[Por: Rosa Ramos]
"La vida es el arte de los encuentros,
aunque haya tantos desencuentros en la vida”
Vinicius de Moraes
Creo que lo he dicho otras veces: mi tiempo preferido de la liturgia cristiana es el ordinario.
La Navidad es socialmente un tiempo de fiesta obligatorio, “hay que estar felices” y mostrar esas “ondas de paz y amor”, generalmente artificiales. Es una fiesta mucho más comercial que cristiana. El Adviento se ha convertido en el tiempo de compras para tal evento, peor en el caso del hemisferio sur: es tiempo de cierre para llegar a las ansiadas vacaciones de verano.
Cuaresma y Pascua también me resultan “tiempos impuestos”, en este caso no tanto por la agenda comercial como por la liturgia eclesial. Si bien la cuaresma puede ser un tiempo propicio para la reflexión y búsqueda de mayor autenticidad, me incomoda esa “obligatoriedad” de los rituales: ese dolorismo del viernes santo -en algunas culturas tan grandilocuente que se ha convertido en espectáculo- y el fin de semana de “alegría pascual” con sonrisa de dentífrico. Las convenciones humanas, tan necesarias para la convivencia, a veces conspiran contra la hondura y los verdaderos encuentros. Alguno me habrá leído apologías de esos tiempos en otros artículos, es que me esfuerzo por andar por la vereda del sol y ver lo bueno también en esos momentos y circunstancias.
Pero amo el tiempo ordinario, un tiempo más nazareno, o galileo para ser más amplios. A nivel secular parece ser un espacio de serenidad para acoger la vida mansamente, sobre todo en el sur, con su otoño, invierno y primavera; hasta los vientos ayudan a limpiar y sacudir lo que sobra o contamina. En la liturgia es ese tiempo sin pompa donde, no obstante, la vida crece imparable, la Palabra más plena y nítida de Dios -Jesús- se vierte gota a gota y cala silenciosa y discretamente. La fe se acrisola contemplando a Jesús en su caminar y aprender cada día. Sí, aprender de los otros, de la vida, de los acontecimientos, de las contradicciones de su época, de los pequeños, procurando siempre desentrañar el Misterio de amor del Padre. A la vez buscando los gestos y las parábolas para comunicarlo, contagiando su entusiasmo.
El tiempo ordinario -como las crisálidas- contiene una pequeña vida nueva que crece de puertas adentro, en lo simple, a veces en lo oscuro e ignoto. Sin embargo, de modo especial nos ofrece los mayores regalos inesperados, sorpresa, no estandarizados ni comerciales, regalos que consolidan la fe y la esperanza desde el amor en cuyo nido cálido acontecen.
La vida comparte su mensaje sin parlantes estridentes ni luces callejeras, pero lo que acontece en el tiempo ordinario puede despertar, provocar, animar. Los cristianos lo leemos desde ese Jesús que camina a diario de aldea en aldea, sanando y haciendo el bien, también confrontándose con fariseos y legalistas sabelotodo. Ese Jesús manso y humilde de corazón, compasivo, atento, seguramente con una sonrisa amplia (no con el rostro adusto que tantas veces se ha pintado o esculpido en el arte) y manos grandes, ásperas por el trabajo, que las impone bendiciendo, acogiendo, abrazando y enderezando espaldas para que lo miren y vean la ternura del Padre en la hondura de sus ojos.
El tiempo ordinario nos regala descubrir la mariposa en su crisálida, que con su “presente, aquí estoy” nos hace pregustar la tierra prometida en los encuentros. Esos que acordamos previamente con horario y lugar escogido, que de algún modo nos aseguren el ambiente propicio. Pero a veces nos sorprende en encuentros inesperados, que nos desestructuran. A Jesús le pasaba con frecuencia, cuando se dirigía a un punto y lo detenían en el camino con gritos de súplica, con preguntas tramposas, o él se detenía porque tenía sed, o porque se condolía en las entrañas ante un dolor humano, o porque se maravillaba por la presencia expectante y la fe de la gente. En el tiempo ordinario nos detenemos y contemplamos lo que sucede en esos momentos.
