Tu persona es la luz…

16 de Abril de 2022

[Por: Armando Raffo, SJ]




¿Quién dicen los hombres que soy yo? (Mc.8,27)

 

La pregunta que Jesús hace a sus discípulos la recogen los tres evangelios sinópticos en forma casi idéntica y que, también, la respuesta es similar. Los discípulos comienzan respondiendo que unos pensaban que era Juan el Bautista y otros que Elías o alguno de los profetas. Luego de escuchar esa respuesta les pregunta a ellos: “Y ustedes ¿quién dicen que soy yo? Pedro toma la palabra en nombre de todos y responde diciendo que Jesús es el Cristo, lo que es decir, el esperado, el Mesías que traería la salvación al pueblo. Curiosamente, y sin que medie explicación alguna, Jesús comienza a explicarles que tendría que sufrir mucho, ser reprobado por las distintas autoridades, que le matarían y que resucitaría al tercer día. La misma respuesta se ofrece en los tres evangelios sinópticos.  

 

Aunque estamos acostumbrados a tomar con toda naturalidad la sucesión de los textos o lo que podríamos llamar la pedagogía que ellos van desenvolviendo, es claro que algo hace ruido. ¿Cómo se puede entender que inmediatamente después de la profesión de fe de Pedro en nombre de los doce, Jesús, les anunciara, sin ningún tipo anestesia que sería reprobado por las autoridades, que le matarían y que al tercer día resucitaría?

 

Si bien parece obvio que los evangelistas aluden o se apoyan en un evento histórico como es la pregunta que Jesús habría hecho a sus discípulos sobre lo que la gente pensaba sobre él, también parece evidente que la respuesta de Pedro parece arraigarse en la experiencia pascual. Efectivamente, los evangelios ponen en boca de Pedro, la cabeza visible del a Iglesia naciente, un dato esencial de la fe cristiana: que Jesús era el mesías tan esperado. 

 

Aquella afirmación que, a primera vista, podría quedar como referida a los discípulos de Jesús o, incluso, al mundo judío, es claro que para cuando se redactaron los evangelios, ya la Iglesia había dispersado por la región el mensaje con un tono claramente universal. Esa realidad bien se puede apreciar en el libro de los Hechos de los apóstoles y, muy especialmente, en lo que se conoce como el primer concilio de la Iglesia que ya comenzaba a ser católica.

 

Volviendo al texto con que nos ocupa, es claro que cuando “todo iba bien”, es decir, cuando la popularidad de Jesús iba creciendo y ya el grupo había salido de la Galilea para anunciar el mensaje en otros lugares, es claro que Jesús ya vislumbraba que habría rechazos y que sobrevendrían distintos sufrimientos. 

   

Todos sabemos que los evangelios no son libros de historia en sentido estricto y que no procuran informarnos sobre eventos pasados sino de proclamar y comunicar lo que conocemos “la buena nueva de Jesús” consignada en los evangelios. Bien sabemos que son relatos que con apoyo en historias concretas buscan anunciar la buena noticia de Jesús. Es más, nadie duda que los evangelios se terminaron de redactar unos cuantos años después de la muerte y resurrección de Jesús, y que, además, lo hicieron a partir de catequesis y recuerdos de distintos eventos y frases del maestro que fueron recordando las primeras comunidades. 

 

Los evangelios, pues,  son eso: “eu angelos”, es decir, una buena noticia que no pretende ser una reflexión filosófica ni un consejo sapiencial. Los evangelios procuran anunciar un mensaje que, por su misma virtualidad, puede despertar el anhelo insospechado de vida abundante, así como ayudar a intuir que ese dinamismo pascual atrae a todo ser humano desde lo más hondo de su propio ser.

 

Cabe notar que el kerigma cristiano no promete una felicidad barata o sin costo alguno. Debe quedar claro, pues, que el evangelio de Jesús, además de alumbrar lo que podríamos llamar el sentido de la vida en general, no esconde ni edulcora que se trata de un camino que lo único que propone es atrevernos a entregar la propia vida por el bien de los otros en el contexto que sea. También es cierto que progresando por ese camino, normalmente se va percibiendo la emergencia de una luz que, al igual que la aurora, acaba iluminándolo todo. 

 

La propuesta de Jesús no es masoquista ni el resultado de un cálculo interesado. Nos invita a ventilar un deseo potente y radical de ir hacia los otros, de ser con otros y de procurar el bien de todos. Se trata de un salir que no se apoya en una imposición heterónoma, sino de respetar un anhelo profundo que, en sus mismas entrañas, intuye que únicamente será saciado en el encuentro con los otros y con Dios. Se trata de salir a la luz de una promesa tal y como la experimentó Abraham, el padre de la fe.  

 

Los evangelios, pues, procuran anunciar el mensaje central de nuestra fe que se encuentra sintetizado en lo que llamamos el misterio pascual o el “kerigma”. Es una invitación que procura despertar un deseo profundamente humano. Jesús nos invita, con su palabra y su vida, a asumir ese misterio que nos habita y que, en última instancia, no es otra cosa que animarnos a entregar la propia vida por y para el bien de todos. Seguir a Jesús implica entregar la vida por el bien de todos en la confianza de que, a la postre, ningún amor se pierde. 

 

Ante la pregunta que le hicieron a Jesús: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Aunque sabemos que no es posible encerrar el significado del misterio pascual en una fórmula, intentando algo así como una aproximación, podríamos decir algo así: “Tu persona es la luz que nos permite ver el anhelo que yace en el fondo de todo ser humano y el estímulo que nos impele a salir de nosotros mismos para ir hacia el encuentro de los demás con el propósito de crear una realidad nueva basada en el amor que ya no sería rehén del tiempo.”

 

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