04 de Julio de 2022
[Por: Lucas Schaerer | Télam]
El Papa beatificó dos sacerdotes, uno jesuita, que misionaron junto a 18 laicos, entre los pueblos originarios en 1683, en Orán, provincia de Salta. Télam fue testigo de las celebraciones. Un acontecimiento inédito de una iglesia argentina cada vez más aliada a los pobladores originarios de nuestra patria.
El Papa no olvida. Menos a su patria. Lo demuestra con hechos concretos, entre ellos marcar el camino, la misión, por donde debe ir la iglesia argentina. Desde la periferia y con los pobres.
Así el Sucesor de Pedro vuelve a la raíz del cristianismo, y al corazón del Concilio Vaticano II, de la mano con los pueblos originarios.
Desde el Vaticano el proceso está decidido. Ya no se bendice la colonización, que es el dominio cultural y el saqueo de las riquezas naturales. Al contrario se fraterniza con las comunidades que desde hace miles de años conviven en armonía con la Madre Tierra, como enseña Francisco en sus legados teóricos como la encíclica Laudato Si o en la carta pos-sinodal Querida Amazonía, donde sintetiza la crisis civilizatoria como ningún otro líder político y religioso en el mundo.
Gracias a Dios, Francisco sigue siendo Jorge. En su misión siempre los pueblos originarios estuvieron en su corazón. Tan cerca como las fotos de los wichi en su escritorio personal en la curia porteña, en el segundo piso del obispado frente a la Plaza de Mayo.
Por estos motivos, este cronista viajó “al norte del norte”, como define el franciscano Luis Scozzina, obispo de la diócesis Nueva Orán, en la bellísima provincia de Salta.
Es una señal que el Vicario de Cristo retome el gesto institucional de la beatificación. Ahora con dos sacerdotes, Pedro Ortiz de Zárate y el jesuita Juan Antonio Solinas, que en su arriesgada misión evangelizadora de 1683 terminan siendo decapitados junto a los 18 laicos, entre ellos un cacique, mujeres, niñas, un africano, y mulatos. Los honores en camino a la santidad ya lo habían recibido, en 2019, otros misioneros en la periferia, el caso del obispo Enrique Angelelli y sus compañeros de ruta, Wenceslao Pedernera, Gabriel Longueville y Carlos Murias, que pusieron el cuerpo y alma por los campesinos y pueblos originarios.
Para la iglesia católica, un beato es un difunto cuyas virtudes han sido previamente certificadas en la Santa Sede y puede ser honrado con culto. El término beato significa feliz, o bienaventurado en sentido más amplio, ya que esa persona está ya gozando del paraíso. La calificación de beato constituye el tercer paso en el camino a ser canonizado. El primero es siervo de Dios; el segundo, venerable; el tercero, beato; y el cuarto, santo.
El Pontífice argentino, que respaldó como nunca ocurrió en el Vaticano la alianza con los pueblos aborígenes, lo que busca es poner en sintonía a la iglesia argentina con el ejemplo de la iglesia amazónica. Así une a la iglesia de América del Sur. Desde la fe también se motoriza la Patria Grande, que soñó San Martín y Bolívar, como resaltó en el reportaje concedido a la directora de esta agencia.
Vale recordar la otra iniciativa de evangelización en red y territorial que se construyó hace dos años en el Gran Chaco y el Acuífero Guaraní, por el empuje del obispo Ángel “Coché” Macín, uno de los obispos argentinos que se convirtió al laudatismo luego de participar en octubre de 2019 del Sínodo Amazónico en Roma.
Los pueblos fueron los únicos que no se perdieron en el camino. Los salteños y jujeños con fe sostuvieron por años las peregrinaciones en favor de los sacerdotes y 18 laicos asesinados en el valle de Zenta, que permitió rescatar este largo proceso de 400 años, y llevar al entonces obispo de Orán, Gerardo Sueldo, en 1988, (muerto en un sospechoso accidente de auto) y a Diego Eijo, un descendiente del mártir Ortiz de Zárate, a iniciar el proceso de canonización de los llamados mártires del Zenta.
El camino a Orán atraviesa grandes extensiones de lo que fue un gran monte selvático, conocido como yungas, hoy dominado por el cultivo de soja y la caña de azúcar. Las exportaciones se hacen en dólares. “Estamos en el corazón de la bestia. Ves camiones y camionetas último modelo, custodiados con policía privada y abastecidos de combustible con camiones”, me señaló Carina Maloberti, secretaria general del gremio ATE SENASA (Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria) una laica acompañada de su esposo, Ángel “Lito” Borello, secretario de derechos humanos de la UTEP (Unión de Trabajadores de la Economía Popular) y miembro del Movimiento Misioneros de Francisco.
