El pacto de las catacumbas

06 de Agosto de 2023

[Por: Juan José Tamayo]




Aquella propuesta de una Iglesia pobre y servidora ha sido asumida por el papa Francisco 

 

Hace unos días leí en RD la noticia del fallecimiento de monseñor Luigi Bettazzi, obispo italiano que participó en el Concilio Vaticano II, uno de los obispos más proféticos del siglo XX y de los veinte años transcurridos del siglo XXI. Era entonces obispo auxiliar de Bolonia y estrecho colaborador del cardenal Lercaro, arzobispo de Bolonia. Fue el único obispo italiano firmante del Pacto de las Catacumbas, que siempre consideró referente de la Iglesia posconciliar y puso en práctica de manera radical durante su largo e intenso trabajo social y pastoral al servicio de la paz y la justicia con los sectores más vulnerables de la sociedad. Bajo la inspiración de tan emblemático texto, Bettazzi subrayó que la pobreza, más que un ideal individual, debe ser una aspiración de toda la Iglesia y traducirse en Iglesia de los pobres. Fue presidente de Pax Christi y como tal participó en las Marchas por la Paz y en la Marcha a Sarajevo en 1992, y defendió la objeción fiscal a los gastos militares. En 1985 recibió el Premio Internacional de la UNESCO.  

 

Como reconocimiento al obispo profético Luigi Bettazzi y al resto de los firmantes, ofrezco a continuación una reflexión sobre el significado de dicho Pacto y el cambio de paradigma de Iglesia que supuso a nivel universal y de manera especial en el cristianismo liberador de América Latina.    

 

El 11 de septiembre de 1962 Juan XXIII hizo una afirmación teológica y eclesialmente revolucionaria, cuyos efectos no iban a tardar en hacerse realidad: “La Iglesia se presenta tal como es y quiere ser: como la Iglesia de todos y, particularmente para los países subdesarrolaldos, la Iglesia de los pobres”. Con ella estaba marcando el camino a seguir por el Concilio Vaticano II, cuya inauguración tuvo lugar un mes después. En la aula conciliar hubo intervenciones que siguieron ese camino, si bien fueron escasas y no muy escuchadas. 

 

Una de las intervenciones más significativas y luminosas en esa dirección fue la del cardenal Giacomo Lercaro, arzobispo de Bolonia, quien afirmó que la Iglesia de los pobres debía ser el tema central del concilio. En uno de los más memorables discursos pronunciados en el aula conciliar caracterizó la época que se estaba viviendo como “una época en la que la pobreza de la gran mayoría (dos tercios de la humanidad) es ultrajada por las riquezas inmensas de una minoría”.   

 

Monseñor Himmer, obispo de Tournai (Bélgica), fue contundente al afirmar: “Hay que reservar a los pobres el primer lugar en la Iglesia”.  

 

En el concilio se conformó desde muy pronto un grupo de obispos que consideraba prioritario escuchar el clamor de los pobres y responder a él con la solidaridad y el compromiso por su liberación. Ese grupo creía que el principal desafío de la Iglesia en ese momento era la violencia estructural, generadora de pobreza y desigualdad creciente, sobre todo en el Tercer Mundo, que la actitud fundamental del cristianismo no podía ser otra que la opción por los pueblos empobrecidos y que el lugar social de la Iglesia era el de la marginación y la exclusión.   

 

El 16 de noviembre de 1965, tres semanas antes de la clausura del Concilio,  un grupo de obispos, insatisfechos quizá por la orientación eurocéntrica y el optimismo desarrollista que imperaba en el aula conciliar y descontentos con la centralidad dada a la increencia religiosa como desafío fundamental en detrimento de la preocupación por las desigualdades entre pobres y ricos, se reunieron discretamente, casi de manera clandestina, en la Catacumba de Santa Domitila en Roma, bajo la inspiración de Helder Cámara.   

