Entrevista a Juan José Tamayo: “todavía es posible, si trabajamos juntos” (quinta parte)

05 de Noviembre de 2023

[Por: Jesús Lozano]




Diálogo y cooperación entre ciencia y religión

 

Juan José, retomemos de nuevo las interesantes conversaciones que venimos teniendo sobre ciencia y religión. En la entrega anterior quedamos todos sorprendidos con tu última y aguda observación cuando afirmabas que, a pesar de los contrapuestos planteamientos del materialismo científico y del literalismo de los textos revelados, ambos comparten un nexo común, ya que el materialismo científico con frecuencia sale de su campo científico e incurre en pretensiones metafísicas y el literalismo bíblico, a su vez, va más allá del ámbito de la teología y reclama el reconocimiento de una autoridad científica, que no le compete. 

 

Si te parece, vayamos ahora al modelo de independencia y coexistencia. ¿En qué consiste y en qué se diferencia del modelo de incompatibilidad?

 

Sí, Jesús. Este modelo cree que el conflicto entre ciencia y religión se produce por la intromisión indebida de una en el campo de la otra y por la falta de respeto de las distintas formas de conocimiento. El conflicto se resuelve o, al menos, se diluye con el reconocimiento de la autonomía y la independencia de cada disciplina, del carácter distintivo de ambas y de la separación respetuosa de campos.

 

A favor de este modelo cabe citar, entre otros, a Galileo Galilei (1564-1642), símbolo por excelencia de la Revolución científica por la defensa y utilización del método experimental y del sistema heliocéntrico, a Francis Bacon (1561-1626), filósofo y político inglés, autor del Novum Organon y de la Nueva Atlántida, y Max Planck (1858-1947), físico alemán que propuso la hipótesis cuántica, que constituye la base del conocimiento del mundo atómico.

 

Galileo Galilei escribía a su protectora la duquesa de Lorena: “En las discusiones de los problemas de la naturaleza no se debería comenzar por la autoridad de los textos de la Escritura, sino por las experiencias sensibles; los efectos naturales que la experiencia sensible nos pone delante de los ojos, no pueden ser condenados por citas de la Escritura”. Bacon afirma que “el libro de la palabra de Dios y el libro de las obras son saberes que no se deben confundir ni mezclar”. Max Planck consideraba la religión y la ciencia como “dos vías paralelas que solo se unen en el infinito”.

 

Ciencia y religión tienen sus campos específicos, poseen sus propios métodos de investigación contrapuestos, utilizan lenguajes diferentes, ejercen funciones distintas en la vida humana, responden a diferentes preguntas y se mueven en diferentes áreas de la existencia humana y del pensamiento, sin necesidad de interferencia alguna.

 

Me parece especialmente clarificadoras de esta postura las cuatro distinciones que establece entre ciencia y religión el teólogo protestante Langdon Brown Gilkey y que resume Barbour (o. c., p. 148):

 

- La ciencia busca explicar datos objetivos, públicos, repetibles; la religión se pregunta por la razón del orden y la belleza del muy por las experiencias de nuestra vida interior.

- La ciencia pregunta de manera objetiva por el cómo; la religión pregunta por el porqué, se planeta preguntas sobre el sentido y el sin sentido de la vida y de la muerte, sobre el origen y el destino del ser humano.

- La base de la autoridad de la ciencia descansa en la coherencia lógica y la experimentación; la de la autoridad de la religión es la revelación de Dios como comunicación humano-divina.

- La ciencia hace predicciones cuantitativas que requieren ser comprobadas o falsadas experimentalmente y expuestas a través de un lenguaje empírico; la religión, al trascender Dios toda realidad creatural y la propia experiencia del creyente, tiene que recurrir a un lenguaje simbólico y analógico.

 

Diferencia fundamental entre ciencia y religión es el lenguaje que utiliza cada una, que cumple funciones totalmente diferentes. Los positivistas lógicos consideran los enunciados científicos la norma de todo discurso y muestran desprecio por cualquier enunciado que no sea susceptible de verificación empírica. Lo que caracteriza y distingue al lenguaje religioso es “recomendar un estilo de vida, despertar un conjunto de actitudes y propiciar la adhesión a unos principios morales determinados” (Barbour, o. c., 150).

 

Este modelo constituye ciertamente un avance sobre el de incompatibilidad, pero, por una parte, impide la posibilidad de un diálogo constructivo y de un mutuo enriquecimiento mutuo y, por otra, no repara en que la vida humana no está dividida rígidamente en compartimentos estancos.

 

¿Cómo defines el modelo de diálogo y cooperación?