Orán, una ciudad de 200 mil habitantes, queda a tan sólo 50 kilómetros de la frontera con Bolivia, que se une por el puente Aguas Blancas. Famoso este cruce fronterizo por los bagayeros, en su mayoría jóvenes que sin trabajo se ocupan de trasladar mercadería, y porque es señalado como núcleo de operaciones del narcotráfico.
Hasta aquí se movilizó la cúpula del clero argentino (en total 25 con su vocero, Máximo Jurcinovic), entre ellos su titular Óscar Ojea y el arzobispo de Buenos Aires, Mario Poli; el Director Nacional de Culto Católico, Luis Saguier Fonrouge; más el embajador del Papa en su país, Miroslaw Adamczyk; y la visita más esperada, el enviado especial del Vaticano, el cardenal italiano, Marcelo Semeraro, que es el prefecto, lo que aquí sería un cargo de ministro, encargado de llevarle al Papa los procesos de santificación, su ministerio se llama en la Curia Romana: Congregación para la causa de los Santos.
Misionaron sin armas
Los mártires del Zenta, los curas como los laicos, se hicieron fuertes en la paz. Ellos pasaron a la historia del pueblo fiel de Dios porque misionaron sin armas, no eligieron el camino real (por allí fueron los españoles colonizadores) y fueron al encuentro con los originarios para fraternizar en el amor.
Fue una entrega heroica de una comunidad. No héroes individuales.
Partieron desde Humahuaca, provincia de Jujuy, sabiendo los riesgos que les esperaba (pantanos, ríos desbordados, lluvias, mosquitos) y la resistencia de algunas etnias, como los Mataguayos, Tobas y Mocovíes. Pero el ardor misionero pudo más.
Pedro Ortiz de Zárate venía de la familia acomodada que fundó Jujuy, que llegó a convertirse en alcalde de la Ciudad, padre de dos hijos y al enviudar replantea su vida. Se hace sacerdote. A los 60 años y con poca salud gasta lo poco de su vida en la expedición que preparó siendo párroco en San Salvador de Jujuy. Mientras que Solinas era un italiano nacido en la isla de Cerdeña que se formó en la llamada Compañía de Jesús, los jesuitas. Por su actitud misionera fue enviado al fin del mundo, donde se destacó por su asistencia al pobre, al enfermo y su inculturación ya que hablaba con fluidez la lengua guaraní propia de la zona (hoy conocemos como Mesopotamia) donde los jesuitas construyeron las comunidades llamadas reducciones.
Estos locos de Dios fueron acompañados por personas que no se conocen sus identidades, aunque sí que dos eran españoles, un negro, un mulato, una mujer, dos niñas y once varones de distintas etnias aborígenes, entre ellos un cacique Omaguaca.
La amenaza de una emboscada estaba presente. Al punto que fueron advertidos por un cacique. Sin embargo, el 27 de octubre, a la mañana, en una capilla, en el corazón del monte, en el Valle de Zenta, oraron y celebraron misa. Para la tarde en el momento del catecismo, viendo que estaban reunidos, fueron asaltados a los gritos y heridos con flechas y otras armas. Todos fueron decapitados. El sacerdote Diego Ruiz, encargado de llevar las provisiones de la expedición, encontró la escena de la tragedia. Se dispuso a enterrar los cuerpos allí y a Pedro Ortiz de Zárate lo trasladaron a la iglesia mayor de Jujuy y a Juan Antonio Solinas en Salta ciudad en la iglesia de los jesuitas.
La celebración
Las celebraciones por los nuevos beatos iniciaron el viernes 1 a la noche, con la vigilia en la puerta de la catedral de Orán, frente a la Plaza que aún hasta hoy se llama Pizarro.
Allí la palabra central fue responsabilidad del segundo de la Conferencia Episcopal, el obispo Marcelo Colombo. “Caminaron a contracorriente de los poderes de su época. Sobre quienes veían el negocio. Nuestros mártires quisieron cambiar una historia de violencia. Por eso emprendieron una misión cargada de humanidad, que hoy nos enseña una vida apasionada de servicio a los hombres, en la construcción de un mundo más justo y fraterno”, reflexionó Colombo hace años obispo en la provincia de Mendoza, aunque ha sido obispo en Orán.
Bajo un potente sol, en un gran predio deportivo, a las afueras de Orán, se realizó este sábado 2 la misa por la beatificación ante unas tres mil personas.
Quien motorizó la causa de los mártires del Zenta en Roma es una hermana franciscana. Isabel Fernández es una formoseña que trabaja para no resaltar. Busca el anonimato. De hecho, no participó de la conferencia de prensa. Mientras que en el escenario de la misa trataba de estar siempre atrás. Igual resaltaba entre todos los hombres con las casullas rojas, que diseñaron y confeccionaron otras mujeres, unas monjas contemplativas de clausura. “Fueron proféticos”, terminó diciendo a Télam, y su razonamiento va a la misión de la iglesia hoy: “Los mártires caminaron juntos y en comunidad. Por lo que hicieron sinodalidad y eclesialidad”.
