¡Todos somos responsables!

30 de Abril de 2021

[Por: Armando Raffo, SJ]




“…no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos” Jn.4, 2

 

La frase citada no llama la atención a primera vista, aunque señala una diferencia con el proceder de Juan el bautista, puesto que era él quien bautizaba a aquellos que se convertían. Los evangelios insisten en que Juan era el precursor, aquel que debía preparar el camino al Señor. Más allá del grupo que pudiera haber formado, se hace hincapié en su persona como profeta que prepara y allana el camino al Señor. El evangelio de Juan pone en boca del bautista aquella famosa frase: “es preciso que él crezca y yo disminuya” (Jn.,30).  

 

El mensaje es claro, Juan es el último profeta del Antiguo Testamento, el que prepara el camino para la llegada del Mesías. Se señala, así, el fin de la antigua alianza, del antiguo templo y de la misma ley mosaica. De esa forma se señala con contundencia la novedad y el comienzo del tiempo definitivo que se inaugura con Jesús de Nazaret. Ahora bien, la novedad de Cristo no se refiere únicamente a su persona sino, también, al modo de proceder o de llevar adelante su propuesta salvadora.  

 

Sin lugar a dudas el acento del relato de Juan subraya la preeminencia de Jesús como el enviado del Padre, como quién da el Espíritu sin medida y en quién recae la esperanza de la historia De esa forma se afirma la grandeza de Cristo y lo definitivo de su vida y sus palabras para todo el género humano (cfr. Jn.3, 31-36). 

 

No obstante, interesa señalar que en ese contexto y pocos versículos después, el evangelio nos dice que cuando Jesús se enteró que los fariseos ya sabían que él convocaba más discípulos y que bautizaba más que Juan el bautista, abandonó Judea, donde se encontraba, para ir hacia la Galilea. En ese mismo contexto, se nos dice que no era Jesús el que bautizaba sino sus discípulos. 

 

A la grandiosidad de las afirmaciones metafísicas y absolutas antes aludidas, le siguen otras de tono concreto y, aparentemente, sin importancia. Son alusiones de carácter circunstancial y, por ello mismo, reveladoras de situaciones muy concretas e incuestionablemente históricas. Se trata, por un lado, de la decisión de abandonar la Judea para volver a Galilea y, por otro, del detalle, dicho como al pasar, de que eran los discípulos de Jesús quienes bautizaban y no él en persona. Esos datos contienen información relevante sobre la vida y misión de aquel grupo de discípulos que, años más tarde, conformaría la Iglesia primitiva.

 

En efecto, la decisión de volver a Galilea deja ver que no se trataba de competir con Juan ni que fuese el momento de quedar bajo la mira de los fariseos. No en vano Juan fue el precursor, el que preparó el camino al Señor. No olvidemos que el propio Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán. Las diferencias que tenían entre ellos no eran contrarias sino complementarias. Bien podemos decir que Juan subraya el momento ético de toda convivencia humana y que Jesús deja ver el sentido y la finalidad para toda vida humana. 

 

La alusión a los bautismos refleja una diferencia no menor entre el modo de proceder de Juan y el de Jesús. En efecto, el que fuesen los discípulos de Jesús los que bautizaban y no él, puede parecer, a primera vista, un detalle histórico y sin importancia, pero no lo es. El detalle deja ver algo del estilo que Jesús deseaba imprimir al grupo de sus seguidores y que acabará por conformar a la Iglesia primitiva. La misión de Juan comenzaba y acababa en su persona; era él quién bautizaba e instaba a la conversión para entrar a la tierra prometida, no ya para conquistar un territorio donde vivir, como había ocurrido cuando el pueblo salido de Egipto entró a “la tierra prometida”, sino para promover un nuevo estilo de relacionamiento de los seres humanos entre sí y con Dios.  

 

Jesús conforma un grupo en el que sus miembros bautizan. En ese detalle podemos ver algo meramente organizativo o una novedad que descubre un proyecto y un modo de proceder que más tarde caracterizará a la Iglesia primitiva. Si tenemos en cuenta que aquellos discípulos simbolizan al nuevo pueblo de Dios en gestación, no es menor que fuesen ellos quienes tuvieran la responsabilidad de bautizar. Esa novedad refleja una pretensión de Jesús que no apunta a meras cuestiones organizativas o de practicidad, sino que desvela algo esencial de la misión del propio Jesús y de la Iglesia de todos los tiempos. Aquellos discípulos simbolizan el nuevo pueblo de Dios, un pueblo que no se aglutina por carga o herencia genética, sino por la misión iniciada y encomendada por Jesús. 

 

Como sabemos, el pueblo judío se constituye por los descendientes de Jacob. Sus hijos van a constituir las doce tribus de Israel, el pueblo elegido. Cabe notar que ese pueblo, conformado por lazos sanguíneos, se sabe poseedor de una misión ad extra y con pretensión universal. “Por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” le prometió Dios a Abraham en los inicios más remotos del pueblo judío (Gn. 12,3) El acento está puesto en el pueblo que habría de alumbrar con su modo de vida a todas las naciones. En ese sentido sería una buena palabra para todos, una bendición, un bien decir con su propia existencia. Se trataría como de una luz que iluminaría a todas las naciones.  

 

La mirada de Jesús abarcará a todos los pueblos: “Vayan y hagan discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.” (Mt. 28,19) Ya no se trata, meramente, de iluminar con el ejemplo a otros, sino de una misión que procura alcanzar a todas y cada una de las personas a través del bautismo. Bautizan los discípulos, bautizan todos los seguidores. Por ese motivo, podemos afirmar que los cristianos conformamos un pueblo –Iglesia- en el que todos somos responsables y todos participamos de la misión encomendada por Cristo. 

 

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