19 de Marzo de 2021
[Por: Armando Raffo, SJ]
“No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.” (Mt.4, 4)
La afirmación arriba citada es la respuesta de Jesús en el desierto al tentador cuando después de cuarenta días sin comer “sintió hambre” y aquel le dijo: “Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Cualquiera podría preguntar: ¿Por qué Jesús rechaza convertir las piedras en panes si tenía la posibilidad de hacerlo?, ¿cuál es el significado profundo de la respuesta de Jesús al demonio? Insisto, ¿qué tenía de malo convertir las piedras en panes para alimentarse en una situación tan extrema? Jesús no niega la importancia del pan para la vida de los seres humanos, pero nos recuerda que hay otro alimento tan o más importante que el pan que nutre nuestro físico. Me importa notar que lo más llamativo de la respuesta de Jesús al demonio, no es un acto de autoafirmación o resistencia frente a la adversidad, sino que se niega a identificar su relación con el Padre como un privilegio para resolver problemas de forma mágica o sin respetar los dinamismos propiamente humanos. Es claro que utilizar a Dios para saltar los procesos humanos supondría una contradicción esencial en el propio Jesús. Si así fuera, bien podríamos preguntar ¿para qué habría creado Dios a los seres humanos libres y responsables si ante las dificultades pudieran contar con intervención divina que en forma vertical o mágica solucionar sus problemas? ¡Qué sentido tendría la libertad y la misma inteligencia si los problemas pudieran solucionarse apelando a Dios para que intervenga!
La respuesta de Jesús, tan breve como lacónica, abre una ventana a una dimensión de nuestra vida y del ser humano que, en los tiempos que corren, tiende a ser descuidada e, incluso, olvidada. La intención del evangelista al recordar la frase dicha por Jesús parece obvia: desafiarnos a reconocer una dimensión del ser humano que es esencial y que nos previene de caer a merced del mundo de las apetencias o de la mera necesidad. El texto nos advierte que además del pan que todos necesitamos para sostenernos en la vida, hemos de alimentarnos de la palabra y, por qué no decirlo, de la palabra que sale de la boca de Dios. Muchos de nuestros contemporáneos podrían preguntar: ¿por qué hay que alimentarse de toda palabra que sale de la boca de Dios?, ¿por qué la palabra que alimenta debe provenir de Dios?
Lo primero a resaltar es que el texto al apelar a la palabra como alimento, apunta a una dimensión de la persona que ha de ser alimentada con palabras y que, en última instancia, deben provenir de Dios. El evangelista se refiere a un alimento que nutre una dimensión que podemos calificar como esencial a la vida humana.
Por otra parte, importa notar que la tentación aludida es la primera de tres que van en la misma dirección: utilizar el poder de Dios para saltarse los procesos humanos y que humanizan. Las otras dos tentaciones son: la invitación a que Jesús se descuelgue del pináculo del templo para que los ángeles lo lleven en sus palmas y la tercera es la tentación del poder a secas: “Todo esto te daré si te postras y me adoras.” (Mt. 4, 9) Aunque espontáneamente brota la pregunta sobre qué sería o qué significaría postrarse y adorar al demonio, no es el propósito de esta reflexión, aunque espero que pueda ser objetivo de la próxima entrega.
Las pruebas, las tentaciones, suelen desvelar, por un lado, la realidad y consistencia de una dimensión importante de la persona, y, por otro, como la oportunidad para fortalecer dicha dimensión. Las pruebas de la vida pueden ser tan duras y contundentes como para desdibujar los compromisos asumidos y acabar con la libertad de las personas. Cuando se resiste y se supera la prueba, se fortalece aquello que nos caracteriza como seres humanos porque se fortalece la libertad y la capacidad para responder a los desafíos que se puedan presentar. En efecto, las pruebas son, en general, oportunidades que apelan y nos desafían a vivir en coherencia con nuestros principios y apuestas vitales. De alguna manera, se puede afirmar que las pruebas y las dificultades son como “acicates” que acaban espoleando aquello que es profundamente humano y que, de una u otra manera, se alimenta de la palabra.
Ahora bien, ¿qué esa dimensión a la que me estoy refiriendo y que se alimenta de la palabra? Para responder a esa pregunta, hemos de hacer un pequeño excursus que nos permita vislumbrar la pertinencia de dicha afirmación. Comencemos por recordar que los seres humanos somos los únicos animales que tenemos lo que se llama “conciencia refleja”, es decir, que “que somos los únicos animales que sabemos que sabemos” y que, por ello, tenemos conciencia de la realidad en sí misma y no como un mero cúmulo de estímulos ante los que reaccionar de manera programada, como ocurre a los animales. Con una frase tan lacónica como elocuente, Zubiri dijo que los animales son “seres de entornos” y los humanos “seres de realidades”. Lo que parece un juego de palabras apunta a resaltar una dimensión humana que no se alimenta de panes sino de palabras. En efecto, la palabra nombra, evoca y construye el mundo de la significación. Los seres humanos tenemos conciencia de la realidad “en sí” en la medida en que somos capaces de nombrar realidades concretas, sentimientos y percepciones varias. De esa forma, las cosas y los eventos no son meros estímulos a los que reaccionar, sino realidades que, en última instancia, despiertan la pregunta por el sentido de la vida. ¿Qué es esto que llamamos vida?, ¿qué sentido tiene la vida?, ¿qué es esta realidad en la que nos movemos y existimos?
La palabra emerge como aquello que caracteriza a los seres humanos en la medida en que nombra y define lo que se presenta como realidad en sí. No pretendo afirmar que la palabra alcance la realidad en sí misma o que la pueda definir, pero sí que es un intento de nombrar y conocer aquello que está allí y se presenta como una realidad en sí independientemente de uno mismo y con entidad. La palabra nombra y objetiva aquello que se ofrece como independiente de nosotros y, por ello mismo, revela nuestra espiritualidad.
La palabra es esencial al proceso de humanización en cuanto nos permite clasificar distintos estratos o niveles de realidad y asombrarnos ante su misterio. La palabra evoca y pregunta buscando desentrañar el misterio de lo que llamamos realidad y su sentido, y como de rebote, nos recuerda la verdadera estatura de nuestro ser.
Aunque hemos comenzado citando al evangelio de Mateo, cabe notar que Lucas deja de lado una parte de la afirmación citada; únicamente afirma que: “No sólo de pan vive el hombre” y no dice nada sobre la necesidad de que dicha palabra tenga que provenir de la boca de Dios. Intuyo en ese recorte una llamada a mirar algo fundamental de la vida humana en general. Por una parte, es claro que sin palabra no existiría el ser humano y, por otra, que ella evoca lo absoluto, en el sentido de aquello que existe por sí mismo.
En efecto, si la palabra no evoca, de alguna manera, algo en sí mismo, alguna realidad en sí, la pendiente hacia el sinsentido se percibe pronunciada. No en vano se preguntaba Heidegger: “¿por qué hay algo y no más bien la nada?” La palabra alimenta en cuanto que nombra o evoca algo que es consistente e independiente de quién la profiera. En el fondo, es como una forma de acoger la interpelación del mismo ser que en la palabra convoca e interpela. La palabra alimenta porque ella es desborde de humanidad. La palabra que sale de la boca de Dios alimenta porque siempre es memoria activa, en términos absolutos, de la dignidad humana.
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