29 de Mayo de 2021
[Por: Armando Raffo, SJ]
“Es como una semilla de mostaza …. la más pequeña de todas las semillas del mundo, pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las otras plantas del huerto …” (Mc.4,31-32)
Cuando Jesús quiso comunicar a los discípulos en qué consistía el Reino de Dios, más que definirlo, se apoya en el misterio escondido en la semilla más pequeña que se conocía: el grano de mostaza. Jesús utiliza lo que nosotros conocemos como un oxímoron para comunicar algo que es esencial a su misión y a la de sus discípulos. En efecto, Jesús hace notar a los suyos que la semilla de mostaza esconde un dinamismo muy particular puesto que siendo la más pequeña de las semillas llega a ser el arbusto más grande de todas las plantas del huerto.
Según el evangelio de Marcos, Jesús inicia su misión cuando Juan el bautista fue encarcelado. Más allá de lo que pudo ocurrir, todo parece indicar que Jesús abraza la posta que Juan ya no podía sostener y lo hace con su propia impronta. Jesús va a centrar su misión anunciando la cercanía del Reino de Dios; la realidad próxima de esa pequeña semilla que será el arbusto más grande del huerto.
Ahora bien, la pregunta que bien puede asomar en nuestros corazones es: ¿qué esconde? o, mejor dicho, ¿qué simboliza la semilla de mostaza que, siendo la más pequeña de todas llega a ser el arbusto mayor?, ¿qué nos quiere decir Jesús al apelar al ejemplo de la semilla de mostaza para referirse al dinamismo y la cercanía del Reino de Dios?
La primera respuesta que puede brotar a nuestros labios sería que el Reino de Dios es una realidad notablemente pequeña pero llamada a crecer hasta dimensiones insospechadas. Pero, también es cierto, que esa respuesta nos dejaría como insatisfechos o con otra pregunta en la punta de la lengua: ¿cómo, o, en virtud de qué, el Reino de Dios iría a crecer a dimensiones insospechadas? O, también, ¿qué tiene esa semilla, que posee una virtualidad más que llamativa?
Como es obvio, todo apunta a descubrir lo que podríamos llamar el secreto de esa semilla o la realidad que esconde en su seno. Indudablemente, la respuesta hemos de buscarla en la buena noticia que anuncia Jesús. Hay algo en ella que sintoniza o es capaz de despertar los deseos más hondos que anidan en todo ser humano. La vida y la palabra de Jesús despiertan los deseos más hondos y auténticos que todo ser humano trae consigo al desembarcar en nuestra historia. Nunca debemos olvidar que hemos sido “creados a Su imagen y semejanza” (Gn,1,26); o, como dice Pablo en la carta a los Efesios: “… pues es Dios quién nos ha hecho; él nos ha creado en Cristo …” (2,10) Al igual que la semilla de mostaza, llevamos en nuestro ser el anhelo íntimo de aproximarnos a ser imagen de Cristo con nuestras vidas.
La Buena noticia que es Jesús con su vida, sus palabras y acciones, es el mejor despertador de aquel hombre nuevo que a todos nos habita. Se trata, en definitiva, de la virtualidad para ser verdaderamente hermanos e hijos de Dios. Ella está escondida, como deseo, en lo más hondo de nuestro ser. Esto es decir que anhelamos, íntimamente, aproximarnos a ser como otros “cristos” para alcanzar la estatura a la que fuimos llamados. Ese es el núcleo o la esencia de la semilla de mostaza.
La gracia de Dios, que nos llega a través de Su Palabra y del testimonio de la Iglesia, puede despertar aquella virtualidad insospechada. También es cierto que esa virtualidad se ve amenazada por la sequía que produce el pecado, en sus diversas formas. La cultura materialista e individualista que a todos nos envuelve, tiende a ahogar esa palabra viva que puede despertar descubrir el sello indeleble con que todos desembarcamos en la historia.
Una buena pregunta a hacernos sería: ¿cómo proclamar la Palabra de Dios en un mundo tapizado y colonizado por palabras de todo tipo y tenor? La sobreabundancia de “palabras” que nos llegan ya dirigidas y a tono con nuestros gustos y preferencias, tienden, por un lado, a agobiarnos y, por otro, a encerrarnos en las propias posturas y prejuicios. Quizás sea la palabra encarnada, es decir, esa que habla con la vida y las obras concretas, la que pueda decir algo que nos mueva, y nos saque del aturdimiento y de la mera retroalimentación. La palabra de Dios, entonces, será como la luz que ayuda a ver la bondad y la belleza de palabra encarnada.
En ese sentido, Marcos, en el texto citado, dice que la semilla debe ser sembrada, es decir que debe entrar en el mundo y en la historia. La semilla debe ser enterrada para que estimulada por de la humedad se despierte y pueda crecer hasta llegar a ser el mayor de los arbustos. Esto quiere decir que, de alguna manera, la Palabra de Dios debe hacerse historia, debe estar presente en la cultura como una oferta de vida que se enuncia desde la vida de los cristianos, así como desde la vitalidad de las iglesias y de emprendimientos diversos que promuevan la justicia y la dignidad humana.
Hay una canción de un conjunto folklórico argentino que se llama “Imaguaré” y que se refiere al “avío del alma”. El avío, en su primera acepción, se refiere a lo que uno lleva como provisión para un viaje largo. En la canción un joven va a partir hacia la capital en busca de mejor vida. La abuela le recuerda que además de las provisiones para el largo viaje, también lleva un avío en el alma. Uno de los párrafos de la canción dice así: “Sepa que en su alma lleva usted otro avío, que es como una herencia de amor familiar. Se lo dio su gente, su pago querido, y en su sangre joven han de retomar”. La canción es tan hermosa como profunda. De alguna manera la abuela, cuando le recuerda al nieto, pronto a partir, que lleva un avío en el alma, nombra algo que será una guía de vida para aquel muchacho.
Podríamos decir que el avío más importante que llevamos en nuestra alma es el haber sido creados “…en Cristo Jesús para que hagamos buenas obras, según él lo había dispuesto de antemano.” (Ef. 2,10) En efecto, ese es el avío del alma más profundo y determinante de nuestras vidas; avío y que se despierta mediante la Palabra proclamada y hecha historia en medio del mundo.
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