07 de Setiembre de 2024
[Por: Juan José Tamayo]
Cada día nos sobresaltan, al despertar, las noticias sobre los asesinatos del ejército israelí en Gaza. Un día es una escuela bombardeada con cien personas allí refugiadas, todas asesinadas. Otro es un lugar de culto donde se encuentran personas creyentes rezando por el final de la invasión israelí. Otro, la destrucción de un hospital donde los médicos atienden a personas heridas. Otro, un campo de refugiados atacado con decenas de bombas y de muertos. Otro, una casa bombardeada por la aviación con todos los miembros de la familia asesinados. Otro, dos bebés gemelos gazatíes de cuatro días asesinados por un bombardeo mientras su padre iba a registrarlos su nacimiento. Siempre la misma escena de destrucción, humillación, dolor, sufrimiento, desolación, impotencia, sin ni siquiera capacidad de indignación. Ningún lugar es seguro en la Franja de Gaza desde que comenzó la invasión de las fuerzas armadas israelíes.
El Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Wolker Türk, ha declarado que, desde el 7 de octubre en que Hamás asesinó a cerca de 1.200 personas y secuestró a 250 rehenes, el ejército israelí ha asesinado a más de 40.500 civiles en Gaza, la mayoría mujeres, niñas y niños, a razón de 130 personas por día. Dicha cifra supone la eliminación del 2% de la población gazatí. A estas cifras hay que sumar las decenas de miles de personas que yacen bajo los escombros y las decenas de miles de personas heridas por las balas israelíes y de personas afectadas por infecciones y enfermedades que no pueden ser tratadas por haber sido destruido el sistema de salud, por falta de agua, de comida, de higiene y de saneamientos. Un millón setecientas mil personas ha sido desplazado en un viaje a ninguna parte sin contar con recursos básicos como el agua y los alimentos. Numerosos centros de refugio como escuelas, centros de salud o mezquitas han sido destruidos. Teniendo en cuenta estos factores la revista científica The Lancet eleva el número de muertes a cerca de 200.000 personas.
Cisjordania tampoco está exenta de la violencia israelí. Según los datos recientes del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, desde el 7 de octubre de 2023 han sido asesinadas 609 personas, a las que hay que sumar los ataques permanentes de los colonos y de las fuerzas de seguridad con total impunidad. Hoy mismo, 28 de agosto, se han producido al menos 9 muertos en Cisjordania por los ataques del ejército israelí.
Tiene razón el teólogo palestino Munther Isaac cuando, ante la insensibilidad, inhumanidad y falta de compasión de buena parte de la ciudadanía, de la mayoría de los Gobiernos y de no pocas iglesias cristianas por tamaña destrucción de vidas humanas, afirma que “el mundo nos ha demostrado que nuestras vidas valen menos que las israelíes o las ucranianas o las de cualquier otro pueblo” y “que el Derecho Internacional no se aplica a nosotros”.
Mientras la masacre se extiende por doquier en Gaza, han tenido lugar la intervención de Netanyahu en el Congreso de los Estados Unidos con los entusiastas y prolongados aplausos de los congresistas estadounidenses, los encuentros y apretones de manos manchadas de sangre entre Biden y Netanyahu y las frecuentes visitas a Israel de Antony Blinken, secretario de Estado de Estados Unidos, la última estos días, con la intención de “impulsar la paz”, en la que, tras entrevistarse con el primer ministro israelí, ha declarado que este está de acuerdo con el plan de paz propuesto por Estados Unidos. ¿Cómo no va a estarlo si previamente lo ha consensuado con él?
No, no son gestos puramente protocolarios, como sucede a veces en las relaciones entre líderes a nivel internacional, sino cargados de complicidad en el mantenimiento del genocidio gazatí. Una complicidad que acaba de concretarse en la aprobación por el Departamento de Estado de los Estados Unidos del envío de armas por valor de 20.000 millones de dólares para que Israel siga masacrando a la población de Gaza. El cinismo de Estados Unidos no tiene límites. El mismo país que atiza el fuego y rearma a Israel hasta los dientes con el objetivo de seguir destruyendo a la población gazatí osa sentarse en la mesa de negociaciones de paz.
No puedo estar de acuerdo con el ministro de Asuntos Exteriores español, José Manuel Albares, a quien escuché unas declaraciones a la Cadena Ser el 26 de agosto en las que defendió el trabajo de mediación de Estados Unidos en las negociones de paz para el alto el fuego. Trabajo por la paz y rearme a Israel para seguir practicando la masacre contra mujeres y niños indefensos es una contradicción. Más bien Estados Unidos es el colaborador necesario del genocidio y su participación en la negociaciones de paz sigue las órdenes de Netanyahu. Las declaraciones del ministro español son la prueba de que en política exterior el Gobierno depende en buena medida de los Estados Unidos. Responsabilidad no pequeña en la complicidad con el genocidio cometido por Netanyahu le corresponde también a la Unión Europea.
El Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos ha pedido la liberación de los rehenes y de los palestinos detenidos arbitrariamente, el fin de las violaciones contra los derechos humanos cometidas por Israel, el final de la ocupación ilegal de Israel y que la solución de los dos Estados se haga realidad. El papa Francisco ha demandado el alto el fuego, se ha mostrado conmovido por la “gravísima situación humanitaria” de la población gazatí y considera “necesario liberar a los rehenes y ayudar a la población exhausta”, así como buscar caminos de negociación para poner fin a esta tragedia. “Seguimos rezando para que los caminos de paz puedan abrirse en Oriente Medio, en Palestina, Israel, así como en la martirizada Ucrania, en Myanmar y en todas las zonas de guerra con el compromiso del diálogo y el fin de las acciones violentas”, dijo en el rezo del Ángelus el 18 de agosto.
Aprecio en estas últimas afirmaciones una equidistancia, sobre todo en relación con el genocidio que Netanyahu está cometiendo en Gaza. Observo, asimismo, una importante diferencia en el lenguaje referido a Ucrania y a Gaza: en el caso de la primera, Francisco habla de la “martirizada Ucrania”, en el de la segunda, de “ayudar a la población exhausta”. El adjetivo “martirizada” creo que también le corresponde, y quizá con más motivo, a Gaza, donde se está llevando a cabo una operación de exterminio contra una población indefensa que lleva más de 10 meses asediada en una cárcel al aire libre sin techo alguno protector y más de 75 años en un régimen de colonialismo violento.
No estamos ante lo que suele llamarse en los medios de comunicación un conflicto palestino-israelí, sino ante un genocidio, una masacre, crímenes de guerra, un fenómeno de apartheid. Estas palabras me parecen las más adecuadas para describir la situación dantesca que está viviendo Gaza por el voraz colonialismo del sionismo israelí.
Ante tal situación no son posibles la neutralidad ni la equidistancia, y menos aún el silencio. La neutralidad, la equidistancia y el silencio son en este caso delito de complicidad. Lo primero es reconocer la existencia de un genocidio, hecho empíricamente verificable y verificado que no puede normalizarse, como están haciendo muchos gobiernos del mundo, ni considerarlo la respuesta más adecuada a los atentados del 7 de octubre por Hamas. Es necesario condenar dichos atentados y exigir la liberación de los rehenes, sin duda, pero hay que reclamar, al mismo tiempo, el alto el fuego, que frene la destrucción de Gaza, denunciar a los responsables políticos y militares y a los cómplices de tamaña masacre contra el pueblo gazatí e imponer sanciones internacionales a Israel y a sus cómplices que se cumplan escrupulosamente. Creo que es esta la manera de ponerse del lado correcto de la historia en un momento tan grave, como reclama el teólogo y pastor palestino Munther Isaac.
Coincido con el prestigioso historiador israelí Ilan Papé, que tuvo que abandonar Israel por las amenazas de muerte recibidas, en que hay que reconocer dos hechos inseparables: la situación colonial a la que viene siendo sometida Palestina desde hace décadas, a través del sionismo religioso, que constituye la base ideológica de las sucesivas masacres, y la consideración de la resistencia palestina en el marco de la lucha anticolonial. No estamos, por tanto, ante una guerra, ante un conflicto entre dos partes violentas, sino ante una lucha entre colonizadores y colonizados. La respuesta está en poner fin al proyecto colonial de Israel sobre Palestina. La violencia, observa Pappé, solo puede eliminarse cuando se elimine la ideología y la práctica del Estado colonialista israelí, que cuenta con el apoyo del sionismo cristiano para vergüenza de las iglesias que son quienes tienen que distanciarse de dicho apoyo y denunciarlo públicamente. Para dicha eliminación, concluye el historiador judío, es necesario un movimiento de solidaridad internacional con el pueblo palestino que obligue a Israel a poner fin a sus prácticas genocidas.
En el próximo artículo analizaré la actitud y el posicionamiento de las iglesias cristianas ante el genocidio, que, ya adelanto, no me parecen los más acordes con la compasión con las víctimas que exige la ética evangélica en las palabras de Jesús de Nazaret: “No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal. Id, pues, y aprended qué significa ‘compasión quiero, que no sacrificios” (Evangelio de Mateo 9,13).
Imagen: https://elpais.com/opinion/2024-01-19/justicia-internacional-y-genocidio-en-gaza.html
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