El hombre exterior y el hombre interior

16 de Agosto de 2024

[Por: Rosa Ramos]




“Atribulados en todo, mas no aplastados;

perplejos, mas no desesperados;

perseguidos, mas no abandonados;

derribados, mas no aniquilados...

Por eso no desfallecemos.

Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando,

el hombre interior se va renovando de día en día.” (2 Co. 4, 8-9, 16)

 

Muy estimados lectores de este blog de Amerindia, intento regresar luego de una pausa larga, de la que quiero dar razón. Ustedes han recibido en este espacio artículos conjuntamente de Armando Raffo y míos desde hace varios años. Como informara en su momento Amerindia, Armando Raffo, sj, falleció el 17 de julio a causa de un cáncer de páncreas, diagnosticado en mayo.

 

Nuestra fuerte amistad databa de décadas y desde hacía muchos años escribíamos y trabajábamos juntos en distintos proyectos pastorales. Razón por la cual, también nos distanciamos juntos de los compromisos durante este período de enfermedad que acompañé día a día. Armando ya no volverá a escribir, y a mí me cuesta mucho hacerlo, pero como decía al inicio “intento regresar” y lo hago compartiendo -en tanto me sea posible- lo que Dios me concedió contemplar en este tiempo.

 

Las tribulaciones, perplejidades, desvinculaciones y caídas, no empezaron para Armando hace tres meses, ni un tiempo antes -desconocido- en que silenciosamente las células de su páncreas se iban degenerando e invadiendo letalmente otros órganos. Había empezado bastante antes, pero desde su grandeza de alma y su fe tan arraigada, no se desesperó, no se sintió abandonado, aniquilado, ni aplastado, Armando no desfalleció (tal como lo dice San Pablo), sino que fue encontrando nuevos espacios, modos de entrega y también de felicidad. El trabajo disminuía, pero lo inventaba, leía, escribía, hacía propuestas, aunque no fueran aceptadas, buscaba aportar donde podía y no lo hacía solo: “vamos”, “pensemos”, cada vez más convencido de que ser cura no era ser “llanero solitario”.

 

Por otra parte, Armando que siempre fue un hombre social y buscador de amigos (referencia al Principito), dedicaba cada vez más días y horas a los encuentros gratuitos, a visitar y comer con los amigos, a organizar salidas: “anoche volví tarde porque fui a cenar a lo de “F”, “me voy unos días a Tacuarembó a casa de mi hermano”, “me propusieron una actividad en Corrientes y después me quedo a ver amigos”, “si estás, voy ahora para tu casa”, “¿el sábado invitamos a los “X?”, “tiempo es lo que me sobra, ¿vamos a…?” No lo amilanaban las distancias, le gustaba conducir, y, si disponía del coche, podíamos hacer muchos kilómetros para compartir unas horas con gente querida. Desde su regreso al país, en marzo del 23, además de frecuentar cada semana a los más cercanos, buscó reencontrarse con los amigos de la infancia y juventud, una juventud por cierto muy feliz. Armando, sin desconocer las dificultades de la realidad porque era muy inteligente, no se dio por vencido, fue encontrando con libertad y humildad el modo de ser fiel a su vocación sacerdotal y a su esencia más genuina de hombre bueno “hasta de más” -para quienes no lo somos tanto-.

 

El citado versículo 16 de la carta a los cristianos de Corinto fue clave en el último tiempo para asumir y rezar lo que acontecía día a día en el amigo: “Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día.” Todos los lectores tienen, seguramente, la dolorosa experiencia de haber visto desmoronarse físicamente ante sus ojos a un ser querido, asistir impotentes a sus límites y deterioro crecientes, sentir que no puede descender más y constatar que sí puede… No obstante, es posible también descubrir en ese proceso la grandeza de alma de la persona y verla agigantarse incluso.

