27 de Agosto de 2023
[Por: Armando Raffo, SJ]
“… (Dios) no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos como han dicho algunos de ustedes” (Hch. 17,27-28).
La frase que encabeza este comentario habría sido pronunciada por Pablo en el Areópago de Atenas luego de percibir que la ciudad estaba llena de ídolos (Hch. 16,23). Con inteligencia y tacto notables, va a cuestionar ese tipo de fe y lo hará con una pedagogía muy delicada. En efecto, él con notable agudeza notó que los atenienses eran “los más respetuosos de la divinidad”, aunque se relacionaban con ella de modo inadecuado.
Si bien Pablo percibió que la devoción de los atenienses era equivocada, no por ello dejó de ver una raíz digna de respeto en ellos. Por eso, luego de reconocer la sensibilidad “religiosa” en sentido lato que conformaba la identidad profunda de los atenienses, no duda en cuestionar el politeísmo que practicaban ni se arredra a la hora de anunciar al único Dios vivo y verdadero. Ello lo hace apoyándose en el monumento que allí había al “Dios desconocido”. De esa forma, además de cuestionar la idolatría que los atenienses profesaban, se atreve a anunciar al Dios de los cristianos y señalando, especialmente, su poder creador: como aquel que hizo el cielo, la tierra y todo cuanto ella contiene.
Los atenienses creían que los ídolos tenían el poder de otorgar bienes de distinto tipo según la especificidad que cada uno de ellos ostentaba. Se trataba, en definitiva, de un camino corto y expedito para obtener distintos bienes y beneficios. Creían en dioses diversos que atenderían carencias de distintos tipos, siempre y cuando se les brindara el culto establecido.
Sin negar el sentido religioso básico que movía a los atenienses, Pablo critica el sentido utilitario que ello suponía. Como bien dijo Bonhoeffer, se trataría de un “Dios tapa agujeros” que resolvería los distintos problemas que aquejan a los seres humanos, pero pagando el precio de hundirnos en un infantilismo mágico que habría de resolver los problemas que nos afectan. Se trataría, pues, de un tipo de relación con Dios infantil que impediría percibir la responsabilidad que nos cabe con respecto al mundo y a los otros en general.
Cabe notar, así mismo, que Pablo no ataca en directo la fe de aquella gente, sino que comienza acogiendo y valorando con respeto la fe que tenían en las distintas divinidades a las que rendían culto. Percibimos, pues, una pedagogía apropiada por parte de Pablo con miras a desencadenar un proceso que abriera las mentes y los corazones de los atenienses. De esa forma, algún día podrían estar mejor preparados para acoger el kerygma cristiano y percibir las consecuencias que ello depararía para sus vidas.
Desde nuestro horizonte cultural, podemos intuir que la afirmación: “en Él vivimos, nos movemos y existimos”, desvela una forma muy distinta de percibir la presencia y la acción de Dios en nuestro mundo y en nuestras vidas. Pablo atisba una imagen más adecuada para referirnos a nuestra relación con Dios. La imagen del útero materno parece más adecuada como marco para referirnos a la relación de Dios con nosotros y de nosotros con Él. Mirado desde nosotros, podemos decir, por un lado, que se trata de un espacio que nos sostiene, alimenta y protege; y, por otro, que nos prepara para lo que podríamos llamar el nacimiento a otra dimensión de la vida en la que creemos, aunque no podemos imaginarla. Bien sabemos que cualquier imagen que procure aludir al misterio de Dios y a nuestra relación con Él, siempre será limitada y, en algún aspecto, inadecuada.
La metáfora del vientre materno parece apropiada como un símil del desarrollo de nuestras vidas en Dios. Lo más significativo de esa imagen es que no nos habilita para pensar a Dios como un alguien “frente” a nosotros que podríamos analizar con distancia y objetividad e, incluso, manipularlo a nuestro antojo, sino como un misterio que nos incluye. Recordemos que la palabra objeto nos remite a lo que está lanzado frente a nosotros: ob-jectum, que caracteriza es el modo de conocer que normalmente usamos en nuestras vidas. Tendemos a poner fuera de nosotros aquello que nos interesa conocer para los fines que fueren. Obviamente, no podemos proceder de esa forma cuando procuramos entender nuestra relación con Dios y menos a la luz del texto que preside esta reflexión.
La imagen del vientre materno, pues, emerge como la más apropiada en tanto que nos remite a dos seres distintos, estrechamente vinculados, pero, de alguna manera perteneciendo a la misma estirpe. La imagen del vientre materno puede ser una alusión pertinente para referirnos al Dios que genera, alimenta y protege a los seres humanos.
Quizás, lo más fermental de la alusión al vientre materno como espacio vital en que otro ser se desarrolla y crece, es que puede llevarnos a otra forma de pensar nuestra forma de percibir y experimentar nuestra vida en Dios. Más aún, puede llevar a que revisemos nuestro modo de relacionarnos con Él. Esto quiere decir que no podemos poner a Dios “fuera de nosotros” porque en Él somos, nos movemos y existimos. Se trata, pues, de seres distintos, pero en el contexto de una relación muy especial e íntima, que es difícil distinguir el modo o la forma concreta que caracteriza esa relación. A pesar de esa dificultad, la imagen del vientre materno como representación del espacio divino en el que emerge y crece la criatura es pertinente y nos orienta a percibir y comprender nuestra relación con Dios de otra manera. La imagen del vientre materno subraya nuestra identidad profunda de hijos de Dios que, siendo verdaderamente libres, nunca dejamos de estar en y de alimentarnos de ese “medio divino”, como diría Teilhard de Chardin. Dios nos sostiene y alimenta para que con Él y en Él llevemos a término el sueño que le llevó a crearnos a su imagen y semejanza.
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