En estos días viví uno de esos encuentros con desconocidos que llegaron a mi casa y la llenaron de luz, de poesía, de historias de deconstrucciones y nuevas construcciones de vida y fe. Tenía un compromiso acordado previamente, una agenda armada para el día, sólo podía dedicarles diez minutos a los desconocidos, pero les dije “suban”. Fueron treinta y al cabo de los mismos ya no fueron desconocidos ese matrimonio y su hijo, al decir de Yupanqui, los hermanos se reconocen en el lejano mirar que orienta toda una vida y la va moldeando lentamente. El amigo común que los trajo, cuando le comenté cuánto me había tocado ese encuentro, me iluminó con su interpretación de los discípulos de Emaús. Me dijo que cuando lo reconocen tras el partir el pan y Jesús desaparece, lo que ocurre es que desaparece el desconocido y se hace visible el conocido, que es reconocido hondamente. Él les había dado esta misma explicación a sus amigos cuando se fueron de aquí también comentado cómo les ardía el corazón en el encuentro inesperado. Una perla del tiempo ordinario, pues la revelación acontece siempre, no necesita tiempos especiales.
Por otra parte, el tiempo ordinario también ofrece sus perlas preciosas especialmente con los reencuentros, tras un período más difícil o tenso en las relaciones.
Todos tenemos experiencia de haber vivido despedidas de familiares y amigos en los aeropuertos, esos abrazos con lágrimas y promesas, esos silencios que dicen tanto en las miradas. Ni qué decir sobre las dramáticas despedidas de los migrantes. Un cantante italiano de hace muchas décadas, Doménico Modugno, cantaba “la distancia es como el viento, apaga aquellos fuegos pequeños, pero enciende aquellos grandes”. Él se refería a la pareja obligada a separarse, otros veteranos quizá pueden recordar la despedida de los protagonistas de la película “Los paraguas de Cherburgo”. Pero también existen otras separaciones y distancias entre personas que tienen muchos años de estrecho vínculo, una pareja, hermanos, padres e hijos, amigos de décadas. Suelen ser desencuentros por malentendidos, por torpeza de una parte e incomprensión de la otra, por tiempos de crisis, porque se enfría el vínculo, porque una parte necesita aire, tiempo. Cuando ambas partes experimentan la necesidad de esa distancia es bienvenida. Cuando es una sola parte la que lo necesita, cuando hubo un malentendido y heridas, suele ser un tiempo doloroso.
Encuentros y desencuentros en las relaciones son normales, casi ningún vínculo por más hermoso que sea es estático y sin sobresaltos, salvo, quizá, en los matrimonios viejos u otras relaciones análogas, donde ya se instaló la calma y la aceptación incondicional de ambas partes, más allá de diferentes caracteres e incluso ideas. Pero habiendo tiempos de crisis y de desencuentros, lo hermoso y que celebro es el regalo del reencuentro o la reconciliación profunda.
También tuve una rica experiencia de este tipo de reencuentro, perla del tiempo ordinario y del invierno, tan sobreabundante que lleva a arraigar el vínculo más hondo y firme, trascendiendo las diferencias y desencuentros.
Podemos alegrarnos porque las alas de la mariposa están ya firmes para romper la crisálida y volar. El tiempo ordinario es también el tiempo de la paciencia, del soltar y esperar con confianza, porque el amor es más fuerte. Jesús confió en aquellos torpes discípulos que entendían poco, pero los fue haciendo comunidad antes de la Pascua que los consolidaría para el después, para la prueba y para los muchos tiempos ordinarios futuros.
Vuelvo a escuchar y ver versiones del baile de Zorba el griego, me inspira a pensar en que no sólo es posible bailar la alegría de la Pascua o de la cosecha; también el tiempo ordinario invita a bailar porque siempre hay encuentros y reencuentros reveladores de quienes somos a los ojos de Dios, orugas, crisálidas, con bellas mariposas creciendo para volar y colorear nuevos amaneceres.
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