 

Así fue en el caso de Armando, el hombre interior”, al decir de San Pablo, se hacía cada vez más transparente, se veía la esencia brillar en sus ojos y en su sonrisa. La fragilidad aumentaba aceleradamente, sin que disminuyera un ápice su dignidad y rasgos más propios. Lo más entrañablemente suyo permanecía intacto: su amor a la vida hasta el final; el interés, la ternura y cuidado de los amigos y la familia; la gratitud y la alegría; su delicadeza y caballerosidad. Incluso fallando la memoria, o quizá por eso mismo, ver su capacidad de asombro y acogida ante cada persona, su soñar y proponerle futuros encuentros, conmovía. Fue, asimismo, hasta el final sacerdote -y “a la uruguaya”- en su preocupación por la Iglesia insistiendo hasta en sus delirios que no estábamos en “cristiandad”, subrayando la prioridad de los laicos y de las comunidades, pues “la fe ha de ser compartida y confrontada en grupos, no vivida en forma devocional e individual”. Esas eran sus “neuras”, como las llamaba, así como animar a la búsqueda de sentido.

 

En el último tiempo vivimos muchos momentos maravillosos y tremendos, que ¡de ambas formas se presenta el Misterio! Compartiré uno de cada uno, empezando por el fascinante. El 5 de julio -llevando varios días mal- había dormido toda la mañana, pero al mediodía lo despertamos y levantamos la cama articulada de modo que quedara bien sentado, para celebrar el sacramento de la Unción. Rodeamos la cama tres jesuitas: Jorge, Yolo y Alejandro, y tres laicos, Ramiro, uno de sus hermanos, y dos amigos, Horacio y yo. La celebración fue breve pero intensamente vivida, Armando estaba totalmente lúcido, consciente de lo que significaba ese sacramento y cada gesto: se leyó un salmo y comulgamos. Se le impuso el óleo en la frente, manos y pecho, se le acercó una cruz para que la besara. Como en la ordenación sacerdotal el obispo y luego los concelebrantes imponen las manos invocando al Espíritu sobre el recién ordenado, allí también lo hicimos todos sobre el que partiría. Armando acogía cada gesto con profunda unción y nosotros participamos con gran recogimiento, conscientes del momento único, sagrado y de gracia que vivíamos. Finalmente Armando abrió los ojos, bendiciéndonos a los seis con su más tierna mirada y dijo con su débil voz: “agradecerles, agradecerles, agradecer todo, también lo que vendrá…” Concluimos con sentidos apretones de manos, abrazos y hasta sonrisas muy húmedas. Misterio fascinante.

 

No obstante, el Misterio tiene su rostro tremendo, los días seguían pasando inclementes y lentos, no faltaban momentos gozosos de otras unciones laicas, relatos, oración, música, visitas y sonrisas, hasta compartir audios y videos de amigos de aquí, de España y de Corrientes. Pero cada día el hombre exterior se iba desmoronando más y más, los desasosiegos aumentaban, las molestias físicas… dormía mucho y era un alivio, deseábamos que durmiera y no sufriera más. Yo recitaba en silencio o en voz baja el soneto de Antonio Gala: “es hora de levantar el vuelo, corazón, dócil ave migratoria…”. El domingo 14, tres días antes de fallecer, me animé a decirle al oído, invocando a su amiga Simone Weil la palabra “rendición” y “entregate Armando”. No daba crédito a su respuesta: “quiero luchar”, tan inaudible, que tuvo que volver a decirla. Me desarmó totalmente, cuando pude rearmarme le recité muy cerca el salmo del Buen Pastor y pronunció un “amén”. Confianza en el Buen Pastor, que otro día había visto y referido: “es sereno”, pero no claudicación.

 

Esa misma tarde hubo otro momento tan dulce como triste, abrió los ojos, me miró y dijo “Vamos”, no era como otras veces un imperativo del desasosiego, sino una suave y última súplica, pero no había escapatoria posible para ninguna parte… Horas después llegué a mi casa y seguía resonando aquel: “quiero luchar”, totalmente incomprensible para mi racionalidad, pues desde el día cero, o antes aún, la batalla contra el cáncer estaba perdida. Entonces recordé el texto que tanto le gustaba a Armando (Gén. 32) de la lucha de Jacob solo hasta rayar el alba con el desconocido que resultó ser el mismo Dios, antes de cruzar el río e ir al encuentro de su hermano Esaú y de la tierra anhelada.

