Vivir la comensalidad incluso en tiempos de la Covid-19

01 de Abril de 2021

[Por: Leonardo Boff]




El Jueves Santo, la Cena del Señor, nos hace recordar la comensalidad, negada a millones de personas que están pasando  hambre hoy en Brasil y en el mundo, como consecuencia de la irrupción de la Covid-19. Notamos, lamentablemente, una ausencia dolorosa de solidaridad ante la multitud de hambrientos, impidiendo el comer juntos (comensalidad). Uno de los méritos del MST consiste en haberse organizado en todos sus asentamientos en torno a la ética de la solidaridad, entre sus miembros y con los de afuera. Están repartiendo ejemplarmente lo que tienen, con alimentos agro-ecológicos y con muchas marmitas distribuídas a miles de familias en las periferias de nuestras ciudades. Permiten que se realice uno de los más ancestrales sueños de la humanidad: la comensalidad, es decir, que todos puedan comer y comer juntos, sentados alrededor de una mesa, disfrutando de la convivencia y de los frutos de la generosa Madre Tierra.

 

Los alimentos son más que cosas materiales. Son sacramentos y símbolos de la generosidad de la Madre Tierra que nos da todo, junto con el trabajo humano. No se trata solo de nutrición sino de comunión con la naturaleza y con los otros con quienes repartimos el pan. En el contexto de la mesa común, el alimento es apreciado y objeto de comentarios. La mayor alegría de las cocineras es percibir la satisfacción de los comensales. Gesto importante en la mesa es servir o pasar la comida al otro. El comportamiento civilizado hace que todos se sirvan, cuidando de que la comida llegue para todos.

 

La cultura contemporánea ha modificado de tal forma la lógica del tiempo cotidiano en función del trabajo y de la productividad que ha debilitado la referencia simbólica de la mesa. La hemos reservado para los domingos o para los momentos especiales de fiesta o de aniversario cuando los familiares se encuentran. Pero por regla general ha dejado de ser el punto de encuentro permanente de la familia. 

 

La mesa familiar ha sido sustituída por otras mesas, absolutamente desacralizadas: mesa de negociación, mesa de juego, mesa de discusión y de debate, mesa de cambio y mesa de concertación de intereses, entre otras. Aun estando desacralizadas, estas mesas guardan una referencia imborrable: son lugar de encuentro de personas, poco importa los intereses que las llevan a sentarse a la mesa. Están a la mesa para el intercambio, la negociación, la concertación y definición de soluciones que agraden a las partes involucradas. O también abandonar la mesa puede significar el fracaso de la negociación y el reconocimiento de un conflicto de intereses. 

 

No obstante esta difícil dialéctica, es importante reservar tiempo para la mesa en su sentido pleno de convivencia y de satisfacción de poder comer juntos. Ella es una de las fuentes perennes para recuperar nuestra esencia como seres de relación. ¡Cómo se les niega hoy esto a los pobres y los hambrientos!

 

Rescatemos un poco la memoria de la comensalidad presente en todas las culturas y realizada por Jesús en la Última Cena con sus apóstoles.

 

Comencemos por la cultura judeocristiana, pues nos es más familiar. En ella hay una categoría central –la del Reino de Dios, contenido primero del mensaje de Jesús– representada por un banquete al cual estamos todos convidados. Todos, independientemente de su situación moral, se sientan a la mesa y son comensales. Cuenta el Maestro:

 

“El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete para la boda de su hijo. Envió a los criados a llamar a los invitados y les dijo: id a las encrucijadas de los caminos e invitad a la fiesta a todos los que encontreis. Salieron los criados por los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala se llenó de convidados” ( Mt 22,2-3;9-10).

 

Otro recuerdo nos viene de Oriente. En él, comer juntos, solidarios unos con otros, representa la suprema realización  humana, llamada cielo. A la inversa, la voluntad de comer egoistamente, cada uno para sí, realiza la suprema frustración humana, llamada infierno. Cuenta la leyenda: 

 

“Un discípulo preguntó al Vidente:

- Maestro, ¿cual es la diferencia entre el cielo, la comensalidad entre todos, y su contrario?

El Vidente respondió: -Es muy pequeña pero con enormes consecuencias.

- Vi comensales sentados a la mesa donde había una montaña muy grande de arroz. Todos estaban hambrientos, casi muriendo de hambre. Todos intentaban, pero no conseguían acercarse al arroz. Con sus palillos de más de un metro de largo cada uno trataba de llevarse el arroz a la boca, pero por más que se esforzaban no lo conseguían, porque los palillos eran demasiado largos. Y así hambrientos y solitarios se iban agotando por causa del hambre insaciable y sin fin. Esto era el infierno, la negación de toda comensalidad. 

- Vi otro escenario maravilloso, dijo el Vidente. Personas sentadas a la mesa alrededor de una montaña de arroz humeante. Todos estaban hambrientos. Pero, cosa maravillosa, con sus palillos de un metro de largo cada uno cogía el arroz y lo llevaba a la boca del otro. Se servían mutuamente con inmensa cordialidad. Juntos y solidarios. Se saciaban unos a otros, sintiéndose como hermanos y hermanas en la gran mesa del Tao. Y esto era el cielo, la plena comensalidad de los hijos e hijas de la Tierra”.

 

Esta parábola no necesita comentarios. Lamentablemente hoy, en tiempos de la Covid-19, gran parte de la humanidad está hambrienta y desesperada porque son poquísimos los que les extienden los palillos para saciarse mutuamente con los alimentos abundantes de la mesa de la Tierra. Los ricos se apropian privadamente de ellos y los comen solos sin mirar quién está excluido. Prevalece una criminal falta de comensalidad entre los humanos. Por eso estamos tan carentes de humanidad. Pero el aislamiento social nos da la oportunidad de revisar nuestras prácticas individualistas y descubrir la fraternidad sin fronteras y la comensalidad: todos pudiendo comer y comer juntos.

 

*Leonardo Boff es teólogo y filósofo y ha escrito: Comer y beber juntos y vivir en paz, Vozes 2006.

 

Traducción de Mª José Gavito Milano

 

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