17 de Abril de 2021
[Por: Armando Raffo]
“…la fe viene de la predicación...” (Ro. 10,17)
La fe es uno de esos términos que se entienden de muy diversas maneras. A modo de ejemplo, podemos recordar frases como: “te tengo fe” para subrayar que se tiene confianza en la persona o que es confiable; otra cosa es decir que “tengo fe” haciendo clara alusión a una creencia religiosa, aunque, también, podría significar que tengo esperanza en el futuro. La fe entre personas alude, también, a la firmeza de una alianza entre ellas, a la credibilidad de los testimonios, así como la credibilidad de relatos sobre concepciones acerca del sentido de la vida, ya sean de índole religiosa o profana.
Es de gran ayuda una distinción que en la tradición cristiana se hizo clásica: distinguir “la fe con que se cree” y “lo que se cree” (fides qua creditur y fides quae creditur). Se trata de dos polos que no se pueden separar. Simplificando las cosas, podemos decir que se trata de un acto de confianza en algo o en alguien que habla de una realidad que, en términos empíricos, es inverificable. En efecto, percibimos un acto de confianza en el que cree y que deposita esa fe en algo que se le ofrece a ser creíble y que, por su contenido, se hace amable al propio acto de fe. Podemos decir, pues, que en el acto de fe hemos de distinguir el acto de fe en sí mismo del contenido sobre lo que se cree. Cabe notar que se trata de un acto de fe que se ve impulsado por una suerte de pertinencia o de enganche con los deseos más hondos del ser humano. Así mismo, la confianza la despiertan los otros que nos son significativos. Nos referimos a la confianza como una apuesta que puede tener sus apoyos y razones, pero que es, a fin de cuentas, una apuesta, un arriesgar.
Si bien es cierto que el acto de fe tiene un componente radicalmente individual, se despierta ante lo que se ofrece como creíble o a ser creído. Así mismo, lo que sea creíble o increíble depende, en buena medida, del colectivo al que las personas pertenecen; es decir, que se apoya en una instancia colectiva. Cabe notar que cuando hablamos de Abram, como si de un individuo aislado se tratase, en realidad nos referimos a una tribu o a un pueblo. Como todos sabemos, en aquellas épocas no existía el individualismo tal y como lo conocemos hoy. Las tribus o los clanes eran los sujetos que se movían de un lado para otro. Cuando nos referimos a Abram, aludimos a un pueblo o a un clan, más que a un individuo. La sobrevivencia de las personas dependía de su inclusión en el clan.
Bien podemos olfatear detrás de los éxodos o migraciones masivas historias de sufrimientos y necesidades de todo tipo, tales como enfrentamientos tribales, hambrunas, sequías, enfermedades, persecuciones y otras tantas situaciones como las que suscitan las migraciones de nuestros días. El denominador común para levantar las tiendas y ponerse en marcha hacia otros lugares era la búsqueda de una vida más digna y mejor. Tanto en aquellas épocas como en las nuestras, todos los que emigraban y emigran lo hacían y lo hacen buscando escapar de situaciones inhumanas para ir a lugares que ofrezcan vida más digna. Buscaban y buscan la bendición, es decir, ese poder decir bien con la vida que las personas llevaban y llevan adelante.