 

Los obispos reunidos procedían de todos los continentes, con predominio del Sur global: Asia (China, Líbano, Israel), África (Costa de Marfil, Tanzania, Sáhara), América Latina (Brasil, Argentina, Colombia, Uruguay, Panamá, Ecuador, Chile), América del Norte (Canadá) y Europa (Francia, Bélgica, España, Italia, Alemania). Entre los firmantes estaban Enrique Angelleli, asesinado por los militares durante la dictadura argentina, Luigi Bettazzi, obispo auxiliar de Bolonia, el obispo brasileño Antônio Fragoso, defensor de la teología de la liberación y de las comunidades eclesiales de base, Leonidas Proaño, obispo de los indios, de Ecuador, Helder Cámara, impulsor del documento, José María Pires, arzobispo afrodescendiente brasileño. De los obispos españoles solo firmó el Pacto Rafael González Morajelo, obispo auxiliar de Valencia entonces y de Huelva posteriormente. Los reunidos celebraron una eucaristía, presidida por el obispo belga Charles Marie Himmer, y firmaron el “Pacto de las Catacumbas-Por una Iglesia pobre y servidora”, apoyado posteriormente por más de 500 obispos de los 2500 que participaron en el Concilio.  

 

En el Pacto asumieron una serie de compromisos que afectaban a su vida personal y a su trabajo pastoral. En el plano personal, renunciaban a las riquezas, tanto en las apariencias como en la realidad, y a poseer bienes en propiedad; rechazaban los nombres y títulos que expresaran poder como eminencia, excelencia, monseñor; en las relaciones sociales, se comprometían a evitar preferencia por los ricos y poderosos y a usar símbolos evangélicos, nunca de metales preciosos.

 

En su ministerio pastoral, acordaron confiar la gestión económica y material de las diócesis a una comisión de seglares; dedicarse plenamente al servicio de las personas y los grupos económica, física, cultural y moralmente débiles y subdesarrollados; transformar las obras de beneficencia en obras sociales basadas en la caridad y la justicia; vivir una vida comunitaria con laicos, sacerdotes y religiosos; crear estructuras e instituciones guiadas por la justicia, la igualdad y el desarrollo integral de toda persona y de todas las personas, y destinadas al logro de un nuevo orden social; practicar la colegialidad episcopal “en el servicio en común a las mayorías en miseria física, cultural y moral -dos tercios de la humanidad”-.

 

Cada uno de los trece compromisos que asumieron iba fundamentado y apoyado en citas de los evangelios, de Hechos de Apóstoles y de Cartas del Nuevo Testamento, que radicalizaban todavía más su opción por las mayorías populares empobrecidas. Cabe destacar dos textos. Uno, el referido a la incompatibilidad entre servir a Dios y al dinero: “Nadie puede servir a dos señores, porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y al otro no le hará caso. No podéis servir a Dios y al dinero (Mt 6,24). Otro, el texto del profeta Isaías, leído por Jesús en la sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobe mí, porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a proclamar la liberación de los cautivos y dar la vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19).     

 

Era todo un programa revolucionario en respuesta a la propuesta de Juan XXIII. Se empezaba a fraguar un nuevo paradigma de Iglesia que unos años después daría lugar al nacimiento del cristianismo liberador, a través de las comunidades eclesiales de base, y de la teología de la liberación, primero en América Latina, luego en Asía, África y ahora en las comunidades indígenas y negras. El Pacto, como afirma el teólogo brasileño Oscar Beozzo, inspiró la II Conferencia del Episcopado de Medellín (Colombia), en 1968, que supuso el paso gigantesco de la Iglesia colonial y dependiente a la Iglesia autónoma y poscolonial de la liberación. 

 

La propuesta de la Iglesia pobre, de los pobres y servidora ha sido asumida y puesta en práctica por el papa Francisco. Existe, por tanto, una línea de continuidad entre Juan XXIII, el Pacto de las Catacumbas, el cristianismo liberador y el papa Francisco. ¡Todo un signo de esperanza de cara al futuro! 

 

El Pacto firmado hace cincuenta y ocho años está dando sus frutos, aunque no con la celeridad y la radicalidad que nos gustaría y con la oposición de un sector importante del episcopado que avanza en dirección contraria por la senda de la involución política y eclesial. 

 

Uno de los obispos firmantes que lo practicó de manera radical en su vida personal, en el ejercicio pastoral y en su actividad social al servicio de la paz y de la justicia fue Luigi Bettazzi, que durante seis décadas ha sido uno de los referentes incondicionales de la Iglesia de los pobres. Me gustaría que su recuerdo animara al episcopado mundial a seguir sus pasos. 

 

Imagen: https://blog.cristianismeijusticia.net/2015/11/20/50-anos-del-pacto-de-las-catacumbas 

 

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