de la razón instrumental inmisericorde, en que ha desembocado la razón ilustrada, a la razón sensible y compasiva con las personas sufrientes.
Ellacuría encarnó la máxima del filósofo griego Epicuro: "Vana es la palabra del filósofo (y del teólogo) que no sirva para curar algún sufrimiento de los seres humanos", que está en plena sintonía con las palabras del profeta Oseas puestas por el Evangelio de Mateo en boca de Jesús: “Misericordia [compasión] quiero, no sacrificios”. Bien podía repetir la afirmación que le hiciera Herbert Marcuse a Jürgen Habermas cuando se encontraba en el hospital unos días antes de su muerte: “¿Sabes, Jürgen? Ahora sé en qué se fundan nuestros juicios de valor más elementales; en la compasión, en nuestro sentimiento por el dolor de los demás”.
Los numerosos estudios sobre la vida y el pensamiento de Ellacuría que se han sucedido ininterrumpidamente a lo largo de los 35 años tras su asesinato, nos han descubierto nuevas dimensiones de su personalidad, en la cual convivían armónicamente el profesor universitario y el analista político, el mediador para la paz y el crítico del poder, el filósofo de la realidad histórica y el teólogo de la justicia, el intelectual comprometido y el creyente sincero, el lúcido polemista y el hombre religioso, el pensador y el testigo.
Mi lectura de su obra y el conocimiento más preciso de su actividad política y universitaria me permiten valorar en sus justos términos el sentido crítico de su pensamiento, la autenticidad de su experiencia religiosa, su vocación pacificadora en medio de los conflictos, su compromiso ético con los empobrecidos, la vigencia de muchos de sus análisis políticos, el horizonte emancipador de su filosofía, la perspectiva liberadora de su teología y su insobornable honestidad con la realidad. Su vida fue ejemplo de coherencia entre pensar y actuar, fe cristiana y compromiso con los excluidos, reflexión y solidaridad con las víctimas. Pedro Laín Entralgo lo definió como Pharmakós por su pasión en reconciliarnos con el ser humano que somos. Jon Sobrino le llama “hombre de compasión y misericordia”.
Lo que se deduce del conocimiento de la vida de Ellacuría y del estudio de su obra es que estamos ante una rica personalidad donde conviven armónicamente plurales dimensiones: el teólogo y el filósofo, el profesor universitario y el analista político, el intelectual comprometido y el mediador en los conflictos, el comunicador y el polemista.
Y quizá lo más importante: su pensamiento sigue vivo hoy, como intentamos mostrar en la obra colectiva El pensamiento vivo de Ignacio Ellacuría, editado por José Manuel Romero y por mí, que aparecerá en la editorial Tirant lo Blanch en 2025.
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