27 de Agosto de 2022
[Por: Armando Raffo, SJ]
La “Cristiandad” ya no existe y no acabamos de asumir la realidad nueva en que nos encontramos. Desde hace varios años venimos constatando una notable disminución de fieles en los templos y un extrañamiento cada vez mayor de los dinamismos culturales con respecto a los valores cristianos. Seguimos, sin embargo, con pocas excepciones, desarrollando los mismos modos pastorales que eran propios de aquel contexto que ya no existe. En ese sentido y con notable agudeza, Samuel Yáñez afirmó, hace varios años, que: “Se trataría ahora de construir un cristianismo sin cristiandad” y, que ello también supondría: “volver a preguntarse por lo más originario de la fe cristiana. Y de hacerlo en vistas de una renovación honda, tanto del espíritu como de las estructuras eclesiales”[1].
“La cristiandad” se inaugura en el siglo IV por decisión del emperador Constantino a instancias de su madre. Cabe notar que en aquellas épocas la religión del pueblo debía ser la que profesaba el Rey. Más allá del largo y complejo proceso que a lo largo de los siglos fue desarrollando la cristiandad, es obvio que lo que conocíamos como el occidente cristiano, ya no existe como tal. Aunque podrían registrarse algunas islas geográficas o de grupos sociales específicos con características de “cristiandad”, lo cierto es que ya no existe en términos significativos y que, en el mejor de los casos, pueden registrarse algunos lugares en los que la Iglesia mantiene algún tipo de autoridad moral pero en declive.
A modo de ejemplo, basta recordar que hasta hace pocos años el presidente de Argentina debía ser católico y que la Iglesia recibía apoyos económicos del Estado para sostenerse. Importa notar, así mismo, que si bien es cierto que el proceso de secularización se inició por manifestaciones de distinto tipo a nivel social y cultural, también lo es que la propia Iglesia llevó la delantera, en muchos casos, para promover la separación de la Iglesia del Estado y, así, adecuarse a la nueva realidad.
Más allá de pequeñas excepciones o de matices varios, lo que a estas alturas es un dato contundente e indiscutible, es que la “cristiandad” como tal ya no existe. Como se dijo, aunque pueden registrarse grupos específicos o regiones delimitadas dónde la gran mayoría de sus pobladores procuran orientar sus vidas a nivel social y cultural según las orientaciones católicas, también lo es que son poco significativos y, normalmente, muy conservadores.
Sin negar los esfuerzos que ha realizado la Iglesia para asumir la nueva realidad social y cultural, así como para asumirse como un grupo entre otros que conforman el mosaico de las religiones y los variados dinamismos culturales que proveen identidad a muchas personas, importa notar que su pastoral no ha cambiado en forma significativa. Aunque se registran iniciativas de diverso tipo con el propósito de llevar una pastoral adecuada a los tiempos que corren, también lo es que son muy minoritarias.
Así como en los tiempos de la Cristiandad se procuraba alimentar a los cristianos a través de los sacramentos para que llevaran una vida cristiana, hoy son pocos los que acuden a la eucaristía, menos los que se confiesan con cierta frecuencia y poquísimos los que participan activamente en los distintos servicios que la Iglesia realiza a nivel social y pastoral. Cabe notar que dichos grupos suelen estar comprometidos en tareas pastorales y sociales y que procuran profundizar en su propia fe de modos muy diversos. Lamentablemente, en la mayoría de las parroquias existen grupos que podríamos calificar de “trabajo”, es decir, de personas que prestan servicios, pero que no conforman comunidades organizadas. Todo parece indicar que en muy pocas diócesis se concibe y promueve una vida eclesial como comunidad de comunidades articuladas y responsables de la misión evangelizadora.
Puede ser de provecho volver la mirada sobre las primeras comunidades cristianas que con entusiasmo y compromiso tuvieron que llevar el mensaje de Cristo a un mundo mayoritariamente politeísta y notablemente extraño al mensaje de Jesús. El libro de los Hechos de los apóstoles refleja, claramente. que la Iglesia crecía en número en medio de persecuciones y problemas de distinto tipo, y que estaba conformada, mayoritariamente, por lo que en nuestros días llamaríamos los laicos.
¡Cómo no recordar el motivo que llevó a realizar el primer concilio de la Iglesia! Ocurría que muchos paganos comenzaron a convertirse y que los cristianos de origen fariseo querían imponerles la circuncisión. Esa situación lleva a realizar el concilio mencionado. El texto de los Hechos afirma que “Cuando llegaron a Jerusalén –Pablo, Bernabé y otros procedentes de Antioquía- fueron recibidos por la Iglesia, por los Apóstoles y los presbíteros y relataron todo lo que Dios había hecho con ellos.” (Hch. 15, 4). Es claro, pues, que en el primer concilio había, además de los apóstoles y presbíteros, laicos que compartían su fe y participaban de las decisiones que allí se asumían.
Cabe notar que no se trató de un concilio menor ya que estaba en juego, nada más ni nada menos, que la novedad y la universalidad del mensaje cristiano. En efecto, aquella iglesia primera se reunió para dilucidar un asunto que inquietaba a los fariseos que se habían convertido al cristianismo pero que, todavía, no habían asumido la novedad que ello entrañaba. Seguían dando importancia a uno de los signos que caracterizaban al pueblo judío como era la circuncisión. El primer concilio rompe con los signos que subrayaban la identidad propia de los judíos para resaltar la novedad y la universalidad de la buena nueva cristiana.
Volviendo a nuestra realidad, cabe notar que los países más configurados por la cristiandad, fueron los que se vieron especialmente golpeados por la notable disminución de los fieles y por la mínima participación de jóvenes en términos generales. Ya es un lugar común afirmar que la cultura globalizada, que se transmite a través de los medios de comunicación y las redes sociales, consigue formatear en buena medida las motivaciones y los valores de las personas y los colectivos en forma notable. También es un lugar común reconocer que la cultura dominante, además de ser refractaria a la propuesta cristiana, propone valores y modos de convivencia contrarios a ella.
Parece evidente, pues, que más que lamentar y quejarnos por la disminución aludida y la creciente irrelevancia de las instituciones cristianas, deberíamos preguntarnos cómo fortalecer a los cristianos que siguen participando en las distintas comunidades con el propósito de promover una iglesia –ekklesia (los convocados)- que se conforme a partir de pequeñas comunidades bien articuladas y orientadas a la evangelización. Todo parece indicar que la Asamblea cristiana ha de estar configurada como “comunidad de comunidades” fuertemente motivadas para compartir la buena nueva de Cristo a nuestros hermanos.
Es claro, pues, que ya no podemos pensar a la Iglesia como un pueblo pasivo que se descansa en sus obispos y sacerdotes para llevar a cabo la evangelización, sino que las comunidades, lideradas por sus pastores, bien organizadas y articuladas, deben asumir la tarea evangelizadora. En ese sentido, se puede afirmar, también, que la tarea primordial de los pastores es animar y alentar a esas comunidades de tal forma que vayan asumiendo la responsabilidad de anunciar la Buena Nueva a sus hermanos.
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[1] Samuel Yáñez y Diego Gracia (editores) “El porvenir de los católicos latinoamericanos” –Hacia la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (Aparecida 2007) –ed. Centro Teológico Manuel Larrain-, 2006, p 40
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