 

Si no se podía luchar contra la enfermedad, quedaba aún luchar la última batalla con Dios, hasta obtener la valentía para cruzar el río, la bendición me consta que ya la tenía.

 

La fe en el Misterio último como Unidad, Bien, Verdad y Belleza (los trascendentales del ser que solía recordar) y el anhelo del encuentro, siempre fue grande en Armando, pero también lo era el amor a su vida encarnada en esta tierra llena de tantos afectos prodigados y recibidos. Quizá por esto no fue fácil la lucha, esa última batalla en la que no podíamos acompañarlo. Las mujeres pudieron ver crucificar a Jesús desde lejos, impotentes, en cambio, yo pude estar muy cerca de Armando, junto sus hermanos Mercedes y Alejandro, a Elbio y otros amigos. No solté su mano ni dejé de humedecer sus labios ni de susurrarle al oído palabras de aliento, pero a sabiendas de que un río entre nosotros que nos separaba definitivamente y que él debía atravesar solo.

 

El sufrimiento de un ser querido duele mucho, interroga, rebela, porque no queremos que sufra ni un instante más. Pero es, a la vez, una inmensa gracia acompañar los tiempos difíciles y luego día a día la enfermedad, incluida la agonía. “El dolor duele y la fe no es morfina”, sin embargo, ¿cómo no estar infinitamente agradecida por ese tiempo compartido de aprendizajes, de encuentro profundo con un amigo del alma y de encuentros con otros? La familia y los amigos fuimos no sólo coordinando horarios de cuidado, sino conociéndonos más, acompañándonos y consolándonos mutuamente; a veces disfrutando juntos en torno a la cama de su sonrisa, otras llorando interiormente lo que no entendíamos y clamábamos al cielo. A propósito, ayer oía a González Faus recordar el valor de la “oración de queja”, tan presente en los salmos, los profetas y en Job.

 

Este artículo resultó más largo de lo normal, pero creí necesario para retomar las entregas este compartir lo que he vivido, que quiso ser además un tributo a un ser muy especial y a quien ustedes leían también aquí. Otros tendrán otros relatos semejantes, complementarios o distintos, todos vemos y recordamos según nuestra propia identidad e historia. Valentina, su sobrina tan cercana, sus hermanos y cuñados, los amigos más íntimos que tanto acompañaron, otros que a veces podían visitarlo y otras no, porque se les decía: “hoy está mal, no está visible”, los jesuitas amigos y los que lo conocían menos, las religiosas amigas… Todos podrían dar sus visiones y ya no sólo de este último tiempo, sino aportar cientos de anécdotas, como las que solía recordar Armando entre risas.

 

¿Cuál sería el relato del propio Armando? No me cabe duda de que sería un relato bordado con hilos de oro que uniera toda su vida con sentido, pero de este último tiempo ¿qué diría? Le oí decir varias veces que a nivel profundo estaba en paz, sereno, sin sobresaltos interiores, pero también “harto” y cansado de no saber cómo seguía el proceso o de estar “clavado” en la cama… ¿qué más? ¿cómo nos veía a nosotros? ¿hubiera querido decirnos algo más que no nos haya dicho? Creo que no, que en su transparencia estaba todo dicho mucho antes, pero no lo sé. Sin duda la lucha final fue dura y de esa nada sabemos, debemos ofrecerla envuelta en el “no saber”, hasta el reencuentro.

 

Aún sin tener tu grandeza de alma, querido Armando, ojalá que todos los que estuvimos a tu lado, muriendo un poco contigo, hayamos crecido, renovado nuestro ser interior y recibido tu manto como Eliseo de Elías. Pero, seremos más humildes, no te pediremos el doble, sino una décima parte de tu fe, de tu bondad y misericordia. Que nos siga animando día a día tu alegría y tu risa libre. Amén.

 

 

Fotografía: Última celebración doméstica (1/6/24) con Belén, Facundo y Maxi, jóvenes que vinieron desde Corrientes para compartir unas horas con Armando.

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