Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra

23 de Julio de 2021

[Por: Armando Raffo]




Analizaremos el breve pasaje conocido como “la mujer adúltera” (Jn. 8, 1-12) La mujer había sido descubierta en flagrante adulterio y llevada por los escribas ante Jesús para ponerlo a prueba. La ley judía era muy clara al respecto: “Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos: el hombre que se acostó con la mujer y también la mujer… si una joven virgen está prometida a un hombre y otro hombre la encuentra en la ciudad y se acuesta con ella, los sacarán a los dos a la puerta de esa ciudad y los apedrearán hasta que mueran…” (Dt. 22,22-23) 

 

Por otra parte el pasaje relativo a Susana en el libro de Daniel también da cuenta de lo que entrañaba la infidelidad al matrimonio. En ese caso, dos ancianos que no consiguieron violar a Susana, tramaron denunciarla por haber sido infiel a su marido Joaquín. Su estrategia era denunciar a Susana de haberle sido infiel con un joven que había huido. Como eran dos ancianos respetados, que no habían conseguido violar a aquella mujer porque se puso a gritar para convocar a la gente, buscaron la forma de difamar a Susana. Aunque aquellos ancianos pensaron que obtendrían, con cierta facilidad, lo que se proponían, se encontraron con que hubo un juicio justo que terminó condenando a los ancianos. De no ser así, aquella mujer hubiera muerto apedreada tal y como mandaba la ley. (Cfr. Dn. cap. 13).

 

La trampa que los escribas quisieron tender a Jesús era tan perversa como la de los ancianos del Antiguo Testamento. La diferencia entre un caso y otro estriba en que unos buscaban acabar con la vida de Susana para salvar su pellejo y los escribas buscaban desautorizar a Jesús para apagar su voz y quitarlo de en medio.  

 

Cabe notar que los escribas y los fariseos eran respetados por el pueblo como maestros de la ley y como verdaderos intérpretes de la misma. El texto revela que había desavenencias entre los escribas y los fariseos, por un lado, y Jesús, por el otro. La misma formulación de la pregunta revela el tenor de la trampa que quieren tenderle y lo que pensaban sobre Jesús: “Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?” (v.5) Hay que notar que el texto del Deuteronomio antes citado indicaba que debían morir tanto el hombre como la mujer, no únicamente esta. Es obvio que aquellos escribas y fariseos no necesitaban de la aprobación de Jesús para apedrear a la mujer por lo que había hecho. Suponían que Jesús iba a decir que no había que apedrearla y, con ello, tendrían material de sobra para desautorizarlo; de esa forma, Jesús aparecería desobedeciendo o contraviniendo lo que mandaba hacer la ley en ese tipo de situaciones.

 

Aquella pregunta aparentemente inocente era una trampa evidente. Los fariseos y los escribas conocían el corazón de Jesús y sabían que no iba a indicar que apedreasen a aquella mujer. Además, es claro que consideraban que Jesús no tenía autoridad para enseñar o que no contaba con los requisitos necesarios para ello. Un ejemplo claro es la pregunta que los sacerdotes y ancianos del pueblo hacen a Jesús al respecto: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado tal autoridad?” (Mt.21, 23) No le reconocían la potestad de enseñar. No obstante, cabe señalar que la gente iba a escuchar sus enseñanzas. Jesús no contaba con títulos pero sí con la palabra y el testimonio de su propia vida; todo ello descubría que tenía autoridad en el sentido profundo de esa palabra que quiere decir: hacer crecer a otro u otros.   

 

El contexto en que ocurre la escena, manifiesta, claramente, que a  los escribas y a los fariseos del caso no les interesaba la vida ni la suerte de aquella mujer. Lo que les importaba era socavar la autoridad de Jesús. La aparente consulta era una trampa para poder acusarlo. Obviamente, suponían que Jesús iba a decir que no había que apedrearla o que la iba a defender abiertamente. En eso estaban bien orientados; conocían el corazón y los criterios de Jesús. Ellos sabían que Jesús no iba a condenar a aquella mujer, así como tampoco imaginaban qué les iba a responder.

