01 de Mayo de 2021
[Por: Rosa Ramos]
Este mundo es la puerta de entrada...
…Toda separación es un vínculo.
Simone Weil
Todos hemos vivido -o vivimos- el límite de muchos modos, ¿cómo hemos reaccionado?, ¿rechazándolos, negándolos?, ¿huyendo a riesgo de perdernos en caminos sin salida?, ¿quedando paralizados a la vera del camino?, ¿resistiendo la embestida e inventando salidas, construyendo puentes? ¿Y a Dios, cómo lo vivimos, concebimos en el límite?
El límite se nos presenta con rostros diferentes no sólo a cada uno, sino en distintos momentos de nuestra vida; a veces son límites que vivimos, otras que acompañamos a vivir: un enfermo terminal sufriendo mucho y que no se muere; un amor no correspondido o fracasado; un hijo que no llega; una pérdida grande que no podemos o no queremos asumir; una realidad que se impone e interfiere con nuestros proyectos, etc. Lo cierto es que el límite nos confronta con la debilidad, la impotencia, la precariedad de la vida, o al menos de nuestra imaginación o sueño de omnipotencia.
Propongo para empezar una mirada que vincule el límite con la sociedad y la cultura. Justamente el límite nos desquicia en esta cultura engañosa del “sí se puede”, todo es posible”.
Antes no era así, el límite estaba allí omnipresente, el “no” era casi el aire que se respiraba: no se vivía muchos años, cada familia tenía muchos hijos, pero no conservaba a todos, muchos morían en la primera infancia, no había seguridad laboral, no había movilidad social, no se podían cambiar hábitos consagrados como mandatos divinos: “siempre ha sido así”. Ni siquiera había -en muchos casos- esperanza y fuerzas para modificar ciertas realidades terriblemente dolorosas e injustas, justificadas por un: “Dios así lo dispuso, aceptemos humildemente su voluntad”.
La modernidad y más aún la posmodernidad, cambió los “noes” por “síes”, los límites tan estrechos por avenidas de posibilidades infinitas. Así sucedió al menos en la sociedad occidental y en el imaginario incluso de las clases menos favorecidas. La vida se prolongó y mucho gracias a vacunas, medicamentos, centros de salud, democratización de la misma. La esterilidad que antes era una maldición, se comprendió como un problema que podía ser solucionado. Hoy se puede vivir muchos años, prolongar la juventud y hasta cambiar un rostro con una cirugía. Se puede aceptar socialmente lo que antes era inadmisible, elegir gobiernos, cambiar leyes… La posibilidad de estudiar se extendió a muchos más, eso a su vez permitió mayor movilidad social. Se puede cambiar de actividad, de vivienda, de país (antes la gente nacía y moría limitada por un pequeño espacio de tierra); hoy es posible casi la bilocación: vivir trabajar, vacacionar en lugares muy distantes, podemos cambiar de continente y de clima en pocas horas…
Al decir de Byung Chul Han estamos en la sociedad del rendimiento en que siempre se puede más, sobre todo producir más y más, por tanto, consumir más y más, y así ir incorporando una suerte de omnipotencia: “se puede”. Entonces hoy es más difícil que antes asumir o enfrentar límites, estamos desarmados, no tenemos ya la consistencia interior para vivirlos y si es posible trascenderlos o convertirlos en puentes, metaxu, al decir de Simone Weil.
Sin embargo, también en nuestro presente y cultura, acostumbrados y hasta deslumbrados con tanta posibilidad que nos hace creer omnipotentes, el límite se nos presenta a todos personalmente en algún momento y hoy, además, globalmente por los estragos a todo nivel de la pandemia. No cabe duda que este tiempo nuestro nos confronta con límites, impotencia, incertidumbre y temores, que nos ponen contra las cuerdas y nos golpea una y otra vez, como a un boxeador que se tambalea y apenas puede cubrir su rostro.
Como decíamos al inicio, alguien quiere morir y no puede, alguien quiere salir de la droga, de la violencia cotidiana y no puede, alguien quiere vivir y la vida se le escapa, otro quiere salvar a un ser querido y no puede. Constatamos con gran dolor que el dinero y el poder -que pueden mucho- no lo consiguen todo, que la depresión consume energías, vidas, familias; que otras personas valiosas y creativas de pronto “se queman” y ya no pueden más. El límite está allí “no puedo poder más”. En suma, se trata de situaciones en que una realidad se impone y desestabiliza, angustia.
