Al tercer día…

17 de Abril de 2022

[Por: Rosa Ramos]




…y resucitó al tercer día, según las escrituras (1. Co. 15, 4)

 

Tras cuarenta días de Cuaresma, entramos en los cincuenta del tiempo Pascual en este 2022 que culminará en Pentecostés. Lo escribo sonriendo con picardía, pues a propósito coloqué en la afirmación tres palabras de una lengua casi muerta en un occidente posmoderno y pluricultural. ¿Tiene sentido, por lo tanto, seguir usándolas cuando no son significantes para la inmensa mayoría de las personas? Ni qué decir fuera del mundo occidental. 

 

Pero apuremos un “no”, pues los miles de millones de personas en todo este planeta “sí” viven situaciones y sobre todo procesos de dolor, de muerte, de silencio, de incertidumbre, de frágil pero renovada esperanza y, algunas veces, también de plenitud. Esas vivencias son las que los viejos cristianos, aún sin encontrar nuevos lenguajes, nombramos con esas “palabrotas”. En este artículo, aún sin nuevas palabras, procuraremos entrar al significado hondo del proceso que lleva -a cualquier persona- a llegar “al tercer día”, aunque desde ya adelantamos que entramos y salimos del mismo, porque la vida es movimiento.

 

La primera Pascua, allá por el año 30 de nuestra era, ocurrió “al tercer día, según las escrituras”, como lo consigna San Pablo retomando lo que era ya un breve credo de las primeras comunidades. Sabemos que tres, siete, cuarenta, son números simbólicos en la Biblia. Tres significa perfección, totalidad, divinidad. 

 

¿Qué nos están diciendo o insinuando los evangelistas cuando nos dicen que Jesús resucitó al tercer día? Sabiendo además que la resurrección no es un evento intrahistórico como sí lo fue la muerte en cruz del maestro y profeta galileo, sino que ocurre en otras coordenadas y se descubre en la fe. ¿Cuánto tardaron en salir del “temor a los judíos” y de la sensación de fracaso los discípulos, los amigos y las amigas de Jesús?

 

Seguramente, como hoy lo sostienen teólogos muy serios, fue un proceso, no fue inmediato. Esos tres días, igual que los tres días de ceguera de Pablo, tras ser encontrado por el Señor “en el camino de Damasco”, son simbólicos. 

 

Quizá nos resulte más fácil de comprender ese proceso de fe aproximándonos a lo que le sucedió a Saulo. Un hombre judío seguro de sí mismo, también orgulloso de ser ciudadano romano, culto, poseedor de los elementos de juicio y algunas categorías de pensamiento filosófico, propias de su tiempo, ¿puede en tres días “convertirse”, pasar de perseguidor a comunicador del evangelio? Sin duda tuvo que vivir un proceso mucho más largo, para “darse vuelta”, para entender el valor de aquel puñado de seguidores del nazareno ejecutado, capaces de vivir ellos también el martirio, quizá meses o años, para descubrir que no eran locos ni tan malos judíos, que realmente habían encontrado una perla preciosa, un tesoro escondido. Entonces, es probable que se haya puesto a hurgar con sus propias manos, con su inteligencia, e intuición, apelando a todos los elementos que poseía y abriéndose a la realidad para dejarse interpelar por ella hasta ser derribado, no de un caballo, sino de una montaña de saberes, de creencias previas. O, quizá no, sólo a releer las escrituras desde ese algo nuevo que le estaba haciendo arder el corazón y moverse -al principio tambaleante- en una dirección bien distinta a la que hasta entonces se dirigía con tanta seguridad.