  

La respuesta de Jesús fue una saeta directa al corazón de aquellos hombres: “Aquel de ustedes que esté sin pecado que le arroje la primera piedra” (v.7) Fue como una apelación a la verdad profunda de todos cuántos estaban allí. ¡Quién tendría la pureza o la inocencia como para juzgar a otro al extremo de acabar con su vida! ¡Quién podría ostentar la pureza a la que apela Jesús para juzgar a los otros! El texto dice que se fueron todos, empezando por los más viejos y que solo quedó Jesús con aquella mujer y, después de constatar que nadie la había condenado, le dice: “Yo tampoco te condeno. Vete, y no vuelvas a pecar” (v.11). 

 

El único que podía condenarla no lo hace y le dice que no vuelva a pecar. Esa invitación de Jesús pretende ayudarla a descubrir su dignidad sustancial como persona y como hija de su pueblo. Indirectamente, Jesús apela a ese deseo básico de todo ser humano para invitarla a soñar con una vida más plena. A Jesús le importaba que aquella mujer escuchara de sus propios labios y en un ambiente íntimo, que no la condenaba, que él veía otra cosa en su corazón y que ella podía encontrar vida abundante dejándose guiar por lo más esencial de la fe de su pueblo: amar a Dios y al prójimo como a uno mismo. Dejar de pecar suponía, y supone, optar por una vida plena que se ofrece de la mano de los dos mandamientos que sostienen a toda la Ley y los Profetas. En definitiva, se trata de amar. Aquel “no vuelvas a pecar” implicó algo así como descorrer un velo que abría un horizonte cargado de vida. De esa forma, Jesús la invita a soñar con vida abundante basándose en la fe de su pueblo y en su propia dignidad por ser creada a imagen de Dios (Gen. 1, 27).

 

Si hiciéramos un esfuerzo por contemplar la escena, percibiríamos la dignidad y la ilusión que ya se asomaban en las lágrimas de aquella mujer. Aquel, “no vuelvas a pecar” no puede entenderse como una norma o una imposición más; Jesús trata de abrir un horizonte nuevo para la vida de aquella mujer, un camino de vida abundante. Luego de verse defendida y respetada como probablemente nadie lo había hecho, le invita a vivir la vida de otra manera. Aquella mujer que había estado al borde de una muerte ignominiosa, escucha, de parte de quién la había salvado y protegido, que procure vida apoyándose en lo más propio de su ser hija de Dios. El pecado en la Biblia es el origen de la muerte; pecar es morir de una manera o de otra. Cuando Jesús le dice a aquella mujer que no peque más le invita a vivir plenamente (Dt. 30, 19).

 

Por otra parte, aquellos fariseos y escribas que intentaron poner una trampa a Jesús para desautorizarlo, se encontraron con la verdad de sus propios corazones. Jesús les ayudó a ver que nadie tiene la pureza o la potestad para juzgar a otro al punto de acabar con su vida. Reconocer la propia pobreza, la verdad de uno mismo, es un acto que para muchos podría ser entendido como suicida o, por lo menos, como no recomendable. Reconocer nuestra fragilidad y nuestras incoherencias es como asentir y apostar, íntimamente y sin aspavientos, por algo mayor que consideramos un valor en sí mismo y que podríamos llamar la propia verdad. Esa apuesta por la verdad, en cuanto honestidad para con uno mismo y para con los otros, refleja una dimensión humana en la que lo divino se puede vislumbrar. 

 

En aquel evento tan especial como crítico podemos intuir que Jesús está señalando como dos criterios fundamentales para percibir las huellas de Dios en la propia vida: el amor, como un salir de sí para construir vida digna para todos y el desafío de acoger la propia verdad como promesa incoada.

 

Imagen: https://iglesiabautistapilar.files.wordpress.com/2014/04/juan-8-woman-in-adultery.jpg

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