14 de Enero de 2024
[Por: Juan José Tamayo]
En apenas veinte días desde la publicación de la Declaración Fiducia supplicans (= Confianza suplicante), del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, ratificada por el Papa Francisco, sobre las bendiciones a las parejas “en situaciones irregulares” y a las parejas del mismo sexo, han corrido ríos de tinta como no recuerdo que sucediera con otros documentos del alto magisterio eclesiástico tanto en medios de comunicación laicos como religiosos, tanto desde ámbitos eclesiales como desde colectivos homosexuales, pasando por los obispos, arzobispos y cardenales. Los propios medios de comunicación laicos han dedicado artículos y editoriales, por lo general laudatorios, a la Declaración.
Las posiciones no han podido ser más dispares: desde la recepción entusiasta de quienes la consideran un documento valiente y un paso adelante sin precedentes en la Iglesia católica, hasta quienes lo entienden con un avance importante, pero tímido e insuficiente, pasando por quienes lo rechazan de manera radical. Entre estos últimos se encuentra de manera sorprendente un sector importante de obispos y cardenales -incluidas algunas conferencias episcopales-, que disienten abierta y públicamente del papa, se niegan a bendecir a las parejas en cuestión, han pedido la retirada de la Declaración y han calificado al papa de hereje.
William Goh, cardenal de Singapur, por ejemplo, ha afirmado: “Mostramos misericordia, pero no aprobamos las uniones entre personas del mismo sexo, porque sin verdad el amor se encuentra comprometido”. Rafael Escudero López-Brea, obispo español de la prelatura peruana de Moyobamba, en un acto de rebeldía contra el Papa, ha escrito una carta pastoral en la que afirma que la Declaración “daña la comunión eclesial” y ha prohibido a los sacerdotes la realización de las bendiciones autorizadas por el Vaticano. Los sacerdotes de la prelatura peruana han osado pedir al Papa la anulación de Declaración.
Pero, sin duda, quien más extremista se ha mostrado en la crítica de la Declaración ha sido el cardenal alemán Gerhard Ludwig Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidente de la Comisión Bíblica Internacional y de la Comisión Bíblica de 2012 a 2017 -nombrado por Benedicto XVI y cesado por Francisco-. Müller ha llegado a afirmar que conceder las bendiciones que autoriza el Papa es un “acto sacrílego y blasfemo contra el designio del Creador y contra la muerte de Cristo por nosotros” y que el sacerdote que las realiza “ha renegado de Cristo”.
La reflexión crítica que ofrezco a continuación sobre la Declaración se centra en su concepción tradicional del matrimonio, en la imagen restrictiva de las relaciones sexuales, que solo reconoce dentro del matrimonio, y en la discriminación que establece entre cristianos y cristianas por su orientación sexual.
En el documento se mantiene intacta la teología tradicional del matrimonio, que define a este como la “unión exclusiva, estable e indisoluble entre un varón y una mujer, naturalmente abierta a engendrar hijos […]. Esta convicción está fundada sobre la perenne doctrina católica del matrimonio. Solo en este contexto las relaciones sexuales encuentran su sentido natural, adecuado y plenamente humano”. Esta afirmación constituye la clave de toda la Declaración y viene a justificar el rechazo de otras formas de matrimonio, incluidas las del mismo sexo, que están reconocidas por ley en varios países. Se afirma con claridad meridiana: las bendiciones “no pretenden la legitimidad de su propio status”.
El adjetivo “perenne” excluye toda posibilidad de cambio en la doctrina y puede desembocar en fundamentalismo. La Declaración rechaza expresamente el divorcio incurriendo en una contradicción manifiesta ya que la propia Iglesia católica lo practica de manera sistemática, si bien encubierto bajo la fórmula de anulación matrimonial. Vuelve a la doctrina de la procreación como fin -¿primario?- del matrimonio y solo reconoce las relaciones sexuales dentro del matrimonio considerándolas como algo “natural, adecuado y plenamente humano”. “La Iglesia -afirma- siempre ha considerado moralmente lícitas solo las relaciones que se viven dentro del matrimonio” (n 11). ¿Quiere esto decir que las relaciones sexuales fuera del matrimonio son moralmente ilícitas, antinaturales, inadecuadas y no humanas? Eso se deduce del texto de la Declaración.
Pero quizá donde se aprecia la argumentación más falaz es cuando, en mi opinión, infundadamente afirma que “esta es la comprensión del matrimonio ofrecido por el Evangelio” (n. 5). No he encontrado texto alguno del Evangelio que ofrezca esta definición del matrimonio.
