19 de Marzo de 2021
[Por: Rosa Ramos]
“Sólo tu amor Señor
por mi mismo amor
deseado
sólo tu amor Jesús
puede ayudarme”
Líber Falco
“Creo, Señor, pero aumenta mi fe”
(Mc. 9, 24)
En el último artículo decía “La fe no es morfina, el dolor duele”. Fue un artículo del que recibí muchos ecos, e interpelaciones también, que me han animado a seguir “masticando el misterio”.
Una lectora me dijo “tu artículo nos hace aterrizar en una realidad innegable, pero de la que intentamos huir y enmascarar”, la misma recordó la cita del Evangelio que hoy coloqué al inicio. Varios lectores me recordaron a Job, paradigma de sufrimiento en el Antiguo Testamento. Otros hicieron mención a poemas donde desde la fe se apela a Dios, casi se lo reta, como en César Vallejo. Justamente tengo siempre presente unos versos suyos en Los heraldos negros, así como no deja de conmoverme la Elegía de Miguel Hernández. En ambos es patente cuánto duele el dolor. Otro lector me hizo notar la “insalvable distancia entre la teoría y la experiencia palmaria del dolor” y agregó en su comentario: “El ser sufriente, se puede convertir en una bestia herida”. Eso me impactó profundamente, recordé escenas de películas con situaciones de dolor físico inenarrables, pero también otros dolores, como las humillaciones acumuladas, que pueden tener un efecto parecido y muy peligroso para otros. En tanto, algunas personas que han sufrido mucho han alcanzado altas cotas de madurez humana y florecido espiritualmente, a ellas me referiré.
Quizá muchos han leído a Viktor Frankl, a Etty Hillessum, sobre sus experiencias en los campos de concentración nazi o han leído a Gandhy, a Mandela, a Rigoberta Menchú, o más recientemente han escuchado a Malala Yousafzai, para nombrar algunas personas cuyos terribles dolores infringidos han sido públicos. Quizá muchos tengan experiencias de relatos familiares más íntimos y cercanos, o, por qué no, otros los habrán vivido o viven en sí mismos. Voy a compartir unas pocas citas de algunos de estos sufrientes más públicamente conocidos, que han afrontado el dolor sin ser arrasados por él, que fueron capaces de vivirlo con dignidad y salvados por un sentido.
Víktor Frankl prisionero de varios campos de concentración a los que sobrevivió, fundador de la Logoterapia, apenas liberado quiso escribir su experiencia y conclusiones en El hombre en busca de sentido. Animo a quien no haya leído ese clásico que lo haga, acá escojo este fragmento: “El talante con el que un hombre acepta su ineludible destino y todo el sufrimiento que le acompaña, la forma en que carga con su cruz, le ofrece una singular oportunidad -incluso en las circunstancias más adversas- para dotar a su vida de un sentido más profundo. Aún en esas situaciones se le permite conservar su valor, su dignidad, su generosidad”. En dos ocasiones cita a Nietzsche y su planteo de que “quien tiene un por qué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo”.
Frankl obviamente se refiere al sufrimiento inevitable, también Etty Hillesum en su Diario lo distingue: “Existe una diferencia entre buscar el sufrimiento y aceptar el sufrimiento. En el primer caso, se trata de un masoquismo mórbido; en el segundo, de un sano consentimiento a la vida. No debemos buscar sufrir, pero cuando se nos impone, no debemos huir del sufrimiento.” También dice Etty en cierto momento: “Mi corazón es una exclusa a la que llega una y otra vez una nueva riada de sufrimiento.” Ella, como el Job bíblico, como tantos a lo largo de la historia, experimentan que los sufrimientos no acaban, se suceden, se suman.