El discurso más aplaudido fue el de Rafael Velasco, la máxima autoridad de los jesuitas en Argentina. “Los criterios que daba Solinas en su momento: ‘No los abandonaremos. Estaremos siempre cerca de nuestro pueblo. Además, no los obligaremos a migrar forzadamente’” leyó Velasco y siguió su punzante reflexión: “Cuánta gente hoy migra para sobrevivir. También destacar que cuando los sacerdotes son asesinados están acompañados por compañeros mártires, no fueron beatificados formalmente, pero están aquí en la imagen (un gran cuadro por encima de la Cruz), son 18, que dieron su vida, que representan a tantísima gente, mujeres y hombres, de hoy que mueren y dan testimonio de buenos que son asesinados por el narcotráfico o por una zapatillas y un celular, o tratan de hacer las cosas bien y son dejado de lado por los poderosos que los humillan y los llevan al margen y a veces a la muerte”, en primera fila de traje y corbata el gobernador salteño, Gustavo Sáenz, junto al intendente local, Pablo González, como muchos otros funcionarios del gobierno provincial y local, como efectivos militares y fuerzas de seguridad.
Luis Scozzina en estos días no abandonó su hábito y las sandalias franciscanas. No usa el traje típico de obispo. Por donde iba era el más demandado. Fue el anfitrión de una fiesta popular de tres días. Su sonrisa permanente y afecto no evidencian las preocupaciones del 2018 tras el llamado del Papa a cubrir Orán, por el escándalo de su antecesor, Gustavo Zanchetta, hoy condenado a 4 años y 6 meses en prisión por abuso sexual.
“Un obispo es como un arquero. Tiene que atajar todo lo que le tiran”. Escuchó de un sabio sacerdote que fue su director espiritual en sus inicios como fray. No lo olvida.
El obispo Scozzina es el motor de la beatificación localmente y quien recibe el apoyo institucional desde el Vaticano como de la iglesia argentina para dar vuelta de página a las tribulaciones internas del clero salteño que se provocaron, aunque aún está en proceso latente, y que son una traba para que el pueblo y la iglesia se unan en una misión por la vida que indefectiblemente choca con los poderes mundanos.
El obispo franciscano es un hombre jugado, con evidente parresía.
“Sigan con la camiseta puesta de los mártires” le pidió en la misa al gobernador y el intendente a quienes agradeció todo el apoyo para las ceremonias de beatificación. Para el cierre reivindicó a las comunidades de Pichanal, el pueblo donde fue el martirio, y Colonia, “quienes no abandonaron a los mártires con sus peregrinaciones y fe”.
La comunidad eclesial en Orán, que no abandonó tras los escándalos y la pandemia, no es poca, aunque tampoco muy masiva. El predio deportivo municipal quedó grande. No así en la tierra santa del monte donde se realizó este domingo 3, la última misa, que fue más emotiva, más pueblo, más tierra.
La calculadora no puede calibrar lo afectivo. Un ejemplo es ver a los peregrinos abrazar a Jorge Lugones, titular de la Pastoral Social Nacional, quien fue pastor en Orán. El trato amoroso entre obispo y laicos, entre fotos y chistes, expresa una iglesia del norte que se va fortaleciendo y sanando. “El día que Lugones se fue de la diócesis estaba lleno de pobres”, me confesó un sacerdote oranense muy alegre que miraba la escena a mí lado.
Ahora la iglesia salteña y jujeña tienen la fuerza para enfrentar la cruda y compleja realidad social de un pueblo muy sufriente y una élite política-económica muy prospera.
Francisco busca replicar su misión en alianza con los “Samaritanos Colectivos”, como llamó a los Movimientos populares y eclesiales, que en plena pandemia del coronavirus se pusieron igual en salida para asistir a los millones de parados, que en esta zona del “norte del norte” tiene gran presencia entre bagayeros, vendedores ambulantes, remiseros, cooperativas agrícolas. Un parte de los trabajadores de la economía popular se mantienen aún a distancia, con cierta desconfianza del clero local, mientras que la comunidad eclesial tampoco tiene un trabajo de espalda con espalda. La desconfianza del uso de los recursos del Estado es palpable. Mientras que en ese atreverse a la misión en el monte aún con las comunidades originarias, del extenso territorio yunguero, no parece haber llegado a su punto de hermandad total que se evidencia en un desborde eclesial.
Los mártires beatos del Zenta ayudan más que nunca a cambiar la historia actual. El Kairós, el signo de los nuevos tiempos esperanzadores, está encendido. El tiempo dirá como sigue este proceso.
Publicado en: https://www.telam.com.ar/notas/202207/597405-beatificacion-martires-salta-opinion.html
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