La corona de oro y la corona de espinas

07 de Mayo de 2023

[Por: Marcelo Barros]




Estos días, los periódicos dedican páginas enteras a mostrar con detalle el corazón del rey Carlos III de Inglaterra. Junto a fotografías que revelan el horror de la guerra en Ucrania, los medios compiten por cubrir la tradicional ceremonia de coronación, que durará dos horas menos de lo que duró la reina Isabel II en 1953. Nobles y representantes del gobierno se disputan los puestos de honor en la nave de la antigua abadía. En todo el mundo, por televisión, muchas personas verán el carruaje dorado, tirado por ocho caballos, que, en el centro de Londres, llevará a los reyes de vuelta al palacio tras la ceremonia.

 

Es probable que esta ocasión de encuentro entre la nobleza de sangre azul y los representantes de la élite política y económica sirva de excusa a muchos amantes de las monarquías que sueñan con un mundo de cuento de hadas, siempre que sean ellos los príncipes y princesas y no los siervos. 

 

En los países del Sur, al ver la corona real colocada en la cabeza del nuevo rey por el arzobispo y el brillo de la carroza dorada, indígenas y negros pueden imaginar que el oro allí concentrado costó la sangre de sus padres y abuelos esclavizados en los campos mineros de América Latina o África. Aunque sea de extracciones anteriores, es el mismo oro que provocó el genocidio de los pueblos originarios en América y que aún hoy intenta exterminar al pueblo yanomami y su Amazonia, herida por tantas minas de oro y yacimientos mineros. 

 

En el propio Reino Unido, alguien podría preguntarse sobre la legitimidad de utilizar dinero público procedente de los impuestos de una población plural, hoy de varias religiones y que en su mayoría ni siquiera es religiosa, para esta ceremonia de lujo que oficializa a un jefe de Estado en una iglesia cristiana. 

 

Quien discuta este asunto se preguntará qué significa hoy que un Estado se legitime mediante el rito de una religión civil. Quizás, viendo esta ceremonia, sean menos los que se pregunten hasta qué punto ha llegado el cristianismo y cómo ha sido posible que la fe cristiana, la misma del Evangelio de Jesús, cambiara la corona de espinas de la cruz de Jesús y de los pueblos crucificados por la legitimación de una monarquía que, como todas las demás, concentra una historia de conquista y colonización que causó millones de víctimas en varios continentes para que, en este momento, un descendiente de la misma familia real pueda recibir del prelado cristiano la corona que le legitima como rey.

 

La ceremonia la realiza la Iglesia anglicana, del mismo modo que, en el pasado, la Iglesia católica legitimó el poder de otros imperios igualmente sangrientos y coloniales. Otras Iglesias, si pudieran, realizarían la coronación de los nuevos reyes en otros templos, como el de Salomón. 

 

Esta concepción del cristianismo eclesial es la misma que hace que se piense en una asamblea de la CNBB como si fuera la asamblea de toda la Iglesia en Brasil y no sólo la conferencia de los obispos católicos. Esto ocurre en las mejores familias, a pesar de que, según la propuesta de Sinodalidad en la que tanto insiste el Papa Francisco, ésta debería, junto con otras instancias, formar la Asamblea del Pueblo de Dios, de comunión católico-romana en nuestro país. En la década de 1990, el obispo Luciano Mendes de Almeida convocó dos o tres veces una Asamblea de los Organismos del Pueblo de Dios. Después de él, no tuvo continuidad. 

 

Cristo Resucitado nos llama a renunciar a las seducciones de una Iglesia cristinista, legitimada por la sociedad dominante e injusta y que monta, como ilusorio decorado cinematográfico, el escenario para una coronación de reyes. En su lugar, ministros y fieles, asumamos la corona de espinas de Cristo, vivida hoy por los pueblos crucificados, a los que debemos ayudar a bajar de la cruz y a resucitar a un mundo basado en la vida buena. 

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