¿Cómo no rendirse, cómo afrontar el dolor y hacerlo con dignidad? Etty en su creciente relación con Dios le pide algo hermoso y tierno: “Todas las angustias nocturnas y las soledades de una humanidad que sufre atraviesan de pronto este pequeño corazón mío… Dame una sola línea de poesía por día, Dios mío…” Quizá podemos disponernos a estar atentos en nuestros sufrimientos a descubrir cuál es la gota de poesía, de belleza, de luz, que Dios coloca cada día a nuestro alcance. También a ofrecernos a ser esa mínima gota que salva de la acuciante sed diaria a otros. Lo sugiere también Etty: “Una quisiera ser un bálsamo derramado sobre tantas heridas”.
Desde la fe creemos que las personas que han sufrido mucho han tenido como un ancla que no las dejó a la deriva; con o sin consciencia clara, se han apoyado en algo trascendente a ellos mismos que les ha permitido mirar más allá de su dolor o verlo dentro de un todo mayor, apostando a un sentido que pueden nombrar o que apenas intuyen y confían a tientas. O quizá les llega diariamente como esa gota de poesía que les permite sufrir sin perder la esperanza.
Para que el sufriente no se convierta en una bestia herida, quizá debamos recordar otras palabras de esta mujer que pereció, pero nos legó tanto: “Tenemos que estar convencidos de que cada chispa de odio que nosotros añadamos al mundo lo hace más inhóspito de lo que ya es.” La psicología nos ayuda a comprender en la historia de muchos criminales un gran sufrimiento, pero nos estaríamos moviendo en un puro determinismo, desde la fe -antropológica o religiosa- podemos abrirnos a la capacidad de “romper el bucle de la violencia” y elegir, no sin esfuerzo, no sumar más odio y dolor a este mundo tan malherido. “Él también sufre” se dijo Etty a sí misma observando a un soldado alemán.
En el dolor nos encontramos con el misterio, con nosotros mismos y con Dios. El dolor, el fracaso, las pérdidas, son también ocasión de encuentro con el misterio humano de debilidad, fragilidad, vulnerabilidad. El sufrimiento inevitable, propio o ajeno, nos hace menos omnipotentes y autosuficientes, el dolor quema el orgullo y la soberbia, nos hace más hermanos y solidarios de otros que también sufren; lo vemos entre los que comparten las violencias, la enfermedad, la pobreza.
Sigo recurriendo a los ecos de los lectores que me ayudaron a pensar otras aristas al tema, un amigo me condujo a pensar no sólo en la actitud de dignidad para asumir el dolor inevitable, sino en el cómo actuar ante el dolor, la frustración, el mal, en suma. Me dijo “A la fe hay que acompañarla con la lucha… Fue necesario poner agua en las tinajas para que se transformara en vino”. Sin duda, frente al mal tenemos inteligencia, creatividad, y los dones que hemos desarrollado en profesiones fundamentales para afrontar el dolor: la medicina, la psicología, la educación, pero también la economía y la política. Disponemos de muchos instrumentos, a veces falta la decisión y la valentía.
Cuando se puede hacer algo, es menester hacerlo, aún a riesgo de parecer una quijotada o peor aún, algo insignificante para aplacar el sufrimiento propio o del mundo. Se trata ahora de “ayudar a Dios”, como lo decía la judía Etty y el niño católico interrogado por Martín Descalzo acerca de si rezaba y qué le pedía a Dios: “yo no le pido nada, señor, le pregunto en qué puedo ayudarlo hoy”.
A su vez otra lectora amiga me recordó: “Cristo no nos exime a los cristianos del dolor, pero nos da o ayuda a darle un sentido”. Su observación me condujo al planteo del Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et Spes: “En realidad el misterio del hombre no se aclara de verdad, sino en el misterio del Verbo encarnado” y acaba diciendo: “en Cristo y por Cristo, se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que, fuera de su Evangelio, nos aplasta”
Personalmente una imagen iluminadora en el dolor -que duele y para el cual la fe no es morfina- es la de que propone Whitehead: Dios es “el gran compañero, que sufre con nosotros y nos comprende”. Ante la pregunta ¿Dónde está Dios cuando sufrimos? Podemos responder: aquí a nuestro lado, comprendiendo y amando en el silencio del viernes y el sábado santo, en espera de la mañana del domingo.
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