“Amar” es el nombre de Dios

25 de Junio de 2021

[Por: Rosa Ramos]




Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios 

y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios

1 Jn. 4, 7

“El amor nunca pasará”

1 Co. 13, 8

 

En la anterior entrega afirmábamos que ni “éxito” ni “fracaso” son nombres de Dios, poniendo de relieve la ambigüedad de ambos términos y su peligro cuando los elevamos a la categoría de “dioses”. Me dispongo a complementar lo ya escrito con otro elemento, como en espejo; si aquellos no eran nombres de Dios, ¿por qué no buscar su Nombre en las Escrituras?

 

Para los antiguos hebreos el nombre era la persona, no “el ser” estático griego o parmenídeo, sino que expresaba la misión, aquello propio que sería regalado como don a los demás. De algún modo los nombres indicaban una acción que se ejercería en favor del pueblo.

 

En el Antiguo Testamento, encontramos muchísimos nombres de Dios, nombres que se le iban asignando a medida que aquellos interlocutores de Dios lo iban descubriendo, desvelando en sus experiencias fuertes, puesto que la revelación divina no cae como un aerolito, sino que es pedagógica, a tiempo y escala humana. Algunos nombres hoy nuestra sensibilidad y cultura los rechaza vivamente, y es bueno que así sea, precisamente porque vamos comprendiendo mejor y despojando nuestras imágenes de Dios del antropomorfismo más grosero. Sin embargo, no podemos pensar que hemos llegado al “saber” sobre Dios; de Dios siempre tenemos imágenes a purificar, siempre nos acercamos hasta cierto punto, más por descarte de imágenes inadecuadas que por haber encontrado “la verdadera” (remito a los cuatro artículos sobre el tema que pueden encontrar en mi blog) 

 

En el Nuevo Testamento nos encontramos con Dios mismo haciéndose carne y poniendo su tienda o morada entre nosotros en Jesús, al decir del prólogo del cuarto Evangelio. Claro que es una comprensión de la comunidad pospascual y un modo de expresarlo con ciertas categorías culturales comprensibles -o no- para aquellos destinatarios. Es en el cuarto Evangelio y también en las Cartas de Juan donde encontramos profusas citas sobre el amor y se llega a decir “Dios es amor y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn. 4, 16). 

 

Allí encontramos una gran intuición de la comunidad jóanica al final del siglo I, muchos años después de la muerte y resurrección -o exaltación junto a Dios- de Jesús. Pero no debemos entenderla como una fórmula para encuadrar y dejar allí colocada en la pared, ni siquiera de un templo. Esa gran intuición sigue siendo para nosotros objeto de descubrimiento continuo, de adhesión confiada a renovar una y otra vez, o, mejor aún, de una experiencia -personal y comunitaria- propia de un crecimiento espiritual en proceso siempre inacabado.

 

Es muy fácil decir que “Dios es amor”, suena muy bien, pero que Dios sea amor es algo que seguimos desentrañando y que pocas veces logramos creer y vivir plenamente. Porque creer no es algo conceptual o intelectual, no se trata de una teoría a aprender, sino de una adhesión vital que supone un vivir en coherencia, en fidelidad a lo que se cree… y eso, si no es imposible, es muy difícil. Diría que la mayoría de los que nos decimos cristianos lo vivimos a lo sumo “intermitentemente”. No nos es posible sostener en forma plena esa fe por los propios límites de la encarnación y por las limitantes contextuales, propias de la existencia histórica. ¡Espero no estar oscureciendo el tema en el intento de aclararlo… es un riesgo! 

 

Recapitulando y tratando de aclarar… El nombre de Dios en el Nuevo Testamento es Amor, pero si el nombre hace referencia a la acción, a la entrega de un don, el nombre de Dios sería “Amar”. Eso es lo que podemos leer entre líneas en toda la historia de salvación y en particular en la vida del que sus contemporáneos llamaban el Nazareno, o el Maestro, aquel predicador itinerante del modo de reinar de Dios. Amar fue el verbo propio de ese hombre, “tan humano que sólo podía ser divino”. Amar que se expresaba en salvar, sanar, rescatar, liberar, reunir en comunidad a aquellos discípulos torpes y aquellas gentes tan frágiles que lo seguían. 

