[Por: Rosa Ramos]
“El Espíritu Santo, el Paráclito…
les enseñará todo y les recordará todo lo que les he dicho”
(Jn. 14. 26)
El cuarto evangelio que fue escrito a finales del siglo I y culminado ya en el siglo II, nos trae esa memoria de los discípulos acerca del Maestro, que ya ha sido transmitida a las nuevas generaciones y por tanto enriquecida por la experiencia. De ahí que entendieran que el Espíritu les seguía recordando y enseñando todo lo que les había dicho Jesús y los proyectaba a la misión.
La memoria no es copia, es memoria viva, actualización de acontecimientos, personas, historias compartidas, que permiten comprender el pasado, situarse en el presente y dar respuesta a los nuevos desafíos. Eso hicieron las comunidades cristianas al multiplicarse y situarse en diferentes contextos en aquellos tiempos. Las tradiciones orales, tal como había sucedido anteriormente con las gestas del pueblo judío, se iban releyendo e interpretando en función de las circunstancias, en tanto se contaban a los que abrazaban la fe. Eso seguimos haciendo los cristianos hoy, memoria viva de Jesús animados por su Espíritu para responder en otro tiempo, otra cultura y diversos contextos. También nos animan los mártires y diversos testigos de la fe, mostrando las respuestas dadas y alentando a las nuevas según el mismo Espíritu.
La memoria así entendida nos da identidad, pero sin petrificarnos en tiempos y estructuras culturales pasadas, ni en modos, gestos, rituales que ya no dicen nada al presente o, peor aún, generan rechazo. Sin memoria carecemos de identidad personal, familiar, de pueblo. Pero anclados en el pasado dejamos de ser parte del río de la historia que es dinámica. El equilibrio no es fácil, es menester practicarlo una y otra vez.
En nuestra cultura del cambio permanente, de la velocidad y la búsqueda de nuevas experiencias, que al instante serán viejas y descartadas, hemos perdido “el aroma del tiempo” -título de un ensayo de Byung-Chul Han-, hemos perdido su estela que unifica y nos quedan átomos discontinuos. No sólo pasan los instantes fugaces, sino también los trabajos, las películas, los viajes -cada vez más frecuentes incluso, llamados “escapadas”, de pocos días- y hasta pasan las personas sin dejar huella, sin construirse relaciones que perduren. En suma, queda una vida fragmentada y aislada de otras vidas (salvo contactos también breves), sin la identidad que da la memoria.
Esa falta de memoria se evidencia cuando alguien dice: “me hice solo”. O cuando un grupo exige: “hay que dar vuelta la página, ya pasó”, o: “siempre fue así, no pretendas cambiar la historia”. Expresiones que no corresponden a la realidad, nadie se ha hecho solo, el pasado hay que revisitarlo una y otra vez y no sepultarlo ¡la psicología nos ha enseñado qué sucede con la negación! Por otra parte, ¡sí que se puede cambiar la historia!, basta mirar los cambios a todo nivel y no creerlos generación espontánea, sino frutos de opciones y acciones humanas. Cambia la mentalidad, cambian los juicios, las valoraciones, y no todo es malo, hemos avanzado en muchos ámbitos, de ahí que la mirada al pasado siempre es recreación e incluye las nuevas visiones que permite la distancia.
Me voy a referir brevemente a tres películas documentales, una seguramente vista por muchos lectores y otras dos mucho más locales y por tanto menos conocidas. La película argentina “1985”, con el muy conocido actor Ricardo Darín, ha ganado varios premios, aunque no el Óscar, recrea de modo excelente una época y un juicio histórico. Histórico no sólo porque haya sucedido, sino porque su resultado fue un logro de la humanidad toda, no sólo de la República Argentina. No oculta las dificultades para llevarlo adelante, pero destaca el valor de “despertar conciencias”, de abrir los ojos a muchos que “los tenían retenidos”. Esto dicho parafraseando las dificultades que tuvieron los discípulos para reconocer a Jesús y su prédica como auténticos y vivos para siempre.
El cine documental es mi preferido, precisamente por ese trabajo de la memoria, pero además por rescatar el misterio humano, confrontarnos a él y ayudarnos a descubrirlo a través de rendijas en personas concretas. Entrevemos algo universal que nos hermana. Es el caso de las menos conocidas películas documentales uruguayas “Bosco” y “Alcira y el campo de espigas”. Lo curioso es que en ambos casos el rescate de la memoria de los protagonistas es por generaciones jóvenes, en el primer caso la directora es la nieta, en el segundo un sobrino nieto. Ambos jóvenes, sin duda creadores sensibles y curiosos, agradecidos de la herencia recibida, y/o quizá también, con la intención de exorcizar demonios familiares y culpas que quedan agazapadas en los silencios.
