02 de Noviembre de 2021
[Por: Armando Raffo, SJ]
“Dijo Dios: ´Haya luz´, y hubo luz.” (Gn. 1,3) El libro del Génesis comienza con dos relatos de la creación. Sabemos que fueron hechos en épocas distintas aunque ambos destacan al ser humano como el centro de esa creación. En un caso, el relato más próximo a nosotros (Gn. 1,1-2,4), el ser humano es creado al final de toda la creación, como si fuese la coronación de un proceso y, en el otro (Gn.2, 4-25), el ser humano es creado al comienzo del proceso, remarcando, de esa manera, la prioridad del ser humano sobre los demás seres creados. El punto a resaltar del primer relato, que es el más tardío y evolucionado, es que Dios crea todo por medio de la palabra. A la hora de crear los distintos grupos de seres siempre comienza afirmando: “Dijo Dios…“ y así van apareciendo los distintos grupos de seres hasta llegar al ser humano. Allí dice: “Dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra; que manden en los peces del mar y en las aves del cielo… ” (1.26)
Bien podemos intuir en esa insistencia algo que el pueblo que dio origen a ese relato intuyó como esencial y constitutivo del ser humano; algo que atraviesa en forma análoga o referencial a toda la realidad creada. Todo lo que somos y conocemos tiene su origen, de una forma o de otra, en la palabra. Si la palabra divina crea y crea todo lo conocido, ella subyace, de alguna manera, a toda la creación y no como un dato ilustrativo, sino como un dinamismo que avanza en un sentido, que persigue la humanización. No en vano la etimología de la palabra poesía alude a crear. Una buena poesía crea algo en el interior de las personas, algo bueno, algo que nos recuerda la espiritualidad que nos es esencial. La palabra configura nuestro interior, despierta nuestra conciencia y nos pone en relación.
El habla precede al pensamiento porque el lenguaje despierta la autoconciencia. Somos seres espirituales en cuanto que nos hablaron y hablamos. Desde esa perspectiva el lenguaje, la palabra que nos precede es la que despierta el yo que siempre viene llamado por el tú. Moltman llegó a decir que “Toda vida auténticamente humana es relación tú-yo” y que “la palabra del lenguaje se convierte así en el vehículo de la comunicación y en el <médium> de la humanización del hombre cabe el otro hombre.”
Habida cuenta de lo dicho, podemos intuir la razón última del relato de la creación al que nos estamos refiriendo. La palabra de Dios llega a su culmen cuando sueña al ser humano habitado por la palabra y viviendo en la palabra. El ser humano es ese tú que puede dialogar con los otros como un sacramental del diálogo con el mismo Dios. La imagen y semejanza del ser humano con Dios es como el punto de apoyo para el dialogo, para alcanzar esa palabra que nos dignifica; para llegar a ese logos que nos sostiene y alienta a ir al encuentro de los otros. A través del diálogo vamos asumiendo en la historia aquel sello espiritual de haber sido creados a “su imagen y semejanza”; vamos dando carne e historia a través de ese “logos” –palabra- que nos llega a través del tú. De esa forma vamos dando significado histórico a aquel “creados a Su imagen y semejanza”.
Dios alcanza su propósito creador cuando crea, por medio de su palabra y despierta al ser humano como alguien con el que puede dialogar; con alguien que es palabra esencialmente, con alguien que es un tú que proviene de la palabra y que sólo se realiza en la palabra. Las demás cosas creadas por la palabra no adquieren la estatura propia del tú. El que todas las cosas hayan sido creadas por medio de la palabra apunta a que todas están referidas al ser humano que es quién las nombra para señalar su sentido último.
A nosotros nos preceden las palabras; vivimos y crecemos en el ámbito de la palabra y somos seres en relación a través de la palabra. La palabra crea y despierta identidades; la palabra nos refiere a aquella imagen y semejanza que nos pone al frente de la creación y que hace que todo quede referido al ser humano. La palabra que nos habita y que somos es el ámbito más adecuado para descubrir la presencia de Dios en medio de nuestra historia. No en vano entendemos la Biblia como la palabra de Dios. La palabra codificada en la Biblia y encarnada en Jesús es como el mejor espejo en el que podemos vernos como hijos desafiados a profundizar aquella imagen y semejanza que la palabra dejó impresa en el fondo de nuestro ser.
La palabra que nos precede y que nos llama a vivir con sentido, abre los ojos de nuestro ser espiritual al punto de poder visualizar la presencia, siempre discreta, de Dios en nuestras vidas. La palabra viva de Dios que es Jesucristo, nos ayuda a descubrirnos como hijos y no como esclavos. San Pablo afirma con toda claridad que somos hijos de Dios y que por ello estamos preparados para recibir el Espíritu de Jesús y dirigirnos a Dios como a un padre. (cfr. Gal 4, 6).
El encuentro y el diálogo de unos con otros, ocurre en la palabra y por la palabra. Provenimos de la palabra y somos palabra. La palabra que nos relaciona y nos ayuda a percibir nuestra condición de hijos, configura un ámbito especialmente propicio para barruntar a ese Dios que se deja ver en el ámbito del encuentro que despierta identidades y regala esperanza. No en vano San Juan dice que La Palabra estaba junto a Dios, que era Dios y que todo se hizo por medio de ella. (cfr. Jn. 1,1-2) Todo está mediado por la palabra que despierta identidades y comunión.
Los encuentros profundamente humanos que ocurren por medio de la palabra y en la palabra, son espacios en los que se puede vislumbrar la presencia de Dios a través de la confianza, la esperanza y el amor que siempre comparecen a la cita.
Notas
1 Moltmann, Jurgen “El hombre –antropología cristiana en los conflictos del presente”, Sígueme, Salamanca 1976, p.114
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