05 de Noviembre de 2023
[Por: Rosa Ramos]
Atribulados en todo, mas no aplastados;
perplejos, mas no desesperados;
perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados.
Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús,
a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.
(2 Co. 4, 8-10)
Mi aporte de hoy es diferente a la línea elegida y defendida porfiadamente, la de ver y compartir siempre lo más positivo, bello, puro de la humanidad animada en su proceso por el Espíritu. Quizá al final pueda llegar a expresar esa opción entrañable.
Sucede que nos interpela hondamente este tiempo tan álgido de la humanidad, en que asistimos a través de las pantallas (y accedemos sólo a una parte de la tragedia) a ataques y muerte de niños, niñas, mujeres, y en general civiles en guerras, genocidios o limpieza étnica. Muerte y destrucción que son catalogados como “efectos colaterales” y necesarios para alcanzar un objetivo.
El ser humano, las personas, no importa su edad o estado, no son vistas como tales, son vistas como “animales inmundos”, como terroristas, o futuros terroristas, que es preciso destruir sin miramientos. Un contrataque desmedido, una violencia indiscriminada, masiva, que pone en jaque nuestra pretendida evolución humana y lo que dificultosamente ha sido construido.
Parece que estamos en tiempos de “anatema” del Antiguo Testamento, en que se creía orden de Dios aniquilar ciudades y no dejar piedra sobre piedra. Arrasadas o sitiadas las ciudades a fin de que sus pobladores mueran de hambre, infecciones, heridas, amputaciones o quemaduras no atendidas. Y que los enfermos perezcan, sin tratamientos ni analgésicos siquiera, en sus camas de hospitales bombardeados frente a la desesperación de “Médicos sin fronteras” que también están perdiendo o arriesgando sus vidas a diario.
El dolor del mundo, el llanto de los inocentes, clama al cielo, los territorios arrasados, la violencia desatada contra pobladores inermes que no tienen ya dónde ocultarse o cómo huir de sus hogares, pone de relieve la inhumanidad (como ha escrito recientemente Leonardo Boff) que nos abofetea en la autoestima de “homo sapiens sapiens”.
La actual violencia llevada adelante por el Estado de Israel, en forma sistemática tras los ataques de Hamás, no es la primera ni única a la que asistimos impotentes, siguen los enfrentamientos entre Rusia y Ucrania, aunque ahora a los noticieros no parece interesarles tanto.
Estamos en una violencia desatada en muchos focos y sitios de este pequeño planeta. Hay otras silenciadas, invisibilizadas, quizá porque son continuas, o “menos importantes” para los grandes intereses mundiales y económicos.
Las víctimas son siempre las mismas, los más vulnerables, los más frágiles, y los que “no cuentan”, los “nadies”. Así sucede con las poblaciones indígenas en nuestro continente, arrasadas o expulsadas de sus tierras, hambreadas, obligadas a una supervivencia fuera de su cultura y enclave natural, en las periferias hostiles de ciudades que también los rechazan, cayendo frecuentemente en redes de narcotráfico o de prostitución. En su desesperación se aferran a quimeras, al “sueño americano”, y procuran a cualquier costo, al de la propia vida, sortear barreras y muros para llegar a un nuevo infierno.
Todo esto a lo que asistimos ya sea porque se nos imponen las crueles imágenes repetidas una y otra vez en las pantallas, o a lo que llegamos a saber con más esfuerzo de poblaciones indefensas en otras regiones, muchas veces más próximas, nos interpela hondamente como humanidad, así empezamos este artículo.
¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia la destrucción como especie, como piensan muchos? ¿Hacia una limpieza étnica y social, donde queden sobre la tierra los más poderosos, y desaparezcan los insignificantes para los criterios mercantilistas? ¿Eso es lo que se busca, en definitiva, “aliviar” al planeta de miles de millones de sobrantes, porque los recursos son insuficientes? Si matamos a todos los “malos” e “inútiles”, ¿no quedamos acaso sólo los asesinos? ¿Nos permitiremos como humanidad esto pasivamente?
Si como humanidad estamos como anestesiados y paralizados, como seguidores de Jesús, ¿dónde nos ubicaremos? ¿qué conciencia y valores podemos aportar? ¿Claudicaremos en la desesperanza, “tiraremos la toalla” y nos sumiremos en el llanto amargo? Pedro le dijo a Jesús cuando les preguntó si también ellos quieren irse, “¿Señor, a quién iremos, tú tienes palabra de vida eterna?”
En este sentido es que pueden iluminarnos las palabras de Pablo a los Corintios, con humildad el Apóstol muestra las heridas, el dolor, reconoce que están atribulados, perplejos, perseguidos, derribados. Pero simultáneamente, desde su honda fe en la victoria última de Jesús, de su promesa y anuncio de Vida abundante, afirma la capacidad de resistencia -o resiliencia-: no estamos aplastados, aniquilados, ni abandonados.
Sí, estamos viviendo en nuestra propia humanidad sufriente hoy la cruz de Jesús, su muerte, su “derrota” ante fuerzas poderosas. Jesús sigue muriendo hoy en nuestras muertes físicas y en la pérdida de humanidad al aceptar como naturales, o peor aún, como merecidos, el dolor inenarrable de niños, niñas, mujeres, civiles, de miles de hermanos en la franja de Gaza, Israel ¡y por doquier!
Pero Pablo alienta a aquella comunidad, y su voz llega a nosotros hoy, animándonos a creer que también en nuestra humanidad se manifestará la vida de Jesús, su resurrección. Como Pablo también esperamos que, en nuestra humanidad malherida, brotará la luz de la conciencia; la sangre y las lágrimas derramadas lavarán la inercia y el silencio cómplice.
Acabo de recibir una canción en que el autor invoca a la tierra y sus fuerzas naturales, para volver a entroncar con la vida “para echar abajo el muro de las separaciones, y que el amor reúna nuestros corazones”. Sigue la canción “somos la voz del universo y el corazón es una antorcha, que ilumina el camino. Doy fe, doy fe”. Confiamos en que este jaque mate a nuestra soberbia de creernos dioses de vida y de muerte, paradójicamente despertará la humildad de hijos, de creaturas todas, y así llegar a conectar con lo mejor de lo recibido, con aquel soplo originario que insufló Dios para dar vida al barro y echar a andar una aventura humana-hermana con final feliz.
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