15 de Mayo de 2021
[Por: Rosa Ramos]
En un gesto trivial, en un saludo,
en la simple mirada, dirigida
en vuelo, hacia otros ojos,
un áureo, un frágil puente se construye.
Baste esto solo.
Aunque sea un instante, existe, existe.
Baste eso solo.
Circe Maia
Más allá Colombia, Palestina, India, más acá Brasil, la pandemia del covid, más allá y más acá, la cita diaria es con la muerte, con el dolor, con el límite. Después de la última entrega, donde justamente escribía sobre los límites, pero también sobre los puentes, o metaxu, recogiendo el término griego utilizado por Simone Weil, encontré este poema de Circe Maia, precisamente titulado El puente. “¡Qué bello poema, Dios!”, exclamé. Me recordó algunas miradas en las que percibí, con plena conciencia, que estaba ante momentos sagrados; miradas que, sin duda, han tejido mi identidad.
Por otra parte, he vivido recientemente un tiempo en que los amigos han sido -en diversos modos de presencia- el puente que me ha mantenido unida a la vida y abierta al Misterio, ora fascinante, ora tremendo. En un corto período se han dado cita muchas partidas y duelos, también solidaridad y encuentros en esas situaciones límite que construyen puentes: “Aunque sea un instante, existe... Baste eso solo.” No me ha faltado la cercanía y la fidelidad probada de los amigos de siempre. Vale decir ha sido -es- un tiempo fuerte y rico en que la amistad ha sido -es- puente, y algo más.
Este artículo quiere ser un canto a la amistad y a amigos concretos, que son ese puente áureo o, “ese permanente asalto a la belleza”, en verso de José Carbajal, y también, desde una lectura de fe, son sacramentos del Amor divino, o “presencia y figura”, en expresión de San Juan de la Cruz.
La amistad es don, nadie es tan bueno como para merecer un amigo, ni nadie es tan malo como para no merecerlo, es un auténtico regalo que se encuentra fuera del ámbito comercial y del mérito, en ese sentido es siempre inmerecido, gratuito, por eso provoca asombro, maravilla, gozo. De ahí que es asalto a la belleza inefable y puente al misterio humano y divino. Frente a la amistad regalada afloran preguntas hondas “¿por qué a mí, soy acaso digna de este amor tan privilegiado como desinteresado?, “¿quién soy yo para que me visites?” (la pregunta de Isabel en el encuentro con María). Porque en un amigo o una amiga es siempre Dios quien nos visita y ensancha la mirada, el corazón, la inteligencia, los horizontes, la esperanza… la vida, en suma.
Los amigos se nos regalan ellos mismos. Lo hacen como una flor que se abre a nuestra sensibilidad entrañablemente humana -tan necesitada de ternura- exhalando su perfume propio, mostrando su tersura, color y belleza, así como sus pliegues, y nervaduras. En ese abrirse de quienes nos ofrecen su amistad, también nos invitan a ser nosotros mismos don, regalo que se despliega generosa o tímidamente, según las propias historias.
No sólo el amor de pareja es fecundo, la amistad es generativa de vida abundante, hace nacer lo que no imaginábamos previamente que podíamos dar a luz. Por eso la amistad es “mágica”, alegra, sorprende, al modo que los magos lo hacen con los niños. Más aún, los amigos son sacramento vivo de Dios cuyo ser es amar y su hacer es dar vida, crear, recrear, salvar, liberar, animar.
Siguiendo con la imagen tan plástica y dinámica de Circe Maia: “un frágil puente se construye” a la par, mano con mano, paso a paso, risa a risa, lágrima a lágrima compartida, a veces casi sin darnos cuenta hasta que llevamos largo tramo construido juntos y descubrimos emocionados que somos amigos, que estamos caminando junto a “ese hermano que la vida nos trajo”.
Claro que los dones se cultivan y también son “un puente frágil”, por el que hay que andar -sobre todo en las noches de la vida- con cuidado de no pisar huecos o tablas flojas, vale decir por el puente de la amistad: “podemos andar confiados, pero con respeto”. A veces por los movimientos sísmicos de la vida de uno u otro, o por el paso del tiempo sin mantenimiento, ese bello puente se rompe y nos sorprende el abismo abierto y amenazante a nuestros pies. ¿Podemos reconstruir esos puentes? A veces sí, trabajando juntos, otras desde ambos extremos (la propia interioridad) para encontrarse luego, pero siempre desde la libertad, abiertos a la gracia, no a fuerza de voluntad, aceptando el límite que duele. Porque la amistad no es propiedad adquirida que pueda reclamarse en ningún tribunal de derechos. Los dones permanecen dones o más aún: préstamos, generosos préstamos. Como la vida misma: se nos concede vivir, pero no poseemos la vida.
