06 de Noviembre de 2022
[Por: Rosa Ramos]
“Las células son efímeras como las flores,
mas no la vida”
Ernesto Cardenal
Recientemente me mostraron un video que ya había visto antes, pero que volvió a conmoverme, se trata de una anciana con Alzheimer, a la que le hacen oír la música de El lago de los cisnes y de pronto la vemos salir de ese mundo de silencio y vacío propio de la enfermedad. La española Marta C. González, fue primera bailarina del ballet de Nueva York en 1967. Su conciencia lo ha olvidado, en su memoria no hay escenarios, ni historias, no hay nombres, ni palabras, pero al oír la música, sin abrir la boca y con la vista vacía o distante, parte de su cuerpo se despierta por una extraña y maravillosa memoria kinestésica. Entonces sus brazos y manos empiezan a moverse cada vez con más vida y elegancia. Impacta esa “resurrección”. La belleza había anidado tan profundamente en la vida de esa mujer, que ni el Alzheimer pudo hacerla indiferente a ella.
Mi último artículo planteaba el sentido del arte y el lugar de los artistas en este mundo, lo escribí tomando como punto de partida las reflexiones de Roberto Vecchioni, que precedían cada una de sus canciones. Este cantante italiano tiene casi ochenta años y en ese último recital se le notaba el paso del tiempo en el rostro y en las manos. Simultáneamente, de otra manera, la sabiduría: esa mansedumbre y paz, esa ternura pródiga de quien ha cultivado una rica vida interior.
El video de la bailarina me llevó a mirar nuevamente el recital y a pensar en los que han dedicado la vida a crear, a interpretar la realidad-historia desde una sensibilidad especial, y a compartirla con quienes disfrutamos las diversas formas del arte y de la belleza. Tanto el cantante como la bailarina me llevaron a pensar en la vejez de los artistas y en la permanencia de sus creaciones.
Fue entonces, que a las preguntas desarrolladas previamente ¿qué es un artista o para qué sirve un artista?, surgieron otras: ¿Envejecen los artistas? ¿Mueren los artistas? Me respondo “sí” y “no”.
Sí. Como todos nosotros, son mortales y sus células son tan frágiles como las nuestras, su salud se quebranta, sufren accidentes vasculares, sus rostros se arrugan, sus cuerpos se van poniendo rígidos… ellos y ellas viven el proceso de vejez como “cualquier hijo de vecino”.
No. Pues lo original no muere. Esa mirada que ve la noche estrellada bailar (Van Gogh), esa sensibilidad que permite llegar al movimiento, al color, a componer música (aún ya sordos como Beethoven), permanece. El cultivo de ese don que permite encontrar palabras para decir lo inefable, como tantos poetas a lo largo de la historia; eso peculiarmente vivo en ellos o ellas, como las manos aladas de Marta volviendo a la vida en los movimientos que realizaba cuando bailaba ballet, permanece. Por eso recordé esos versos del poeta Ernesto Cardenal: “Las células son efímeras como las flores, mas no la vida”. Morimos, pero… la vida no muere, ni el arte, ni la belleza.
Quizá por eso Platón concibió a la Belleza como una realidad más allá de las formas bellas; a las formas bellas como camino ascendente hacia la Belleza y desde ella hacia la Verdad y al Bien supremo. Quizá por ello tantos artistas de las más diversas ramas se han afanado y afanan por perfeccionar su obra, por captar algo esquivo y por expresar eso que “ven” y no pueden callar. ¡Cómo no recordar aquí el fuego que consumía al profeta Jeremías!
Los artistas no siempre son comprendidos ni reconocidos en vida, muchos ejemplos tenemos en la historia. También envejecen y mueren, muchos incluso mueren jóvenes, a veces incendiados por ese fuego interior. Su arte, en tanto, no envejece ni muere, permanece vivo, provocando sentimientos y emociones, no sólo placer estético (que de suyo es profundamente humano); despertando deseos hondos de justicia, de bien; subsiste fiel y desafiante, alentando ideas, búsquedas y apuestas vitales en distintos ámbitos.
El arte, en suma, es una forma de trascendencia y anima a trascender también a quien lo contempla.
En un mundo de consumismo, somos lo que consumimos, lo que elegimos consumir, pero, atención, pues elegir supone una actitud previa, consciente y deliberada, de decir “no” a cualquier oferta, al aluvión de ofertas. El arte no es para devorar sino para saborear, no es para aturdirnos, sino para despertar los sentidos y un sentido interior profundo. La avidez destruye el goce y destruye el eco que una obra de arte provoca, ese eco que despierta el agua del pozo y la hace cantar, parafraseando a El Principito.
Este mundo de ruidos y de violencias, en su propia locura evidencia insatisfacción, sed de silencio, y de paz que permita apreciar la belleza de la trama de la vida con sus muchos hilos de colores. Una trama que incluye la risa y el llanto, el amor y la pérdida, el temor y la esperanza, la muerte y la resurrección. Los artistas, mortales como todos, con sus obras inmortales, siempre disponibles para revisitar, pueden ayudarnos a descubrir y aceptar esa trama multicolor.
No importa si los artistas son creyentes o no, su mirada y lectura de la vida pueden ponernos en contacto con la Trascendencia o el Misterio inefable que los cristianos llamamos Dios.
Además, quien contempla una obra de arte, quien oye música, lee o escucha un poema, se convierte en cocreador. La obra es recreada por cada persona según su propia sensibilidad, historia, cultura. La obra está allí, ha sido creada por el artista, pero una vez que la contemplamos, no vemos, no oímos, no leemos, no sentimos lo mismo… en cada uno se produce una nueva creación o recreación.
Podríamos atrevernos a decir que por medio del arte participamos de la obra creadora de Dios, no sólo los artistas, sino también los que disfrutan del arte.
Otro tanto podríamos decir -a la luz de la fe- de otras experiencias profundamente humanas que ponen en el centro a otros, como el amor, la admiración, el cuidado del frágil, la defensa de la vida, los esfuerzos por la paz, el respeto y la memoria de nuestros antepasados que nos dieron la vida y abrieron caminos (en esta semana celebramos el Día de todos los santos y el Día de los difuntos). En todo lo que nos humaniza, entrevemos y celebramos la presencia tan viva como discreta de Dios.
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