La autopercepción miope

20 de Noviembre de 2022

[Por: Armando Raffo, SJ]




“Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás...” (Lc.18, 9) 

 

El pasaje evangélico conocido como la parábola del fariseo y el publicano comienza con la frase que encabeza esta reflexión. Es sabido que los fariseos despreciaban a los publicanos porque siendo judíos cobraban impuestos para Roma y, además, retenían una buena comisión para sí mismos. En nuestros días diríamos que se ganaban la vida de una manera espuria y que por ello eran mal vistos. Los fariseos, por su parte, cumplían la ley a pie juntillas, se sentían mejores que los demás y despreciaban a los publicanos en forma particular.  

 

Jesús crea una parábola en la que dice que dos hombres habían ido al templo a orar, siendo uno fariseo y el otro publicano. Destaca, además, que el fariseo daba gracias a Dios porque no era como los demás que solían caer en pecados de distinto tipo y más especialmente por no ser como los publicanos por el motivo antes mencionado. Es claro que el mensaje de Jesús no se apoya en el cumplimiento o no de los mandatos de la ley, sino en la autopercepción que ello generaba en quienes cumplían con la ley y, muy especialmente, entre los fariseos.

 

El breve relato nos remite a un dinamismo espiritual que subyace a las motivaciones que las personas tienen a la hora de cumplir con lo que podríamos llamar los mandatos sociales, normalmente, provenientes de la cultura. Sabemos que en el ser humano late una honda e inconfesa tentación que nos habita a todos y nos remite a lo que conocemos como el pecado original que tiene su punto de apoyo en aquella famosa frase: “serán como dioses conocedores del bien y del mal” (Gn.3,5). La tentación, según el relato bíblico, radicaría en no acoger con gratitud el bien recibido, sino en desear ser “como dioses”.  

 

Todos sabemos que cuando alguien logra alcanzar una meta perseguida suele sentirse satisfecho consigo mismo y que acaba fortaleciendo su autoestima. Hasta aquí nada habría que decir o cuestionar sobre quienes se proponen distintos objetivos y van tras ellos. Más aún, sabemos que el esfuerzo y la disciplina son necesarios para alcanzar las metas que nos proponemos. 

 

La cultura dominante tiende a elogiar el esfuerzo en sí mismo y sin mirar, en términos generales, los objetivos que las personas se proponen. Además, no somos tan diligentes a la hora de discernir y calibrar las metas que nos proponemos, sino que tendemos a asumir aquellas que la cultura establece como tales. En este contexto cabe recordar la afirmación de San Pablo en la carta a los Filipenses cuando dice: “… corro en dirección a la meta, para alcanzar el premio del llamado celestial que Dios me ha hecho en Cristo Jesús.” (3,14).

 

Importa subrayar que el premio es el “llamado” que se manifiesta en la persona de Cristo y no aquel que suscitaba el deseo de ser como dioses. En lugar de agradecer la gracia de haber sido llamados por Dios a la existencia, vemos que Adán y Eva procuran “ser” más. Procuran ser como dioses en lugar de acoger el don de Dios; se comparan con el creador en lugar de asumir con madurez su propia realidad. Detrás de ese deseo late una miopía, una dificultad para reconocer la gracia del don recibido. Podemos afirmar, pues, que el dinamismo central que lleva al desprecio de otros radica en la no aceptación gozosa del don de Dios. Así se entiende mejor la alabanza que Jesús hace al publicano: “Les digo que éste bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado, y el que se humille, será ensalzado” (Lc 18,14). 

 

Así como es obvio que divorciar las metas de los medios que hemos de usar para ir tras ellas, supone caer en serios peligros, ocurre lo mismo cuando sólo atendemos a uno de los polos sin tener en cuenta el otro. Parece evidente que el esfuerzo por sí mismo no tiene sentido si no es en relación a alguna meta. Así mismo, sería un infantilismo procurar metas sin atender a los medios que nos pueden llevar hacia ellas. Si, además, recordamos que nuestros deseos están fuertemente diseñados y constituidos por las culturas predominantes, bien podemos suponer que el divorcio aludido puede ser especialmente peligroso. 

 

La meta que San Pablo propone alcanzar no proviene de los mandatos sociales sino de la persona de Jesús. Es claro que ella no proviene de este “mundo”, en el peor de los sentidos, sino de la meta que se nos ofrece en la persona de Jesús. 

 

Desde la mirada teológica podríamos decir que las metas a perseguir no deben surgir, sin más, de los propios intereses o deseos, siempre seducidos por la serpiente original, sino de una oferta “sobrenatural” que no es otra que la gracia o el amor de Dios ofrecido y manifestado en Cristo. En ese sentido, bien sentenció Fries cuando dijo que: “el hombre no puede perfeccionarse en su obrar, sino que la perfección le es otorgada por una acción que no es la suya, que sólo puede recibir, pero que sin embargo aparece como la perfección de su obrar.”[1] 

 

Ninguno de nosotros inventó el amor, sino que lo hemos recibido de otros y, últimamente, de Dios. La perfección, que alude a completar o culminar algo, no proviene de nosotros mismos, sino de la Gracia. Desde esa perspectiva bien podemos afirmar que el engreimiento o el creerse superiores a los demás, delata una miopía notable. El colirio que se nos ofrece en Jesucristo no deja lugar a desprecios de cualquier tipo, sino, más bien, creemos que puede ayudarnos dar gracias por tanto bien recibido.  

 

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[1] Fries, Heinrich, Teología Fundamental, Herder, Barcelona, 1987, p.61

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