Pentecostés no fue un acontecimiento mágico (1)

04 de Junio de 2023

[Por: Armando Raffo, SJ]




Pentecostés: es la luz que nos ayuda a percibir la primacía del amor como único camino hacia la plenitud.

 

La palabra “pentecostés” quiere decir cincuenta días; el lapso de tiempo en que el mundo judío agradecía a Dios por las cosechas que se realizaban en esas fechas. El relato de los Hechos de los Apóstoles se apoya en aquella festividad para significar algo totalmente novedoso. Ya no se trataría, simplemente, de agradecer y festejar por la cosecha obtenida, sino de asumir con coraje y decisión la misión que le cabía a la naciente iglesia. Desde entonces, su pasión habría de ser el anuncio con libertad y firmeza del triunfo de Jesús sobre la muerte. Esa fe se fue leudando con el tiempo en un proceso de relectura tanto de los acontecimientos de la vida de Jesús como de su muerte y resurrección. Pentecostés simboliza el momento en que, como decimos en nuestros días, les cayó la ficha con respecto a la misión que les cabía como comunidad. Recordando la vida y las palabras de Jesús fueron encontrando el sendero que les llevaría a comprender la identidad profunda de Jesús y su misión.

 

Aunque la simbología de los textos del Antiguo Testamento con respecto de la fiesta de Pentecostés no tiene relación directa con la vivencia que tuvieron los primeros cristianos, pero ambas celebraciones se refieren a distintos tipos de fecundidad: de fecundidad de la tierra para los judíos y del amor para los cristianos.

 

Pentecostés subraya la universalidad de la misión de los cristianos. No en vano el texto afirma que en aquel lugar había personas de todos los pueblos conocidos y que cada uno de ellos escuchaba las palabras de los apóstoles en sus propias lenguas. Importa notar, también, que la universalidad que allí se esboza evoca la fe de Abraham cuando soñó ser bendición para todas las naciones de la tierra: “Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra.” (Gn. 12,3) 

 

No debemos pensar que se trató de un acontecimiento mágico en el peor de los sentidos, sino de la condensación de lo que venían rumiando a partir de los acontecimientos pascuales. El Espíritu se hizo presente a través de las rumias, recuerdos y reflexiones. Comprendieron que la vida de Jesús alentaba y encendía sus vidas de tal manera que sólo podría tener su asiento en el mismo Dios. En efecto, la asunción de su misión no fue automática ni inmediata; se fue leudando entre recuerdos, conversas y anhelos compartidos. Tuvo que pasar un tiempo considerable para que asumieran la novedad que significó para ellos la vida y la persona de Cristo.  

Si bien el relato de los Hechos aparece, a primera vista, como algo mágico y extraño, es claro que debemos entenderlo desde los símbolos que se refieren a procesos personales y comunitarios de tal calado que sólo se pueden expresar con símbolos tales como el fuego o el viento. Sus corazones -otro símbolo- estaban encendidos y llenos de coraje. 

 

La novedad del amor de Dios manifestado en Cristo estaba siendo acogida por aquella incipiente comunidad como el alimento que les ayudaría a ser sus testigos en el seno de la historia. 

 

Viene a tono recordar una frase de Martín Velasco que sitúa el acontecimiento religioso en su justo lugar: “Cualquier relación con lo divino que olvide o lesione el carácter absolutamente misterioso y trascendente de su término deja de ser relación con lo divino para convertirse en relación con un ídolo.”[1] Por eso, bien podemos afirmar que las llamas no fueron físicas sino espirituales y que simbolizan el ardor y el deseo que todos sintieron de comunicar el Evangelio de Cristo, no ya orientado exclusivamente a los judíos, sino a todos los seres humanos. El deseo de ser bendición para todos que había movido a Abraham, el padre de la fe, tuvo su máxima expresión en la vida, muerte y resurrección de Jesús. El misterio pascual asumido se convierte en el aliento del amor que impulsa una misión cuyos destinatarios habrán de ser todos los seres humanos. 

 

Así como los cincuenta días simbolizaban para los judíos el tiempo necesario para cosechar y celebrar la fecundidad de su tierra, los cristianos fueron madurando en ese tiempo la misión que el maestro les había encomendado.  

 

Desde la madurez de nuestra fe llegamos a sostener que el Espíritu Santo es el amor que emerge de la relación entre el Padre y el Hijo y que, por ello, sabemos que es el único que puede guiarnos a vivir una vida con sentido tanto a nivel personal como colectivo. El acontecimiento de Pentecostés, además de encomendar a la naciente comunidad el anuncio del Evangelio a toda la creación, nos invita a buscar las formas de llegar a todos en sus propias lenguas. Ello quiere decir que hemos de respetar culturas e idiosincrasias, modos de proceder y de resolver conflictos, tiempos y espacios. Celebrar la fiesta del Espíritu es manifestar con gratitud que hemos sido alcanzados por el Amor que es lo único que nos sostiene en la vida con la frente en alto y mirando más allá de nuestras propias narices.

 

Imagen: https://www.resourceumc.org/-/media/umc-media/2019/05/03/21/08/pentecostes.ashx?h=730&la=es&mh=768&mw=1152&w=1152&hash=ADA1E15E60551C0DF7E80CB3F2640E57AC899248 

 

 

[1] Velasco, Martín, El Encuentro con Dios, p. 227. Caparrós editores, Madrid 1995.

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