06 de Noviembre de 2022
[Por: Armando Raffo, SJ]
“La dimensión divina se abre a partir del rostro humano”. (E. Levinas)
Hace pocos días leyendo un libro sobre hombres y mujeres de la edad media[1], descubrí que San Martin de Tours se bautizó después del evento que simboliza su conversión: compartió su manto con un mendigo en pleno invierno. Sabemos que desde la declaración del imperio romano como oficialmente cristiano por parte del emperador Constantino, se impuso aquello de que la confesión religiosa del rey era la que debían tener todos los súbditos de su reino. Lo que llama la atención no es que Martín se considerara cristiano como prácticamente todos en aquella naciente cristiandad, sino que se bautizara después del encuentro con un mendigo. Aunque la dilación del bautismo era común en aquella época, indudablemente su decisión estuvo relacionada con aquel encuentro. No en vano ese evento representa el ícono de su vida y de su santidad.
Podemos encontrar en esa historia alguna luz para comprender una dimensión importante de nuestra fe. Como fue dicho, no es descabellado pensar que Martín fue, como tantos otros, un soldado que podría tildarse de “cristiano social”, por no decir que simplemente pertenecía a aquella sociedad. La gran pregunta que obviamente emerge es: ¿por qué la historia recalca que Martín se bautizó después de compartir su manto con un mendigo?, o, más precisamente, ¿qué nos quiere decir ese relato como señal de un proceso de fe que, en este caso y en el de otros, desembocó en santidad y, por lo tanto, como un ejemplo a seguir por los cristianos?
Sabemos que los conceptos morales hunden sus raíces en las formas de vida social o en la cultura en términos generales. En nuestro caso, sabemos que la declaración del imperio romano como cristiano en el año 313 promovió una realidad que, de una forma o de otra, debía ser aceptada por todos. Esa situación lleva a pensar que Martín sería un cristiano como tantos otros, es decir, sin un compromiso asumido personalmente. Quizás ello explique que no se hubiera bautizado hasta que algo especial ocurriera en el encuentro mencionado.
Una buena pregunta a hacernos sería si la compasión que se tradujo en acción y compromiso brotó como algo natural, es decir, como algo ya inscrito en las entrañas de todo ser humano mínimamente sano, o si se apoyaría en aquella fe que le habría sido anunciada del modo que fuere. ¿Cómo interpretar la importancia de aquel encuentro? Quizás debamos pensar que, en realidad, no se trataría de una disyuntiva entre algo meramente natural, es decir, como un movimiento intuitivo que se habría producido ante el rostro del sufriente, o de alguna moción que tendría su punto de apoyo en la fe cristiana.
Quizás la disyuntiva no sea real. Más bien hemos de pensar que el ser humano en tanto que creado a imagen y semejanza de Dios ya posee una inclinación o un anhelo de Dios o que es una criatura caracterizada como “capax Dei”. Desde esa perspectiva podemos asumir que el mismo anuncio cristiano posee la virtualidad de atraer al ser humano por su inherente belleza. Una dimensión fundamental de la evangelización consiste en despertar y promover lo que podríamos denominar como lo más entrañablemente humano y que tiene su expresión bíblica en aquel “haber sido creados a imagen y semejanza de Dios”.
Por otra parte, y a la luz de la revelación cristiana, sabemos que el pecado original, más allá de cómo se lo entienda, desvirtuó, en alguna medida, el anhelo hondo de nuestros corazones y la mirada que tenemos los unos para con los otros, pero no al punto de enterrar el anhelo que yace en nuestros corazones. En efecto, creemos que el pecado no logró borrar en forma completa aquella “imagen y semejanza” con que el Creador nos agració. Más aún, si recordamos la famosa exclamación de la Iglesia en Semana Santa: “o felix culpa que nos mereció tal redentor”, podemos intuir que la vida de Cristo, además de rescatarnos del pecado original, nos ofrece una vida mucho más plena de la que se había esbozado en la propia creación.
Volviendo a San Martin de Tours y a la luz de lo antes dicho, podemos pensar que sin que él lo percibiera claramente, el encuentro con el mendigo desató un proceso importante para su vida. De la mano de aquel encuentro descubrió que en sus entrañas latía algo inexplicable que le llevó a compartir su manto aquel hermano sufriente.
El encuentro con el otro desembocó en su bautismo, es decir, en asumir la fe que hasta entonces era un dato sociológico. Algo de esto apuntó Levinas cuando afirmó que: “El otro es el lugar mismo de la verdad metafísica e indispensable en mi relación con Dios.” [2] Podríamos decir que el bautismo fue la asunción de una fe latente que eclosionó en el encuentro con el mendigo. Algo se desveló en el otro sufriente que le movilizó profundamente. Efectivamente, aquella experiencia marcó su vida, no como algo mágico o puramente espontáneo, sino como la oportunidad para acoger personal y lúcidamente cuánto se le había anunciado en el contexto de la cristiandad.
Si preguntáramos ¿qué llevó a Martín de Tours a bautizarse?; bien podríamos decir que el rostro del otro necesitado le permitió intuir la presencia de ese Otro que colma los anhelos más radicales del ser humano. De una forma o de otra, el encuentro con el otro necesitado le ayudó a barruntar la vida abundante que entraña el kerigma cristiano. Martín descubrió el sentido de su vida en ese Cristo del que le habían hablado en términos generales y que se asomó en aquel encuentro. Aquel primer anuncio que hoy en día llamamos “kerygma”, descubrió su virtualidad en el encuentro con el hermano sufriente.
Imagen: https://www.diocesismalaga.es/
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