Un Dios crucificado para un pueblo sufriente

16 de Abril de 2022

[Por: Diego Pereira Ríos]




Un nuevo viernes Santo nos convoca en este año 2022 en un nuevo clima de celebración: la posibilidad de que, pasada la emergencia sanitaria del Covid 19, ya podemos acudir presencialmente a las celebraciones del Triduo Pascual. Esto genera en muchas personas cierta alegría y gozo de estar junto a su comunidad para celebrar la muerte, pasión y resurrección de Jesús. En particular hoy, el cristianismo católico mira “el árbol de la Cruz, donde estuvo suspendida la Salvación del mundo”, como se canta en la celebración de este día. El centro de la liturgia católica está puesto hoy en la cruz: símbolo de tortura, de muerte, de humillación; en la cual muere Aquél que pasó haciendo el bien (Lc 19,1-10) pero que, aun así, fue mal visto y condenado como un delincuente. La Cruz es por tanto, un enigma para el ser humano, donde somos desafiados por Dios a aceptar la actuación de Dios sin lograr comprenderla. La cruz despierta devoción o tristeza, pero también es signo de esperanza.

 

¿Jesús pudo intuir que terminaría en la Cruz? No se trata de jugar a una simple adivinanza sino de pensar si Jesús sabía que su muerte lo esperaba allí, colgando de un madero. Pero sin duda alguna los datos históricos nos hablan de su muerte en una cruz: una muerte cruel y sangrienta, dolorosa y angustiosa. Como consecuencia de sus palabras y acciones en el tiempo previo a la crucifixión, Jesús es condenado en dos niveles: político y religioso. En los dos casos es considerado un revolucionario ya que “la predicación y la práctica de Jesús representaron una radical amenaza al poder religioso de su tiempo, e indirectamente a todo poder opresor” (Sobrino, p. 254). Ante la Ley de Moisés es un reo y blasfemo; ante el emperador es un agitador y alborotador que cuestiona la autoridad terrena. Esto lo pudo predecir Jesús cuando acude al Templo, que era el centro religioso, político y económico de Israel, y públicamente acusa a sus autoridades (Mc 11, 15-18).

 

Jesús supo claramente que un posible destino de su vida era la muerte de cruz, pero nunca renunció a sufrirlo siendo coherente con todo el camino que había realizado. Jesús había prometido la liberación de mal manifestado en la religión y en el sistema político que seguían oprimiendo al pueblo y mantenerse firme hasta el final. Esto implicó que la cruz sea el sello con el cual cerrara ese pacto con la humanidad. En este sentido la “comprensión de la muerte presupone la pasión y los hechos pascuales, estos últimos entendidos como liberación y confirmación de la fidelidad de Dios hacia su último emisario” (Moltmann, p. 131). Por eso, el sufrimiento de Jesús en la cruz no puede separarse del sufrimiento del pueblo que veía en él una esperanza de cambio, de una vida más justa. De esta manera tiene sentido lo que afirmara Pedro, acerca de que el cargó sobre su propio cuerpo los pecados de todos, para que vivamos a la justicia (1 Pedro 2, 24). 

 

El desafío de los cristianos en la actualidad, entre la celebración de la fiesta donde recordamos qué sucedió según los Evangelios, es entender de qué manera podemos comprender la cruz en la actualidad. ¿Es apenas un tiempo para recordar y reafirmar nuestra fe? El viernes Santo ¿debe ser un día para sentirnos mal y llorar por lo que Jesús sufrió? La cruz de Jesús sigue siendo un misterio que no podemos comprender pero que tampoco podemos evitar pensar y buscarle un significado para el ser humano de este siglo, y por ello debemos ver en la muerte de Jesús, a tantos que hoy siguen muriendo por causas similares. Si Jesús muere por los pecados de los poderosos y que condenaban a muchos a muertes injustas, entonces hoy Jesús sigue muriendo en el cuerpo y el alma de muchos hombres y mujeres, niños y niños que por la injusticia de otros, mueren en condiciones similares. 

 

El teólogo español que fue matado en El Salvador, Ignacio Ellacuría, supo leer el Evangelio y lograr ver en su tiempo la cruz de Jesús presente en el pueblo: el pueblo crucificado. Decía que se trata de aquella colectividad que siendo la mayoría de la humanidad debe su situación de crucifixión a un ordenamiento social promovido y sostenido por una minoría, que ejerce su dominio en función de un conjunto de factores, que como conjunto y dada su concreta efectividad histórica, deben estimarse como pecado”. Esta misma convicción de Ellacuría de afirmar que en la historia de la humanidad hay muchos que siguen siendo crucificados a causa de un sistema social, económico y político, fue tan veraz que le costó la muerte. De la misma forma que Jesús, Ellacuría fue muerto por denunciar la opresión y el abuso contra su pueblo, pero el vio que muchos ya habían abrazado la cruz antes que él. Supo ver en el pueblo la crucifixión diaria de tanta gente que pasó haciendo el bien.

 

De forma que los cristianos que contemplamos la cruz tenemos un doble desafío: reconocerla como signo de injusticia humana, lugar del sacrificio de Dios mismo por el género humano; y signo del despertar, de una toma de conciencia de un cristianismo comprometido con las muertes injustas que seguimos viendo. La cruz no puede ser un simple símbolo de devoción piadosa, descarnada de la realidad. Si podemos decir que somos parte de la turba que condena a la muerte a Jesús, si es que somos culpables, es por lo poco que hacemos hoy para impedir la muerte de nuestros semejantes. Si la cruz tiene sentido es porque sigue invitando a todos los cristianos a estar dispuestos a ella, por causa del pueblo sufriente. Si Dios sigue sufriendo hoy es porque el ser humano sigue siendo abusado, flagelado, violentado y matado. Solamente el sentido martirial de la vida cristiana, el estar dispuesto a morir por nuestros prójimos, le dará sentido al cristianismo. Si Dios hoy tiene un rostro, es el rostro del pueblo sufriente. 

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