Me fue inevitable discurrir, pero la intención era hacer un canto a la amistad, esa que puede iniciarse “en la simple mirada, dirigida en vuelo, hacia otros ojos”. Lo primero es valorar que los amigos forman un colorido caleidoscopio que ofrece su belleza en la diversidad, por lo cual con cada amigo hay distintos modos de relación, temas de intercambio y compartir, hasta distintos tonos de voz, de sonrisas y de miradas. Cada amigo despierta en el otro un rasgo, una nota, un acorde diferente.
Canto, brindo, por los “amigos-logos” que siempre nos desafían a pensar, reflexionar, a buscar más razones, o ir tras respuestas más sólidas. Amigos que invitan a bucear en aguas profundas, en las fuentes de la libertad y del sentido. Y por los “amigos-ágape” cuya presencia aliviana y descubre el aspecto festivo de la vida. Agradezco los amigos con quienes compartimos el dolor propio y del mundo y con quienes cantamos el presente efímero y reímos hasta llorar, a veces de nosotros mismos. ¡Qué bello es cruzar juntos puentes de argumentos, letras, arte, risas y abrazos!
Canto, brindo, por los amigos que son generosos hasta la locura. En un mundo mercantil, ellos regalan, no miden ni dinero ni tiempo, dan a manos llenas, comparten casa y mesa, están siempre dándose. Nos descentran y mueven a entregarnos también más y a muchos más. Llegan con su vida-don hasta nuestra orilla y su fuerza centrífuga nos lanza a cruzar otros puentes, a ir más allá.
Canto, doy gracias por los amigos que abren sus corazones, confían sus secretos, sueños y heridas y por aquellos que están siempre desde su silencio, a veces misterio insondable. Son auténticos amigos tanto quienes nos buscan como quienes nos ponen un límite. Amar a los amigos es cruzar puentes con las palabras, y también es caminar callados, respetando la alteridad y la intimidad.
Canto, agradezco los amigos que atraviesan décadas con su presencia fiel, han estado en la juventud, en bodas, nacimientos y entierros; amigos que nos vieron brillar, pero también palidecer, disminuir, y siempre permanecieron. También brindo por los amigos que no cesa la vida de regalar y aparecen con su nuevo color en el caleidoscopio; nos enseñan que estamos vivos y tenemos posibilidades inéditas, otras ideas y mundos a explorar. Hay amigos mayores y jóvenes ¡Qué riqueza! Hay puentes tan antiguos y sólidos como los romanos, otros puentes a colgar por los aires.
Brindo agradecida por los amigos con quienes compartimos una fe religiosa que nos permite celebrar y rezar hermanados. Brindo asimismo por aquellos amigos agnósticos y ateos, a quienes nos une la fe antropológica. Con unos y otros, avanzamos juntos por un puente que conduce a mayor humanización y plenitud para todos.
Brindo, alzo la copa burbujeante, por aquellos “amigos en infinita lejanía”, pero con los que vivimos en una misteriosa unión, en comunión profunda, que no conoce fronteras, ni muros, ni océanos, ni siquiera la muerte. Son los amigos que nos desafían a construir creativamente nuevos puentes sutiles, invisibles, tiernos: una voz en el audio, el regalo de un atardecer, una velita encendida, una canción, un poema. Llegan fieles desde otras orillas con el viento, con un perfume, con las olas del mar o con la tibieza del sol sobre la piel. “…Los amigos, ese permanente asalto a la belleza…”
Más allá Colombia, Palestina, India, más acá Brasil, la pandemia del covid, más allá y más acá, la cita diaria es con el desafío de tender puentes que unan mundos rotos. Canto a la amistad que, para los cristianos es don y tarea, es transitar un puente según el sueño de Jesús: “Ámense unos a otros, como yo los he amado”. En el intento se nos va la vida, pero en ese intento somos sacramento de su Amor revelado en Jesús que no nos llamó siervos, sino “amigos”.
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