04 de Febrero de 2024
[Por: Armando Raffo, SJ]
Existen tres máximas de la teología cristiana que aluden a dos aspectos fundamentales de la fe. Ellas reflejan miradas distintas y complementarias en sus formulaciones dogmáticas, tras siglos de reflexión teológica, en relación al modo en que las personas asumen su propia fe con lucidez. Cabe notar que aluden a dinamismos profundamente humanos. Dos de esas máximas son de San Anselmo –siglos XI-XII-: “Credo ut intelligam” y “intelligo ut credam” (creo para poder entender) y (entiendo para creer); por otra parte: “fides quaerens intellectum” (la fe que busca entender) de San Agustín -siglos IV-V.
Dos de las sentencias aluden a un mismo dinamismo: -creo para entender- y -la fe que busca entender-. Se trata de polos que el cristiano debe cuidar para vivir su fe con lucidez. Esas máximas acentúan que la fe ha de ser, en la medida de lo posible, comprendida y reflexionada para que llegue a moldear la vida de las personas a lo largo de sus vidas.
La segunda: “entiendo para creer”, alude a cierta racionalidad para creer. Ello no atenta contra el “salto que supone la fe”, sino que reclama cierto nivel de comprensión y justificación para que no sea algo impuesto que termine oprimiendo en lugar de airear la vida.
Dos parten de la fe y una de la reflexión. Podríamos resumir ese dinamismo de ida y vuelta como la fe que procura lucidez y como la reflexión que ahonde la propia fe. La razón puede ser una buena plataforma para abrazar la fe que descubra existencialmente el sentido de la vida. Por otra parte, las otras dos sentencias aluden a una fe que llama a la razón para comprenderla, en la medida de lo posible.
Sin lugar a dudas, esas máximas no pretenden menospreciar “la fe del carbonero”, sino que procuran mostrar el dinamismo dialéctico que impulsa la vida del creyente. Son como dos caminos concurrentes: la fe que procura entender su propio misterio, y, la razón que va a fondo para sostener la fe con lucidez.
La máxima: fides quaerens intellectum (la fe que busca entender) parece aludir a una exigencia de la naturaleza humana que anhela cierta comprensión y justificación de la fe, no como un parche añadido, sino como algo que ilumina toda la persona. Se alude a una fe seria y comprometida que procura entender lo que cree.
Si conjugamos bien las tres sentencias veremos que nos invitan a asumir la fe con lucidez y a ahondar en la reflexión que nos ayude a comprenderla y compartirla. Teniendo en cuenta lo antes dicho, bien podemos decir que las sentencias aludidas conforman un círculo virtuoso. Por un lado, la razón que va en busca de la fe para hacerla suya, una razón inquieta que desde su raíz procura abrirse a la fe. En ese sentido, podemos afirmar que la frase “intelligo ut credam” se encuentra habitada por la convicción, más o menos confesa, de que yendo al fondo de las preguntas últimas habrá de crecer la fe. No se trata de un camino seco que va de la razón a la fe, sino de una inteligencia honesta que quiere creer porque intuye que ello le ayudará a encontrar el sentido de su vida.
Se trata de un camino que invita a reflexionar sobre la propia fe con honestidad intelectual y sin temor a hacerse todas las preguntas que sean necesarias. El otro dinamismo, parte de una inteligencia ya habitada por la fe en forma de deseo, de anhelo profundo. Si recordamos que la palabra inteligencia proviene del latín “intus legere” (leer por dentro) es obvio que alude a la razón que no se enreda en vericuetos inútiles ni que se queda a medio camino.
Siguiendo por el camino de la necesidad de entender para creer -intelligo ut credam-, es claro que una fe bien entendida no puede ser un adorno de la vida. Debe ser la luz que alumbra el sentido de toda la vida y de todo cuanto existe. La fe, por eso mismo, no puede ser dogmática, en el peor de los sentidos, ni caprichosa. Ella debe ser abordada por la razón para ser comprendida y relevante.
Los últimos siglos se han caracterizado por un crecimiento sostenido del ateísmo y del agnosticismo. Sin embargo, quienes así se manifiestan, revelan un interés o una inquietud que les ha motivado; eso quiere decir que se han hecho la pregunta honda por el sentido último y su relación con la fe y han tomado postura.
En nuestros días, lo que más preocupa es que aumenta en forma alarmante es la indiferencia, el número de los que no se preguntan por el sentido de su vida. El mero hecho de no cuestionarse denuncia un proceso que deshumaniza y adormece. Se expande, de esa manera, un hedonismo: “vivamos el presente y disfrutémoslo”, que, sin confesarlo, atenta contra la fe. Bien podemos afirmar que ese es el principal problema de nuestro tiempo, que está marcando por una cultura que inhibe las preguntas hondas que nos humanizan, más allá de las respuestas que tengamos.
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