La necesidad de permanecer

23 de Noviembre de 2021

[Por: Armando Raffo, SJ]




“Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” (Jn. 6,60) Quién lee la afirmación de los discípulos que titula este apartado, muy probablemente se pregunte, ¿qué habría dicho Jesús para que sus propios discípulos manifestaran que no lo podían escuchar? Para colmo de males, Jesús, sabiendo que murmuraban sobre eso, redobla la apuesta y les dice: “¿Esto los escandaliza? ¿Y cuando vean al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?” (v.62) Pareciera que Jesús procura desconcertar a sus discípulos con afirmaciones que no pueden comprender fácilmente. Después continúa diciendo que el espíritu es el que da vida y que la carne no sirve para nada y que sus palabras son espíritu y vida. Más aún, Jesús había dicho que él es el pan vivo bajado del cielo y que él es el alimento para la vida eterna. Aquel lenguaje calificado como duro, sin embargo, no les era totalmente extraño. Si bien hemos de tener en cuenta que el evangelio de Juan terminó de redactarse hacia el año 100 en el Asia menor y con el objetivo de que los cristianos ahondaran su fe, es claro que su lenguaje no es fácil de asimilar. Todo parece indicar que no se dirige judíos, es decir que los destinatarios serían los gentiles.

 

El desconcierto de los discípulos bien podría ser mayúsculo si no se ponen las cosas en contexto, es decir, si no atendemos a lo que Jesús había dicho antes del comentario de sus discípulos. En efecto,  Jesús utiliza expresiones que para nuestro horizonte cultural, sonarían más que extrañas, por no decir, escandalosas. Jesús había dicho: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él.” (v.56) Con otras palabras, podríamos decir que Jesús se presenta como el alimento, como el pan que da vida y vida eterna.

 

Como es obvio, Jesús no proponía ningún tipo de antropofagia sino que se refería a su humanidad, a su vida. El cuerpo y la sangre en la Biblia hacen referencia a la persona concreta y subraya dos dimensiones que son inseparables: su humanidad concreta, finita, por un lado y, por otro, su vida, esa que se expresa a lo largo de la historia, en sus opciones, en su libertad. Hoy diríamos que Jesús invita a que sus discípulos se alimenten de su vida concreta y de su palabra. Así se puede entender que Jesús llegue a afirmar, según el evangelio de Juan, que quién come de ese pan (carne y sangre en el lenguaje bíblico), además de permanecer en él, tendrá vida para siempre.

 

El Diccionario teológico del Nuevo Testamento de Lothar Coenen et. al., después de recordar que en el prólogo del evangelio de Juan se afirma que todo se hizo por medio de la palabra y que los suyos no la recibieron, sostiene que: “… no basta la pura comunicación de la verdad divina (como gnosis), sino únicamente la manifestación de la palabra en cuanto carne entre toda carne, para revelar a ésta su extrañeza frente a la palabra y, por tanto, frente a la verdadera vida, que ella no tiene.”   

 

La afirmación citada es tan aguda como reveladora de algo que es central a la fe cristiana. A pesar de que, como bien dice el prólogo del evangelio, todo ha sido hecho (creado) por medio de la Palabra y que ella es la vida y la luz de los hombres, éstos la rechazaron. La única forma de que la Palabra ilumine y libere a los seres humanos de su ceguera y cerrazón es que sea “carne entre toda carne, para revelar su extrañeza frente a la palabra…” 

 

Como ya fue dicho la “carne” en el la Biblia se refiere a la totalidad del ser humano. No se trata de un concepto abstracto sino de la vida que se refleja en el devenir histórico y las opciones personales.  Es necesario que la palabra “sea carne entre toda carne”, para revelar a ésta su extrañeza frente al a palabra. Lo que parece un juego de palabras redundantes, no lo es. La clave está en que la “palabra” genere extrañeza. Ello supone, por un lado, algo común, algo que se entienda y que tenga que ver con la vida concreta de las personas y, por otro, algo que genere extrañeza, es decir que cuestione y desafíe lo existente generando una diferencia, algo que obligue a meditar. 