¿Cómo vivir el límite? Invito a volver a las preguntas del primer párrafo. Y propongo otra mirada que quizá ayude. Para Simone Weil, filósofa y mística del siglo pasado “la desgracia” es sin duda una experiencia límite, pero también puede ser frontera que une, toca dos extremos.
Los límites en algunos casos pueden llevar a sentir la ausencia de Dios, al modo paradigmático de Job o de la noche oscura de los santos. Simone Weil dice: “la ausencia de Dios es el modo de presencia divina que corresponde al padecimiento -la ausencia sentida. Quien no tiene a Dios en sí mismo no puede sentir su ausencia.” Creo que es cierto, también me cuestiono cómo vive el límite la persona no creyente, ¿lo vivirá mejor, como simple contingencia o absurdo?, ¿o peor, quizá añorando a un dios a quién clamar?
Simone Weil en este tema se coloca en el límite, valga la redundancia, entre la persona de fe y la que no la tiene, al menos se exige a sí misma evitar pedir “signos” y permanecer fiel: “Debo aspirar a tener de la misericordia divina un concepto que no desaparezca, que no cambie, independientemente de lo que el destino me tenga reservado…” Aunque me resulte muy extraño desde mi tiempo y cultura, acepto su autoridad moral para afirmar lo que afirma sobre el sufrimiento y cómo concebir la misericordia divina. Ella asumió el límite voluntariamente, donando su sueldo de profesora de Filosofía en un tiempo; en otro, cambiando su profesión por el lugar de una obrera, para vivir en carne propia las consecuencias terribles del esfuerzo, pero también de la violencia y el desprecio; al final, ya enferma, alimentándose sólo con lo que comían los prisioneros… y así hasta morir.
Los límites, las fronteras, son también puentes: metaxu, siguiendo el planteo de esta mística: “toda separación es un vínculo”.
Lo que experimentamos como límite, lo que nos frustra, arrincona, separa de nuestros proyectos y también de personas amadas -ideas, errores, ofensas, temores, silencios-, nos sigue uniendo con un hilo invisible a la vida (quizá de un modo oscuro, no plenamente consciente) y puede ser puente a transitar y encontrarnos, o para recorrer juntos o llevarnos a “otra orilla”. También el límite como metaxu, es puerta de entrada al mundo divino, según Weil.
Lucas nos relata un caso de límite que se troca en puente que comunica, abre y une. Unos discípulos se vuelven a Emaús desencantados, iban hablando justamente de la decepción, del dolor, que los alejaba de Jerusalén tras la muerte de Jesús. Entonces un desconocido ilumina ese desencuentro haciendo el puente con el pasado, releyéndolo y acaban desandando el camino, ahora convertido en puente hacia la comunidad para compartir lo descubierto.
Al experimentar el límite, la enfermedad, la impotencia, el fracaso, la frustración, podemos sepultarnos bajo una gran losa: “no puedo más y aquí me quedo”, o podemos cuidadosamente colocar esa losa como puente hacia algo nuevo, con más sentido, que nos humanice más, que nos una más al resto de las personas que también tropiezan día a día con límites. Unos para otros podemos ser puertas abiertas, puentes tendidos: “Ánimo nos daremos a cada paso” dice Mario Benedetti.
Hay otras formas de límite: un pensamiento que nos es esquivo, no logramos desentrañar, o por el contrario uno recurrente, circular, que nos estanca y asfixia. También experimentamos el límite de las palabras para expresar una intuición profunda, o un sentimiento, una verdad atisbada.
Los filósofos, los místicos, pero también los poetas son seres que cultivan el límite, lo domestican --podríamos decir- de tanto dejarse tocar profundamente por él en sus distintas versiones. En ese cultivo comparten con nosotros su esfuerzo de abrir puertas, de colocar metaxu, puentes, que nos inviten a comunicar el límite y el misterio.
Les regalo para concluir un breve poema de Circe Maia:
Trabajo en lo visible y en lo cercano
-y no lo creas fácil-.
No quisiera ir más lejos. Todo esto
que palpo y veo
junto a mí, hora a hora
es rebelde y se resiste.
Para su vivo peso
demasiado livianas se me hacen las palabras
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