22 de Enero de 2022
[Por: Juan José Tamayo]
Estamos asistiendo a un importante debate en torno a la relevancia de la religión en la esfera pública que intenta superar los estrechos planteamientos de un determinado tipo de laicismo que la reduce a la esfera privada, al ámbito de la conciencia y a los lugares de culto, y cierra toda posibilidad de su presencia en el ámbito cultural, social y político. Dicho laicismo tiende a situar a la religión, a todas las religiones, cualquiera que fuere su tendencia u orientación, del lado de la irracionalidad, de la trascendencia desvinculada de la historia y de la alienación personal y colectiva, considera la esfera pública como el único espacio de deliberación racional y de acuerdo libre de coacción.
En el debate sobre el tema en el nuevo escenario político y religioso intervienen intelectuales de reconocido prestigio que vienen dialogando desde diferentes disciplinas y enfoques: teoría crítica, pragmatismo, posestructuralismo, teoría feminista, hermenéutica, filosofía del lenguaje, fenomenología, etc. Entre ellos cabe citar a Jürgen Habermas, Judith Butler, Charles Taylor y Cornel West, Luc Ferry, Marcel Gauchet, Vattimo y Rorthy, etc.
Uno de los libros que, a mi juicio, mejor refleja este debate es El poder de la religión en la esfera pública (Trotta), que recoge textos del filósofo alemán Jurgen Habermas, del filósofo canadiense Charles Taylor, de la filósofa estadounidense Judith Butler, del filósofo estadounidense Cornel West y una entrevista de Eduardo Mendieta con Jürgen Habermas. Comparto la afirmación con que comienza el lúcido prólogo que hacen sus editores Eduardo Mendieta y Johatan Wanantwerpen a los textos seleccionados: “La religión no es meramente privada ni puramente irracional. Y la esfera pública tampoco es un ámbito de franca deliberación racional ni un espacio pacífico libre de coacción”.
La situación espiritual de nuestro tiempo, observa Habermas, se mueve entre dos tendencias intelectuales opuestas: por una parte, el naturalismo cientificista, que se manifiesta en los progresos en biogenética, neurociencia y robóticas; por otra, la revitalización y creciente relevancia política de las comunidades y tradiciones religiosas a nivel mundial. La primera es consecuencia de la fe en la ciencia, que constituye una de las premisas de la Ilustración. La segunda es consecuencia de la crítica radical a la autocomprensión no religiosa de la modernidad occidental. Llevadas al extremo, ambas tendencias hacen peligrar la cohesión de la comunidad política.
La condición para evitar ese peligro es la creación de un espacio común en el que los ciudadanos que profesan unas creencias religiosas y los que profesan otras o ninguna convivan por convicción en un orden democrático. Esto requiere, por parte de los ciudadanos religiosos, reconocer el pluralismo de religiones y cosmovisiones como hecho, como derecho y como riqueza, entrar en un diálogo reflexivo dentro de dicho pluralismo y armonizar “su fe con el privilegio epistemológico de las ciencias sociales…, con el Estado laico y con la moral universal de la sociedad”, asevera Habermas.
La exigencia que pide a los sectores laicos de la sociedad es adoptar una actitud abierta hacia la posible racionalidad de las aportaciones religiosas y colaborar en la traducción de dichas aportaciones a un lenguaje que pueda ser universalmente accesible. El filósofo alemán subraya la importancia de “traducir” los contenidos éticos de las religiones con el objetivo de incorporarlos a una perspectiva filosófica postmetafísica, de enriquecer la cultura política y de combatir el capitalismo global, tarea que asigna tanto a creyentes como a no creyentes que hacen uso público de la razón.
Siguiendo la estela de Hegel, Habermas cree que “las grandes religiones pertenecen a la historia de la razón misma” y que no sería razonable dejarlas fuera del horizonte cognitivo. “Las tradiciones religiosas proporcionan hasta hoy la articulación de la conciencia de lo que falta. Mantienen despierta una sensibilidad para lo fallido. Preservan del olvido esas dimensiones de nuestra convivencia social y cultural en las que los progresos de la modernización cultural y social han causado destrucciones abismales”.
Taylor ubica el debate en torno a lo secular y lo religioso en el horizonte de una “filosofía de la civilidad” y del “orden moral moderno”. Las sociedades democráticas modernas, afirma, se organizan en torno a nuevas ideas de orden, entre las cuales se encuentra la “esfera pública”, y a una nueva concepción de lo político y a la búsqueda del overlapping consensus. Ahora bien, ¿qué papel pueden jugar los argumentos religiosos en la consecución de ese consenso? Su respuesta discrepa en parte de la de Habermas. Cree que hay que llevar a cabo “una drástica redefinición del secularismo”, critica la persistente “obsesión por la religión” y considera que el lugar de la religión en la esfera pública no debe considerarse un “caso especial”, ni en lo referente al discurso político, ni en lo que tiene que ver con la razón y la argumentación en general. Se trata de un caso dentro de la cuestión de la diversidad.
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