 

Si aceptamos esto como lo más probable podemos dar un paso más, intentando comprender ese “tercer día” en el caso de los seguidores inmediatos de Jesús, su madre, las mujeres que tan fielmente lo seguían y muchos que se habían animado con la cercanía “del Reino de Dios” del que era portador aquel nazareno. Durante el corto período en que esa comunidad itinerante caminaba con Jesús recorriendo los poblados, en ella misma y en la gente sencilla, crecía una esperanza profundamente anhelada. Animándose mutuamente, iban creciendo en fe, al confiar en Alguien; en esperanza en otro modo de vivir y relacionarse; creciendo en amor, construyendo nuevos lazos entre ellos que se iban extendiendo, pues empezaban a mirar a los demás como Jesús los miraba. Se gestaba así una comunidad compuesta por hombres y mujeres, que compartía el pan y la vida cotidiana con enfermos y pecadores públicos, que se conmovía con cada nuevo signo que iba descubriendo en las palabras y gestos del carpintero devenido profeta. Intuían, quizá oscuramente, algo absoluto o trascendente en aquel Jesús, que después del “tercer día” llamarían “el Señor”.

 

Esos anawin que se convirtieron en discípulos de un raro profeta, sin duda ante su muerte maldita, en cruz, propia de esclavos, sufrieron terriblemente el fracaso, se encerraron, huyeron, casi diríamos implosionaron. Recordemos que ya durante la vida y prédica de Jesús hubo un crecimiento y luego un decrecimiento de seguidores. 

 

Sin embargo, no sabemos exactamente cómo, “al tercer día”, creyeron que estaba Vivo, vivo de un modo nuevo por el cual ya no tendría poder la muerte sobre Él y su mensaje. Esa fe la formularon en lo que hoy llamamos el kerigma y la transmitían con tal convicción que estaban dispuestos a dar testimonio aún con sus vidas de que su Maestro no mentía cuando les hablaba del Reino de Dios. Comprendieron -al cabo de un proceso personal y comunitario- que la experiencia del amor de su Abba, que el maestro les transmitiera de modos concretos, con gestos y palabras, gritaba más fuerte que la violencia y el silencio de cruz que los había desmoronado.

 

Lo históricamente contrastable es que ese grupo deja de tener miedo, vuelve a reunirse en Jerusalén primero y luego sale a formar nuevas comunidades. Ya no se reúnen en torno a un hombre de carne y hueso, sino en torno a su “memoria”, que se actualiza en cada encuentro con ciertos gestos aprendidos, como partir y compartir el pan, y siguiendo las huellas del Maestro o intentándolo. 

 

Ese proceso que vivió Pablo, que vivieron antes los compañeros inmediatos de Jesús (y más tarde expresaron en relatos de encuentros del Resucitado con María Magdalena, Tomás, los discípulos del camino de Emaús…) no nos es ahorrado a nosotros. 

 

Todos tenemos que llegar en nuestra fe al tercer día para realmente ser cristianos y eso no es tan sencillo. Tocar el propio límite, beber el cáliz del fracaso, sentir en las entrañas la impotencia ante lo injusto, mirar la muerte a los ojos o en los ojos de otros… nada de eso nos asegura un salto inmediato a creer en la resurrección. ¿Cuántos tres días necesitamos permanecer en esas experiencias límites hasta llegar -quizá- a descubrir en ellas mismas “esto no es todo, esto no es definitivo, intuyo algo nuevo”? Hemos de pasar por el desasosiego, la duda, la frustración (no es “el Mesías poderoso” que imaginábamos), y será necesario volver a encontrarnos con Jesús, aprender a reconocerlo hoy vivo, escuchar sus Palabras de Vida que alimenten realmente la nuestra y la hagan fecunda.

 

Y por si todo ello fuera poco, hemos de reconocer en honestidad que nuestro “tercer día” no es definitivo, es siempre en proceso. En esta Pascua 2022 rezamos que nuestra fe sea honda, humilde y encarnada, que su sello de autenticidad esté dado por seguir apostando a la vida en situaciones de muerte y celebrando las resurrecciones parciales. Creemos, Señor, pero aumenta nuestra fe.

 

Imagen: https://logoi.org/wp-content/uploads/2018/03/resucito_sketch500.jpg 

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