“Bosco” se filma en Uruguay e Italia, su directora Alicia Cano Menoni, rinde tributo a su abuelo, y al pueblo de una soñada Italia de la que partió a su vez un abuelo suyo. El protagonista uruguayo vivió hasta los 103 años, siempre en Salto, una ciudad situada a 491 kms de Montevideo. Falleció poco antes del estreno de la película, pero sí sabía del trabajo, a lo largo de trece años, de su nieta e iba viendo parte de la filmación. Bosco, es un pequeñísimo pueblo que va siendo devorado en el espacio por el bosque de castaños y también va siendo perdido en el tiempo, con sus casas de piedra vacías y sus trece moradores mayores. https://youtu.be/hUhPmuFJAVM
La película “Bosco” es también -o quizá fundamentalmente- una reflexión en imágenes sobre el tiempo, la memoria, la soledad y la nostalgia. Hay tantos escritos filosóficos sobre el tiempo, pero también los hay sobre la nostalgia, ese sentimiento tan humano y que, sin embargo, parece cada vez menos frecuente. Esta película que nos conecta con las raíces y con temas fundamentales, es tan bella como entrañablemente humana, aunque provoque lágrimas. Nos ubica en el espacio y el tiempo, muestra nuestra pequeñez y finitud, pero a la vez tiene la virtud de evidenciar la unidad de la que somos parte, si no olvidamos la trama de la historia de la que somos el hilo consciente.
“Alcira y el campo de espigas”, dirigida por Agustín Fernández Gabard, es un gran trabajo de memoria colectiva, reconstruye la vida de su tía abuela, para romper el mito y encontrarse con la complejidad de una mujer polifacética: maestra rural uruguaya, poeta, pintora, activista social en México y con problemas de salud mental toda su vida. Comparto esta entrevista tan ilustrativa a su director: https://youtu.be/7X-xsLZ4LGc
“No romantizar, ni tampoco demonizar”, dice en la entrevista Agustín en relación a su tía abuela. Esa es la gran virtud del documental, mostrar la humanidad de Alcira, con sus luces y sombras. Permite descubrirla poco a poco, a partir de las entrevistas a la familia en Uruguay y a los amigos más cercanos con los que convivió en México. Nos llega la riqueza y el sufrimiento de esta mujer, en la voz emocionada de tantos: su inteligencia, su sensibilidad artística, su cultivo de flores en la UNAM, su osadía y sus locuras (como entregar flores y poemas a todos y en todo tiempo), las dificultades de la convivencia por su salud mental, la precariedad de una vida sin casa propia…
Este es la primera obra del joven director, que de profesión fotógrafo, y ya padre, dice no tener otro proyecto de película en vista, pero nos ha hecho un gran regalo con este documental. La memoria, como decíamos al inicio, no es copia, es actualización, es, ante todo, reconocimiento de la trama de la que somos parte y respuesta a las inquietudes del presente: he ahí su gran valor. Por eso esta exploración ha sanado heridas en la familia que recordaba a “Mima” -así la llamaban- pero que no pudo reconocerla en la anciana enferma llegada de México. Ha regalado a los amigos mexicanos de Alcira un puzle más completo de ella, y a todos los que vemos el film nos permite adentrarnos en la complejidad humana.
¿Por qué me impactó tanto el rostro en sus diversas etapas de Alcira, su letra y sus textos, al igual que los rostros de los habitantes de Bosco y del abuelo salteño que recordaba lo que nunca había visto con sus ojos? Me lo he preguntado, creo que es por mi permanente búsqueda y asombro ante el misterio humano. Cada vida vale, cada vida es presencia y figura más o menos clara o borrosa del Misterio que llamamos Dios. De ahí también, la razón de la memoria como pueblo y de la Marcha del Silencio que hacemos aquí cada 20 de mayo.
Cada uno a su modo, según los dones recibidos, y juntos reconstruyendo memorias, como las primeras comunidades cristianas, podemos asumir la identidad, sanar (los discípulos debieron asumir la Cruz y sus propias debilidades) y seguir tejiendo la trama fraterna de la historia humana según ese sueño del reino de Dios.
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