Todo lo dicho, nos ayuda a percibir que cuando en la Biblia se habla de personas, en muchas ocasiones, debemos entender que se trata de grupos humanos, de clanes o pueblos. Más aún, en la mayoría de los casos, cuando se alude al jefe o patriarca del clan, se alude al pueblo como tal. En último término, la esperanza y la misma fe se apoyan en un sustrato plural, en un nosotros que es matriz de humanización; en un tejido que define a los pueblos. Si vamos a las raíces de lo que podríamos llamar la historia de la fe que predica la Iglesia, nos encontramos con la fe del pueblo judío que tuvo su inicio en Abraham y, por ello, nos referimos a él como el padre de la fe. Por otra parte, sabemos que Abraham no nació como un hongo después de la lluvia. Su fe tuvo apoyo en el pueblo al que pertenecía. El padre de Abram, Taré, había salido de su tierra, Ur de los Caldeos, para ir hacia Canaán, pero se detuvo en Harán. Abram va a ser el que siga adelante como tomando la posta que su padre había iniciado. (cfr. Gn. 11, 31)
En ese mismo sentido, la fe cristiana que se ofrece a las personas para ser creída es brindada por la predicación de la Iglesia. ¡Cómo no recordar la frase de San Pablo al respecto!: “Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo.” (Ro.10, 17) Desde esa perspectiva se hace especialmente interesante lo que afirmó Otto Semmelrot poco después del Concilio Vaticano II: “¿Quién es propiamente el sujeto a quién Dios se dirige en su revelación? El sujeto no es inmediatamente el individuo como individuo. Como esposa y compañera de vida no están primeramente ante Dios los hombres individuales. La compañera de vida a quien Dios habla inmediatamente en su revelación es, ya en el Antiguo Testamento, “el pueblo de Dios”, que en el Nuevo Testamento pasó a ser la Iglesia. El individuo recibe la revelación de Dios porque es y en cuanto es miembro de esta Iglesia. Inmerso en la vida de la Iglesia, recibe la fe en lo que Dios ha revelado, se hunde en aquel fondo de vida de que puede nacer la fe.”1
Desde una perspectiva muy distinta y con otros objetivos, Ricoeur, subraya algo sustancialmente parecido cuando dice que: “… nosotros, hombres modernos, tenemos hoy una cierta seguridad acerca de lo físico, lo histórico, de aquello que es verdadero y de lo que es falso, de aquello que se puede creer y de lo que no se puede creer.”2 Interesa notar que Ricoeur se refiere a los hombres modernos como un grupo que posee una percepción colectiva; que el sujeto que ofrece criterios para creer o no creer es un colectivo catalogado como “hombre moderno”. Alude a un grupo que comparte una cosmovisión, valores comunes y conceptos más o menos explícitos sobre el sentido de la vida humana.
Lo que en nuestros tiempos afirmamos sobre la humanidad moderna, era mucho más evidente y concreto para los pueblos de los que nos habla la Biblia. Es claro, pues, que toda persona se sostiene en un colectivo o en una comunidad. También es evidente que ese colectivo o comunidad responde a ciertos principios y modos de entender el sentido de la vida.
Lo que sea creíble o increíble, depende, en alguna medida, del colectivo al que se pertenece o en el que se participa. Esto nos ayuda a entender la importancia de la Iglesia como comunidad que vive del mensaje cristiano y que tiene como finalidad comunicarlo a sus hermanos. Así mismo, cabe subrayar que los grupos que, de una u otra manera, sostienen una cohesión o forma de enfrentar la vida desde los criterios o creencias cristianos, han de mostrar que sus creencias son tan profundamente humanas y generadoras de mayor humanidad que no pueden dejar de proponerla o predicarla a sus hermanos o congéneres, según la terminología de San Pablo. La belleza y la coherencia con que la Iglesia predique su mensaje, es el mejor camino para despertar la fe de nuestros hermanos. Así mismo, la mejor forma de cuidar y fortalecer esa fe es la participación activa en esa comunidad que llamamos Iglesia.
Notas
1 Otto Semmelrot, “La fe como gracia” en Academia Teológica 2 Sígueme, Salamanca, 1967 p.162-163.
2 (Ricoeur, Paul “El lenguaje de la fe” ed. Megápolis, Bs. As. 1978 p.31)
Imagen: http://4.bp.blogspot.com/-RaWB57YtElU/Tc2Qfk6e6SI/AAAAAAAAANs/8pAz3rScj9g/s1600/ComunidadFe.jpg
©2017 Amerindia - Todos los derechos reservados.