01 de Noviembre de 2021
[Por: Rosa Ramos]
“La vida se nos da y la merecemos dándola”
Tagore
“Ánimo nos daremos a casa paso,
ánimo compartiendo la sed y el vaso…”
Mario Benedetti
El artículo pasado del peluquero que guardaba los dibujos de los niños y que planteé como una metáfora de Dios que atesora nuestros “garabatos” ha tenido muchos ecos, ha sido uno de los textos más acogidos. Me alegra y me anima que esa “historia mínima” haya sido significativa y despertara otras historias propias con memoria agradecida, ese es el objetivo que me mueve al escribirlas.
Escribo esta página el 1° de noviembre, Día de todos los santos, así que saludo a todos y todas empezando por Tino el peluquero y al padre de Felisa que guardó con amor en una cajita una bellísima redacción escolar suya de cuando tenía nueve años y cursaba 4°. Saludo también al padre de Carolina que guardó desde el año 2000, el de la gran crisis económica, un saludo de Navidad de una hija del vendedor de huevos, tarea que empezó a realizar ese padre de familia al perder su trabajo. Con una mesita en un extremo de la feria barrial ofrecía esa mercadería, al principio medio avergonzado, mientras sus hijas lo acompañaban, quizá para darle valor. Para aquella Navidad las niñas hicieron dibujos para entregar a los clientes: “Feliz Navidad y gracias. El huevero”. Como en la historia del peluquero de Gerardo, el padre de Carolina no tiró sino que atesoró ese saludo y se lo llevó al hombre cuando estaba ya gravemente enfermo. ¡Habían pasado veinte años y las hijas estaban terminando la Facultad! Historias de amor, de trabajo y cuidado amoroso, historias de santos de la puerta de al lado.
Los santos y santas no son los impecables, no son los “cero defectos” de una producción en serie. Somos las mujeres y los varones que a lo largo de la historia en medio de estructuras empecatadas que nos limitan tanto, y a tantos niveles, elegimos cada día seguir siendo fieles al proyecto de Jesús que es la nueva humanidad, la fraternidad universal. Ese es el llamado a la santidad universal que hace el Concilio y que nos recuerda “Gaudete et exsultate” a los cristianos: somos peregrinos, caminantes, que nos sabemos pequeños y frágiles, pero que intentamos la fidelidad del amor en sus diversas formas.
En esta “caminhada” como dicen los brasileños, vamos juntos y a la vez precedidos por una nube de testigos, algunos pocos son reconocidos y tienen sus fiestas litúrgicas, pero la inmensa mayoría a lo largo de los siglos son santos sin altares, sin reconocimiento oficial. Gaudete et exsultate, 14, nos recuerda y anima a reconocer a “los santos de la puerta de al lado” entre nuestros familiares, compañeros y vecinos, incluso entre los que no son parte de la Iglesia.
Cargamos con una imagen de santidad de estampita, dicho con cariño y respeto a nuestros mayores, que así lo entendieron, pero que es necesario actualizar a la luz de una fe más madura, que ha evolucionado y comprende que en el fondo la santidad se trata de reconocer amores y entregas en grados notables o en forma fiel en lo cotidiano.
La santidad no es ausencia de defectos, no lo fue tampoco en los santos reconocidos, ni fueron sus historias tan lineales y edulcoradas como a veces se cree; pensemos en san Pedro y san Pablo y así podemos seguir por todo el santoral. Los santos fueron muchas veces personas pasionales, y seguramente de difícil convivencia para los cercanos. Incluso encontramos entre los canonizados muchos rasgos de neurosis, como honestamente lo dice Monseñor Víctor Manuel Fernández, que además de obispo y teólogo es psicólogo.
No son los santos anónimos que nos rodean más sanos y perfectos que los reconocidos, pero tampoco son menos santos por sus límites, lo son por el modo como los aceptan y los trascienden. Son santos por cómo ofrecieron u ofrecen generosamente sus dones y carismas para el bien común, en las coordenadas históricas y culturales de su contexto. “La santidad es vivir la humanidad y la humanidad, vivida desde el amor, es santidad”, escribió también hoy Consuelo Vélez.
Ser santo no es una cuestión de méritos propios ni de titánicos esfuerzos. La vida llama y respondemos, lo hacemos en primer lugar -a sabiendas o no- animados y sostenidos por la Gracia, lo hacemos entre aciertos y errores, en discernimiento y aprendizaje continuo. Nunca nos recibimos de santos, siempre somos peregrinos, caminantes. Tampoco nunca podemos serlo solos sino sostenidos por la red de testigos que está formada por vivos y difuntos, por eso es hermosa esta fiesta de camino, de reconocimiento y fraternidad.
Por otra parte la santidad se contagia, se multiplica, como esas historias mínimas con las que empezamos. Si algo nos permite reconocer entre los nuestros ese camino de santidad es porque provocan movimiento, convocan, estimulan y casi sin darnos cuenta nos vemos invitados íntimamente a participar en esa marcha de pies juntos con una dirección común. Claro que no se nos ahorra el discernimiento y la lucha, que la tentación de evadirnos o aún de “ir por la propia”, siempre está latente, de ahí la importancia del confrontar con otros y de participar en pequeñas comunidad que alientan la fidelidad.
Estamos llamados a ser santos en una Iglesia que camina en medio de un pueblo, somos Pueblo de Dios (recordando que todo pueblo es de Dios) que marcha en procura de vida digna, de humanización plena para todos. Hoy es nuestro día, qué lindo celebrarlo desde la humildad y la alegría de ser parte de este peregrinar iluminado por una nube de testigos.
Termino con un saludo más en este día, a María Mauro, quien, no desde la teología sino desde su espiritualidad y sensibilidad exquisita, me enseñó a comprender así esta fiesta de Todos los Santos, a disfrutarla y sentirla como una fiesta grande y compartida.
©2017 Amerindia - Todos los derechos reservados.