 

Las comunidades pospascuales dispersas y diversas, intentaron continuarlo, vivirlo y consignarlo por escrito. San Pablo que no conoció a Jesús, ni probablemente al autor del cuarto Evangelio -porque a Pablo lo mataron no menos de cuarenta años antes de que se redactara-, intenta describir el amor en la Carta a los Corintios, justamente una de las comunidades que había formado y que le duele mucho enterarse de las divisiones y en suma falta de amor.

 

Aterrizando… ¿qué significa para nosotros hoy ese Nombre de Dios? ¿tiene algún significado? ¿nos cambia la vida, nos pone en camino?, ¿hacia dónde? ¿qué imágenes, rostros, nombres, personas, pueblos, experiencias vienen a nosotros al decir que el Nombre de Dios es Amar? 


Seguramente recordamos que no se puede tomar el Nombre de Dios en vano, por tanto, se trata de algo muy serio, pero justamente las palabras “amor” y “amar” están muy devaluadas, minimizadas o vulgarizadas en nuestro medio, ¡es tomada en vano! Se dice “te amo” con mucha ligereza y se mal ama o incluso se odia con mucha facilidad. Se dice “mi amor” hasta en un comercio, dirigiéndose al cliente, se ponen corazoncitos, emoticones y se envían stickers alusivos, en forma casi automática. ¿Nos estamos amando de verdad? ¿Nuestro amar es salvar, sanar, rescatar, liberar, reunir en comunidad? La dificultad no nos exime del aprendizaje humilde, del intento: “Debes amar el tiempo de los intentos, la hora que nunca brilla…” 

 

Estas reflexiones surgieron a partir de estas fotos que ven arriba. Mucho se puede contemplar en ellas, desde la curva de la vida en toda su extensión, a la fragilidad y el cuidado amoroso. En los protagonistas hay historias largas de dolor, de pérdidas, de desencuentros y de hermosos encuentros salvadores. Precisamente son estos los expuestos en las fotos.

 

En una vemos a Pablo, un anciano de 93 años, abrazado por su nieta Cecilia, ella está en silla de ruedas, aunque no se ve aquí. El diálogo posible entre ambos es así, de abrazos, sonrisas y mimos. Para quien conoce las trayectorias de ambos, allí se hace visible un amor salvador, incondicional, genuino, libre de méritos y de prejuicios. Pura gratuidad, amor sin más.

 

En la otra se ve a una pareja, Ebrima y Giulia sosteniendo, envolviendo con sus brazos, a la criatura que esperan, y mirándose. Las miradas son de una ternura infinita. En esa mirada se me hace patente el amar de Dios, más allá de cómo lo conciban las religiones que ambos profesan y practican. En ese amor y en ese embarazo que los hace tan felices, se hace visible ese otro mundo posible que tanto soñamos, sin fronteras, de “hermanos todos”. Ellos van adelante, nos dejan una estela a seguir.

 

Amar es el Nombre de Dios y hemos sido creados a imagen de Dios, con capacidad de crecer en semejanza. Se nos va la vida en el intento, pero quizá el secreto esté en dejarnos amar por Dios, como se dejó amar y sanar Ebra, como se deja amar y redimir este anciano. Y a la inversa, Giulia y Cecilia. Dejarnos amar por Dios, como quien se expone al viento para volar y ser viento, o al sol del atardecer y se deja dorar por ese sol que abraza sin abrasar, o, como entrar al mar perdiendo miedos, ganando libertad, hasta ondular yendo y viniendo en sus aguas.

 

Amar es el Nombre de Dios y “nos amó primero”, descubre Pablo. Amar como Jesús amó a la samaritana acercándose y pidiéndole agua, hasta desatarle a ella la sed, mirándola con un amor nuevo que llegó a saciarla; entonces, ella corrió a anunciarlo, a compartir ese amor con su pueblo. Quien se deja amar, aprende a amar. Empieza a conjugar el mismo verbo que Dios. 

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