 

Ciencia y religión han ejercido una gran influencia en la historia de la humanidad y en la relación del ser humano con la naturaleza, tanto positiva como negativamente. No pueden, por tanto, desconocerse, ni caminar en paralelo, y menos aún entrar en confrontación, ya que cualquiera de esas posturas perjudicaría gravemente y por igual a los seres humanos y a la naturaleza. Ciencia y religión han sido fenómenos culturales presentes en la historia de la humanidad en permanente interacción desde sus albores hasta nuestros días, unas veces en conflicto y otras en cooperación.

 

Voy a intentar fundamentar a continuación este modelo de diálogo y cooperación entre ciencia y religión, que me parece el más beneficioso para la humanidad, siempre que tenga como prioridad a los sectores más vulnerables de la sociedad, que suelen ser los más olvidados por la ciencia y la religión.

 

Sirva el testimonio de dos científicos de reconocido prestigio como aval de lo que acabo de decir. El primero es el del matemático y filósofo norteamericano Alfred N. Whitehead (1861-1941) en su obra ya clásica La Ciencia y el Mundo Moderno, donde escribe: “Si tenemos en cuenta lo que para la especie humana es la religión y lo que es la ciencia, no habrá exageración en decir que el curso futuro de la historia depende de la decisión de esta generación en orden a las relaciones entre ambas esferas. Tenemos en ellas las dos fuerzas generales más poderosas (prescindiendo de los meros impulsos de los diversos sentidos) que influyen en los hombres (sic) y parecen estar dispuestas una contra la otra: la fuerza de nuestras intuiciones religiosas y la fuerza de nuestro impulso a la observación exacta y a la deducción lógica”[1]. 

 

El segundo corresponde a Edward O. Wilson, biólogo creador de la sociobiología y padre de la categoría “biodiversidad”: “La ciencia y la religión son las dos fuerzas más poderosas del mundo -afirma-. Hago un ruego a las personas religiosas. En mi próximo libro, La creación, les pido que dejen de lado sus diferencias con los laicos y los científicos materialistas como yo y se unan a nosotros para salvar a la naturaleza amenazada por el ser humano mismo. La naturaleza es sagrada para ambos”[2].

 

Wilson se declara “deísta provisional” y “humanista laico”, reconoce la relación directa entre la selección natural y el sentimiento religioso y defiende la compatibilidad entre la aceptación de la teoría de la evolución y el ser religioso. Lo que la religión dice siempre a la gente es que sobreviva, “y ese es un principio básico de la selección natural. La religión estimula la mente y anima al ser humano a superar las dificultades, unirse a otros individuos y comportarse de forma altruista por el bien del grupo”.

 

En la obra citada, La creación. Salvemos la vida en la tierra, escrita en forma de carta dirigida a un pastor bautista, llama la atención sobre las consecuencias funestas para la humanidad y la naturaleza de fenómenos como la contaminación, el calentamiento global y la pérdida de la diversidad biológica, y hace un nuevo llamamiento a la ciencia y a la religión para que actúen conjuntamente en la resolución de los más graves problemas del nuevo siglo[3].

 

Momentos privilegiados de relación armónica entre filosofía, ciencia y religión fueron la antigüedad griega, los autores cristianos de los primeros siglos de la historia del cristianismo. Los momentos de mayor esplendor del islam fueron los encuentros entre filósofos, científicos, teólogos y juristas, durante el “paradigma Córdoba”, precursor del Renacimiento europeo. 

 

Ciencia y religión son, a su vez, distintas formas de acercamiento a la realidad, que no tienen por qué competir ni excluirse la una a la otra. Son sistemas sociales complejos que tienen su propia metodología, agrupan diferentes experiencias individuales y colectivas y dan lugar a dos tipos de comunidades humanas con sus diferentes patrones de comportamiento y sus códigos de comunicación: la comunidad religiosa y la comunidad científica en permanente interacción con la sociedad. 

 

Ninguna de las dos comunidades puede ni debe recluirse en su propio caparazón haciendo oídos sordos a las inquietudes, problemas y desafíos del mundo en que viven, entre otros, la dialéctica pobreza-riqueza, crecimiento económico-retroceso ético, degradación del medio ambiente-ecología, guerra-paz, patriarcado-liberación de la mujer, armamento nuclear-desarme, globalización-alterglobalización y Norte global-Sur global.

 

Ambas tienen responsabilidades irrenunciables en la respuesta a dichos problemas, muchos de ellos provocados por sus propias comunidades, como el mal uso de la energía nuclear o las guerras de religiones

 

¡Ay, las guerras de religiones, Juanjo, con la que está cayendo…!