La actual teología cristiana del matrimonio se elaboró en una cultura, una sociedad y una religión homófobas y patriarcales, que imponían la sumisión de la mujer el varón y la exclusión de los homosexuales de la experiencia del amor. Hoy es necesario reformular dicha teología, para que sea inclusiva de las distintas opciones afectivos-sexuales. Libertad, respeto a la alteridad y relaciones libres de toda dominación son principios fundamentales de toda comunicación entre seres humanos, cualquiera fueren sus prácticas sexuales.
Entrando ya en el tema de las bendiciones a personas en situaciones irregulares y a personas del mismo sexo, todas son prevenciones, limitaciones y cortapisas. Se habla de posibilidad, no de realidad. Considera inadmisibles los ritos y las oraciones que puedan crear confusión con lo constitutivo del matrimonio. La bendición nunca podrá realizarse al mismo tiempo que los ritos civiles de unión, ni en conexión con ellos. Tampoco podrá hacerse con las vestimentas, los gestos o las palabras propias de un matrimonio, El sacerdote que las realice deberá evitar, asimismo, cualquier forma de escándalo o que la bendición se convierta en un acto litúrgico semejante a un sacramento.
La aclaración posterior del Dicasterio para la Doctrina de la Fe tras el rechazo de la Declaración por parte de no pocos miembros de la jerarquía eclesiástica es todavía más restrictiva en la concesión de las bendiciones. Estas no constituyen una aprobación de las parejas del mismo sexo, ni una absolución, ni una consagración, ni una felicitación. Tampoco la justificación de algo “que moralmente no es aceptable”. No debe celebrarse en un lugar destacado del templo o en el altar. Ratifica la prohibición de todo rito litúrgico y reduce el acto a 10 o 15 segundos.
¿A qué quedan reducidas, entonces, las bendiciones? A un simple recurso pastoral, equiparable a actos de piedad o devocionales. Con tantas cortapisas, más que de un acto de acogida en el seno de comunidad cristiana de las parejas del mismo sexo y de las personas divorciadas vueltas a casar, estamos ante unas bendiciones clandestinas y vergonzantes, celebradas en la más absoluta privacidad, sin sentido festivo, ni luz ni taquígrafos y, además, considerando a dichas parejas moralmente inaceptables. Me parece una frivolización de una ceremonia ya de por sí irrelevante.
¿Cómo puede celebrarse la misericordia de Dios, a la que apela constantemente la Declaración y que constituye una de sus ideas-fuerza, de manera tan pacata y humillante para unas parejas a quienes se considera que viven en pecado? ¿Qué parejas van a someterse a una bendición que los humilla humana y cristianamente?
Esto implica una clara discriminación en el trato y reconocimiento de los cristianos y cristianas en función de la orientación sexual. Mientras que las parejas heterosexuales pueden acceder a la celebración del sacramento del matrimonio con toda solemnidad, las homosexuales y las divorciadas vueltas a casar tienen que conformarse con una ceremonia llena de restricciones. Se produce así una doble categoría de cristianos y cristianas: la de primera, que corresponde a las personas heterosexuales, y la de segunda, que incluye a personas de otras orientaciones sexuales.
Con este doble rasero se incurre en una contradicción manifiesta, ya que la teología cristiana afirma la igualdad de todas las personas cristianas por el bautismo, lo que implica el igual acceso a todos los sacramentos. La práctica de las bendiciones, junto a otras prácticas discriminatorias como la oposición entre clérigos y laicos, el binomio jerarquía y pueblo de Dios y la exclusión de las mujeres de los ministerios ordenados, refuerza todavía más la desigualdad estructural que reina hoy en la Iglesia católica.
Otro ejemplo de discriminación de la Declaración es la expresión “parejas en situaciones irregulares” en referencia a las personas divorciadas y vueltas a casar. ¿Con qué criterio se considera irregulares estas parejas, cuando están reconocidas por ley en numerosos países? ¿Con el del Código de Derecho Canónico? Este criterio carece de valor para una ética laica y para una convivencia cívica en una sociedad democrática que reconoce y respeta la pluralidad de modelos de pareja.
Desde un planteamiento estrictamente teológico a partir de una eclesiología comunitaria que reconoce la igualdad de todos sus miembros, la Declaración vaticana sobre “las bendiciones” no supone, en mi opinión, avance alguno en el camino hacia la igualdad y la no discriminación de las cristianas y los cristianos homosexuales y divorciados vueltos a casar en la Iglesia católica. Más bien lo que hace la Declaración es poner limitaciones a las bendiciones para agradar a los sectores católicos negacionistas que, lejos de sentirse satisfechos con dichas limitaciones, en un acto inquisitorial seguirán calificando al Papa de hereje, como lo han hecho los cardenales Mûller y Sarah.
Juan José Tamayo es secretario general de la Asociación de Teólogas y Teólogos Juan XXIII y autor de La compasión en un mundo injusto (Fragmenta, 2023, 2ª edición).
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