 

Viene a tono recordar que, según el evangelio de Juan, el mundo había sido hecho por la Palabra y que el mundo no la conoció. En este caso, la alusión al “mundo” evoca a la historia sometida al pecado; es decir, al rechazo de la propuesta divina ínsita en el mismo proceso creador. El pecado produce un quiebre estructural que va a generar la indiferencia ante el proyecto divino y la consiguiente deshumanización. La palabra hecha carne, es decir, la vida y la humanidad de Jesús constituye esa “extrañeza” cuestionadora de lo existente. 

 

Sabemos que todo acto comunicativo que se precie de tal genera una diferencia, despierta una pregunta o una inquietud. Adquirir un conocimiento significativo supone haber percibido una diferencia, algo que no estaba en el propio repertorio o que fuese sabido. Se trata en definitiva de un proceso por el que participando de un mismo lenguaje se genera una diferencia, un salto comunicativo que provoca una decisión. Jesús, cuando invita a sus discípulos a alimentarse de su carne y de su sangre, está, por un lado, invitándolos, por una parte a alimentarse de su carne, es decir de su humanidad, de su limitación y, por otra, de su sangre, es decir, de su vida concreta, de sus opciones y de su modo de vivir.  

 

Podríamos decir que los discípulos de Jesús al manifestar su dificultad para escuchar lo que Jesús afirmaba, estaban, existencialmente, en el momento refractario ante la novedad que manifestó. La diferencia que todo acto comunicativo pretende compartir, genera, en primera instancia, una negación que, en el fondo, revela la dificultad de asimilar algo que es nuevo. A nivel psicológico, podríamos catalogarlo como cierta resistencia a lo desconocido y, en ese sentido como un momento negativo, no en sentido moral sino meramente cognoscitivo. La propuesta era tan alta y novedosa que no la podían comprender y menos asimilar. De hecho, sabemos que muchos discípulos se alejaron de Jesús luego de las afirmaciones antes aludidas; baste recordar aquel: “¿Quién puede escucharlo?”.

 

Cuando muchos discípulos abandonaron a Jesús, él les preguntó a los doce si también ellos querían irse (cfr. Jn.6, 67). Como sabemos, Pedro toma la palabra y dice: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna…” (v8) Esa decisión de los más íntimos, refleja la importancia del vínculo y de la permanencia para percibir la novedad de Cristo. Su vida y su misterio, que puede aparecer como “increíble” e insignificante para las apetencias y las valoraciones culturales, exige tiempo y permanencia para intuir la vida que esconde. Aquellos discípulos que supieron permanecer con él sin poder explicar con claridad los motivos que les llevaron a permanecer, son los que pudieron ir descubriendo la novedad inusitada que se había acercado de la mano de Jesús. Algo les decía que tenían que seguir con el maestro a pesar de no comprender exactamente lo que les decía. Esa permanencia fue dilatando sus pupilas para ver el rastro divino en medio de la historia.

 

Nuestro tiempo que, como sabemos, se caracteriza por la liquidez, al decir de Zygmunt Bauman y la rapidez, al decir de Byung Chul Han, no es el mejor caldo de cultivo para acoger la novedad y la vida de Cristo. La verdadera novedad requiere de tiempo para ser asimilada. El evangelio de Juan quiere invitarnos a permanecer ante la novedad de Cristo aunque a primera vista nos descoloque o inquiete; saber permanecer desde la luz del Evangelio nos prepara para descubrir la presencia de Dios en el corazón del ser humano y en la esperanza que a todos nos habita. Como bien dice el evangelio de Juan: “El que permanece en mí y yo en él, dará mucho fruto.” (Jn.15,5)

 

Notas

 

1 Coenen, Lothar et. al. Diccionario Teológico del Nuevo Testamento Vol. I ed. Sígueme –Salamanca- 1980 p.232.

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