 

La colaboración en estos temas es hoy más necesaria que nunca. De su implicación en la respuesta a los problemas citados y a otros muchos que afectan a la humanidad depende en buena medida su prestigio o desprestigio, relevancia o irrelevancia, credibilidad o pérdida de la misma. Depende, en definitiva, el futuro de la humanidad y del planeta, según se guíen por la justicia o la barbarie, la cooperación o la competitividad, la solidaridad o el darwinismo social, el cuidado de la casa común o su maltrato.

 

¿Cómo valorar este modelo de relación entre ciencia y religión?

 

A mi juicio, el modelo correcto de relación entre ciencia y religión tiene que ser el de la colaboración e interacción crítico-constructiva, en la que cada una se ubica en su propia esfera al tiempo que abandona todo intento de absolutización y dogmatismo, ya que ninguna puede presumir de tener el mapa completo de la verdad y la definición de la realidad en exclusiva. La religión debe dejarse iluminar por los conocimientos de la ciencia, y la teología ha de tener en cuenta las aportaciones científicas. La ciencia, a su vez, puede verse enriquecida con el ethos de la compasión que ofrece la religión y la apertura a la trascendencia, que no tiene por qué traducirse en un ser divino personal.

 

Considerado el modelo de diálogo y cooperación entre ciencia y religión dentro del respeto mutuo como el más adecuado, todavía queda una pregunta que quiero plantearte: ¿De qué ciencia, de qué religión y de qué Dios estamos hablando?

 

No estamos hablando de la ciencia arrogante y aristocrática, que selecciona a quienes tiene que curar en función de sus posibilidades económicas, sino de la que está al servicio de la salud y el bienestar de la ciudadanía, especialmente de las personas y los colectivos más vulnerables que tienen más amenazada la salud e incluso la vida.

 

El modelo de religión no es el dogmático, autoritario y patriarcal, que pasa de largo ante el sufrimiento humano y de la naturaleza, sino el que escucha el grito de las personas empobrecidas y de la tierra depredada y responde con actitud solidaria hacia las víctimas. La imagen de Dios no puede ser la del todopoderoso, supremacista y sacrificial, que defienden los fundamentalistas seguidores de Trump y Bolsonaro, sino el Dios liberador, compasivo con quienes sufren y solidario con las víctimas, es el “el Dios activista de los derechos humanos, el subalterno que se enfrenta al Dios invocado por los opresores”, en certera expresión del científico social portugués Boaventura de Sousa Santos en su libro Si Dios fuese un activista de los derechos humanos[4]. O en la definición de José Saramago: “Dios es el gran silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio”.

 

 

No sé si es verdad o un rumor pero tengo entendido que durante la pandemia leíste La peste, de Albert Camus. ¿Cuál fue la enseñanza que sacaste de su lectura?

 

Cierto, la leí y, como yo, muchísimas personas más. Se convirtió en uno de los mayores éxitos editoriales durante la pandemia. Pues bien, tras los permanentes desencuentros entre el jesuita Paneloux y el doctor Bernard Rieux durante la peste que azotó con gran severidad a la ciudad argelina de Orán, el doctor Rieux le dice al jesuita: “Estamos trabajando juntos por algo que nos une más que las blasfemias y las plegarias. Esto es lo único importante [...], lo que yo odio es la muerte y el mal, usted bien lo sabe. Y quiéralo o no, estamos juntos para sufrirlo y combatirlo”.

 

Me parece el más claro ejemplo de la alianza y la complicidad de la ciencia y la religión en la práctica de la compasión con la naturaleza y los colectivos humanos afectados por todo tipo de pestes.

 

Ciencia y religión no deben callar ante el sufrimiento humano, sino, como afirma el doctor Reiux, “testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: en el ser humano hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

 

Esa es, creo, la función de la ciencia y de la religión durante la pandemia y está siéndolo en la postpandemia, salvo excepciones poco honrosas.  El trabajo solidario de ambas puede salvar a la humanidad de esta y otras tragedias. La guerra entre ellas costará todavía más vidas humanas que las producidas por la pobreza, como sucede en todas las guerras.

 

Por eso me gustaría terminar la entrevista con una afirmación disuasoria: sería un gravísimo error y una irresponsabilidad mayor sustituir las guerras de religiones por las guerras entre la ciencia y la religión. 

 

[1] A. N. Whitehead, La Ciencia y el Mundo Moderno, Losada, Buenos Aires, 1949, p. 219.

[2] El País, 11 de junio de 2006; cf. E. O. Wilson, Los orígenes de la creatividad humana, Crítica, Barcelona, 2018.

[3] Cf. E. O. Wilson, La creación. Salvemos la vida en la tierra, Katz, Barcelona, 2007.

[4] Cf. Boaventura de Sousa Santos, Si Dios fuese un activista de los derechos humanos, Trotta, Madrid, 2014. 

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