Los susurros de Dios

14 de Marzo de 2023

[Por: Rosa Ramos]




Hoy empiezo con prosa, antes de dar voz a la poesía. Benjamín González Buelta insiste en purificar los sentidos a fin de percibir matices al contemplar la naturaleza, de descubrir la dignidad de las personas allende sus rostros curtidos, el brillo de sus ojos, aunque ya empequeñecidos por la enfermedad o la vejez. Nos invita a dejarnos tocar por las asperezas de una mano, o de una vida toda, sintiendo allí la suave y tibia presencia de Dios. 

 

El Dios en que creemos, revelado por Jesús, es muy discreto, solamente una vez deja ver su rostro resplandeciente (Mt. 17, 1-29), y aún allí sabemos que el relato es simbólico. Sin embargo, Dios no deja de susurrar en medio de tantos ruidos que nos aturden, por eso se trata de aprender a escuchar “entre las voces, una” al decir de Antonio Machado.  Luego de este preámbulo, ahora sí la poesía, ese modo señero de ver y compartir:

 

El Señor ha susurrado algo 

al oído de las rosas, 

por eso se abren 

cada día a la caricia luminosa.

 

Ha murmurado algo a la piedra, 

y por eso ha surgido 

una gema preciosa que centellea 

allá en el fondo de la mina.

 

También dice algo al oído del sol, 

cuyas mejillas deslumbran 

con relucientes destellos.

 

¿Qué será lo que el Señor 

ha susurrado al oído del hombre 

para que sea capaz 

de amar… incluso a Dios?

 

Descubrí hace poco este bellísimo y sugerente poema de Rumi, poeta y místico persa del siglo XIII, en un libro de Dolores Aleixandre. En un capítulo que presenta a Dios como “el que habla”, la biblista va recorriendo y recogiendo esa expresión a lo largo de muchos textos bíblicos. Nos recuerda que el gran imperativo para el pueblo judío era “Escucha, Israel…” y culmina con la escena en que dialogan Jesús y la samaritana junto al pozo y él le dice en relación al Mesías: “Soy yo, el que te habla”. Al terminar el capítulo lo hace con este texto de Rumi y los susurros de Dios.

 

Huelga decir que no concibo a Dios antropomórficamente, como un protagonista más de los acontecimientos, hablando al oído y dando órdenes precisas. Aprovecho la licencia poética de Rumi para reflexionar sobre esa acción sutil del Espíritu que anima la creación y la historia desde dentro, como su fundamento último que podemos descubrir o intuir allende las realidades o hechos.

 

Dios susurra palabras de amor y la tierra florece, la vida explota en los profundos mares, en las remotas montañas e islas inexploradas, gratuitamente. Cuando descubro un paisaje especialmente bello, de pródiga naturaleza, pienso en los que llegaron a estas tierras y las vieron por primera vez. Otros, un día descubren al partir una roca cristales que estuvieron allí miles de años, prestos a brillar esperando la luz, en el corazón de la tierra. Pero lo que más asombra al poeta -y a nosotros- es el susurro de Dios al oído (corazón, discernimiento) de los seres humanos haciéndolos capaces de amar. 

 

Amar que se traduce en confiar, esperar, perdonar, volver a empezar, en cultivar con esmero una relación. Entre los mamíferos la hembra se ocupa de los hijos que puede amamantar, a los otros los mata, pero una vez pasado ese periodo los desconoce, no son “madres para siempre” y los machos en general no cumplen roles de cuidado de las crías. Entre los humanos es posible la atención por parte de padres y madres a un hijo toda la vida y se extiende a su descendencia, pero además es normal el cuidado a otros, sean familiares o no. 

A menor grado de parentesco (y culturalmente obligación), mayor es el signo de humanidad de una persona o de un pueblo que se ocupa de los demás. Ahí entran las luchas y las leyes sociales de protección a los más vulnerables… La especie tardó miles de años en pensar y procurar la educación y la salud para todos, en pronunciar declaraciones de derechos. Aún nos cuesta, y no desconocemos la crueldad de que somos capaces, pero se puede percibir el susurro y aliento de Dios en cada avance, en cada vida que se sostiene, en cada campaña de alfabetización o contra la discriminación. 

 

“¿Qué será lo que el Señor ha susurrado al oído del hombre…?” ¿Y cuántas veces y de cuántas formas, con qué músicas, para que sobreponiéndonos al egoísmo, a los miedos y a las defensas ancestrales, le respondamos amando? 

Tenemos experiencia de que nuestra respuesta no es entera e incondicional, que hoy es “sí” y quizá mañana “no”, que retrocedemos casilleros, que ponemos condiciones para amar. Pero Dios es fiel, sigue susurrando, comunicando su aliento que nos hace humanos.

 

A veces susurra tan bajito y melodías extrañas a nuestra música habitual (de comodidad, de culto al ego, de sálvese quien pueda…), que tardamos mucho en descubrir su voz, su Presencia e invitación a esa otra melodía y baile. Ni qué decir que muchas veces cuando parecía que ya estábamos dispuestos, nos distraemos con cantos de sirenas y nos alejamos.

 

Los susurros de Dios algunas veces nos llegan en los éxodos de migrantes silenciosos y otras en gritos en las calles, marchas con pancartas reclamando derechos conculcados. Susurros en las noches de hospital entre dolores y cuidados, en horas de estudio e investigación procurando el bien común. En abrazos de bienvenidas o de condolencias, en llantos de niños reclamando su leche o risas inocentes que llaman una vez más a la vida y nos ponen de pie cuando habíamos “tirado la toalla”. Y también en sueños y esperanzas trazados en poesías y canciones.

 

Dios, “el que habla”, como lo llama Dolores Aleixandre, lo hace de muchas maneras y de modo pleno en Jesús, quien con sus gestos, su mirada perdonadora, consoladora, tocando amorosamente nuestras lepras y curando nuestras cegueras, es revelación del Amor e invitación susurrada a amar. El gran amador es Dios, el eterno paciente, que no se impone, que nos regala tiempo para que oigamos su susurro y libremente nos convirtamos en amadores también.

 

“¿Qué será lo que el Señor ha susurrado al oído del hombre, para que sea capaz de amar… incluso a Dios?” Llevándolo a buscar a tientas su voz en la noche como San Juan de la Cruz, o entre los moribundos en las calles de Calcuta como la Madre Teresa, o entre los más pobres recorriendo rancheríos miserables de las periferias, como tantos catequistas y misioneros que por ese Dios amado en los otros llegan a dar la vida como mártires.

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