El ver utilitario y la mirada contemplativa (I)

03 de Julio de 2022

[Por: Armando Raffo, SJ]




“El dios de este mundo cegó a éstos su entendimiento, para impedir que vean el resplandor del glorioso Evangelio de Cristo, que es imagen de Dios.” (2 Cor. 4, 4)

 

San Pablo afirma que “el dios de este mundo” es el responsable de la ceguera que padecían, entre muchos otros, algunos de los corintios. La frase es tajante y, al mismo tiempo, desafiante. Es tajante a la hora de afirmar que era el “dios de este mundo” el que entorpeció y cegó su mirada, y es desafiante porque, en el fondo, acaba espoleando el deseo de adentrarse en ese resplandor del que habla Pablo.  

 

Obviamente, se impone hacer un esfuerzo por elucidar qué entendía San Pablo por “el dios de este mundo” que impide ver el resplandor de Cristo. Una pista nos la puede dar otra afirmación del mismo Pablo en su carta a los romanos: “… se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció. Jactándose de sabios, se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombres corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles.” (Ro. 1, 20-23).

 

La idea de “mundo” en la biblia alude, en la mayoría de los casos, al entramado de relaciones humanas caracterizado por la desconfianza y el deseo de autosuficiencia. Algo de eso se deja ver en lo que conocemos como el pecado original simbolizado en la serpiente que invita a desconfiar de Dios y a no reconocer límites de ningún tipo. Atendiendo, por otro lado, al texto de Pablo a los romanos, descubrimos que esa ceguera tendría su asiento en dos ámbitos diferentes, pero hondamente relacionados: la razón y el corazón. 

 

Todo parece indicar que Pablo denuncia, apelando a los razonamientos ofuscados, a algo así como una miopía con respecto a la pregunta por el sentido de la vida en cuanto tal. El afán por controlar las cosas del mundo para ponerlas a nuestro servicio, acabaría obnubilando nuestras pupilas espirituales para avizorar una dimensión fundamental de la vida de todo ser humano. Por otro lado, cuando alude al insensato corazón, denuncia cierto desorden en el ámbito de los afectos que nos llevaría a descuidar las relaciones fecundas con los otros y con el propio mundo. 

 

Por un lado, podemos afirmar una tendencia notable a dejarnos guiar por el afán de controlar las cosas para ponerlas a nuestro servicio y de ese modo distraernos de la pregunta por el sentido de nuestras vidas y de todo cuanto existe. Con otras palabras, podríamos decir que detenernos y estancarnos en descifrar cómo funcionan las cosas del mundo sin otra perspectiva que ponerlas a nuestro servicio, acaba inhibiéndonos o lesionando gravemente, aquello que nos define como seres humanos. Cuando las cosas y los dinamismos de este mundo nos encandilan, despiertan el deseo de dominarlas para ponerlas a nuestro servicio y satisfacer nuestras insaciables “necesidades”. De esa manera perdemos la distancia y la perspectiva necesaria para mirar más allá o, más acá, según se mire, al mundo en general y a los otros en particular. San Pablo diría que nuestros razonamientos ya estarían ofuscados por no decir ciegos. 

 

Cuando logramos zafar de ese encandilamiento que refulge en las cosas que nos hacen la vida más fácil y cómoda, se abre una ventana hacia otra dimensión de la vida y de las relaciones con el mundo en general y con los otros en particular. 

 

Esa compulsión fuertemente estimulada por los intereses económicos de nuestro mundo, también acaba llenando de tinieblas nuestros corazones. De esa forma, “el mundo”, al que alude San Pablo va reduciendo el horizonte que podría llevar a pensar en otra dimensión de la realidad que no se impone a primera vista, sino que se sugiere cuando logramos distraer al “homo faber” y darle alas al “homo contemplativus”. 

 

Así como la cultura en general nos ha llegado de la mano de otros que nos enseñaron a hablar, escribir, dialogar y otros muchos etc., también podemos afirmar que, en buena medida, somos lo que vemos o contemplamos. Vale la pena distinguir, brevemente, el “ver” del “mirar” para clarificar, de alguna manera, lo que queremos decir. Cuando miramos no estamos registrando lo que ocurre como si fuésemos máquinas de filmación. Cuando miramos, procuramos percibir algo que no se refiere al mero funcionamiento de las cosas, sino a otra dimensión de la realidad que sólo es percibida por el ser humano y que, además, requiere de una pasividad y atención no utilitaria. 

 

Como ejemplo, podríamos aludir a hecho de dos o más personas que dialogan. Podemos percibir distintos aspectos o dimensiones del o los actos comunicativos. La riqueza de dicho acto no se puede encerrar en las meras palabras que fluyan de una persona a la otra, sino en los gestos, los tonos y las miradas que nos remiten a otra realidad que no se puede captar por ningún lente, sino por la mirada humana que sabe de asombros y puede percibir realidades de distinto calibre. Se trata, en realidad, de una mirada que expresa, también, al propio sujeto que ve y descubre, desde su propia historia, distintos tonos de “la realidad” que normalmente derivan hacia la pregunta por el sentido de todo cuanto percibimos y de la propia vida. 

 

La mirada que no es instrumental ni posesiva se asoma al mundo convocada por la admiración que suele producirse ante la magnificencia y la belleza de la creación en general y del ser humano en particular. La mirada posesiva y utilitarista está incapacitada para percibir el misterio de la realidad de todo cuánto existe. Cuando nos libramos de ella estamos mejor preparados para “mirar” la creación entera y al ser humano en particular de otra manera. Cuando nos detenemos a contemplar la realidad sin procurar manipularla se nos abren los ojos interiores para percibir el resplandor del misterio de Dios como fuente de la realidad en la que somos nos movemos y existimos (cfr. Hch. 17, 28).

 

Imagen: http://4.bp.blogspot.com/-_6R4hCRt2Hk/T-dT4ObsoYI/AAAAAAAAAz0/g6Hfz9o7E5k/s640/practica+contemplativa.jpg

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