18 de Junio de 2022
[Por: Armando Raffo, SJ]
“Si yo no hubiera venido ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora su pecado no tiene disculpa” (Jn.15,22) La afirmación de Jesús en el evangelio de Juan puede llamar la atención e, incluso, promover una confusión. Según el texto, a primera vista, pareciera que Jesús trajo el pecado a nuestras vidas. Procurando entender bien esa afirmación, podemos pensar que la ausencia de pecado aludiría, más bien, a una inconsciencia del ser humano sobre una realidad existente, que de una ausencia real del pecado y de sus efectos. No obstante, el texto citado pareciera no dejar dudas: ¡no tendríamos pecado si Él no hubiera venido!
Así visto, Jesús, más que el salvador, sería como algo así como el demonio que se acercó para suscitar un pecado que, además, no tendría disculpa. El disparate es de tal tamaño que nos obliga a profundizar en el texto y a arriesgar una interpretación que sea coherente con el mensaje evangélico. Podemos afirmar que la Buena Noticia de Jesús se encuentra en las antípodas de esa interpretación. Se hace necesario entender bien el texto, no sólo para salvarlo, sino, también, para descubrir la buena noticia que late en él.
Una primera luz la ofrece el mismo texto cuando afirma que “si no les hubiera hablado”, no tendríamos pecado. Ello da pie a pensar que el pecado ya existía en las personas aunque no tendrían conciencia de ello. La palabra de Jesús habría desvelado una realidad preexistente y dañina para los seres humanos y que se hace evidente cuando se afirma que “ahora” su pecado no tiene disculpa. De soslayo sostiene la preexistencia del pecado a nivel existencial, aunque sin que los seres humanos tuviésemos conciencia de ello. Se subraya la necesidad de la conciencia sobre la maldad de ciertas acciones u omisiones que, de una manera o de otra, puedan ser catalogadas como pecado.
El punto que ofrece luz sobre la afirmación que nos compete, parece encontrarse en la conciencia del ser humano con respecto a lo que hizo o dejó de hacer. Bien podemos sostener que el pecado supone la conciencia sobre el mismo para ser tal. La inconsciencia real y no simulada desconoce el pecado. Desde esta perspectiva se entiende que la venida de Cristo brindó la luz necesaria para percibir el daño que producen ciertas acciones u omisiones. La inconsciencia real es inocente aunque produzca daños diversos. Con la venida de Cristo ya no hay desconocimiento o inconsciencia sobre la malicia del pecado. La venida de Jesús, entre otras cosas, debe ser entendida como la luz que deja ver la realidad del pecado y su gravedad.
Juan Luis Segundo alude, con otras palabras, al pecado del mundo como la estructura preexistente, organizada y sostenida por determinadas relaciones estables entre las personas que, siendo dañinas al ser humano, les son ocultas. [1] La inconsciencia sobre la realidad sería como la coartada escondida para llevar a cabo el pecado y no conocer la culpa. De cierto modo se puede afirmar que la inconsciencia del ser humano sobre el pecado le exculparía de su responsabilidad. Desde esta perspectiva cobra una relevancia notable la importancia de desvelar lo que está oculto que daña al ser humano en general y distorsiona sus relaciones.
Aunque, como dijimos, estamos ante frases que nos pueden resultar chocantes, oscuras e, incluso, descontextualizadas, también es cierto que, nos empujan a buscar la luz que nos ayude a entender la aparente aberración que el texto aludido parece sostener. Esta suerte de confusión puede darnos una pista que, en primera instancia, ofrezca luz sobre la misión de Cristo, sobre su modo de proceder y, también, sobre la condición humana.
Cuando Juan afirma que con la venida de Cristo el pecado no tiene disculpa, quiere manifestar que su vida deja al descubierto todo lo que nos deshumaniza, así como la responsabilidad que nos cabe sobre procesos y relaciones que deshumanizan. Así mismo, la conciencia sobre la realidad del pecado alumbra algo importante sobre el ser humano. Se insinúa que ha sido creado de tal forma que no puede desentenderse de su responsabilidad con respecto a los otros y al mundo términos generales.
De lo antes dicho, podemos sostener que Jesús no trajo el pecado sino la luz que nos permite percibir el daño que produce el pecado y la responsabilidad que nos cabe a nivel personal y comunitario sobre las relaciones humanas y la dignidad que le caracteriza. La luz que deja ver el pecado es la misma que descubre una dimensión del ser humano que podríamos llamar “su estructura radicalmente ética”. Desoír lo que late en su conciencia más profunda no tendría disculpa.
La luz que es Cristo para nuestras vidas, no impone nada, sino que ilumina y deja ver. Así como descubre el daño que producimos y la inconsciencia que padecíamos, también nos muestra, como en un mismo movimiento, el potencial que esconde la trama esencial de todo ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios.
Algunas décadas atrás y luego del Concilio Vaticano II era frecuente encontrar en ámbitos cristianos una frase que a nadie dejaba tranquilo: “nadie puede volver a dormir tranquilo una vez que ha abierto los ojos”. Se trata de la conciencia que despierta una inquietud santa, una especie de avío del alma que nos pone en marcha hacia estadios de mayor humanización. La luz existe para que podamos ver la realidad oscura y dañina que tiende a esconderse y a naturalizarse en nuestras relaciones. Tener conciencia de ello y no empeñar nuestras vidas para sanarnos y liberarnos de las distintas ataduras que nos deshumanizan y esclavizan, no tiene disculpa.
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[1] Cfr. Segundo, Juan Luis, Teología abierta II –Dios, Sacramentos, culpa, Cristiandad-, Madrid 1983, p.399
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