La fe no es morfina, el dolor duele

05 de Marzo de 2021

[Por: Rosa Ramos]




“En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven,

tú mismo te ceñías, e ibas donde querías,

pero cuando seas viejo, extenderás tus manos

y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras” Jn. 21, 18

 

“La fe no es morfina”. Leí esta afirmación en un grafiti o pintada de un muro hace unos treinta y cinco años en un momento de mi vida muy especial; ese texto me devolvió la paz, o empezó a reconciliarme con el dolor como algo que puede estar allí, porque ser una mujer de fe no implicaba no sufrir.

 

Quizá, aún cuando nos creemos cristianos “de avanzada”, seguimos pensando y sintiendo en una de las líneas teológicas que atraviesan el Antiguo Testamento y, así, fácilmente nos situamos como los discípulos que ante el ciego de nacimiento le preguntaron a Jesús “¿quién pecó, él o sus padres?” (Jn. 9, 2).

 

Cuesta aceptar el dolor o el mal que no comprendemos, que de pronto nos sorprende con un zarpazo, no queremos sentirlo, lo rechazamos visceralmente.

 

Creo que no está mal rechazar el dolor, hay un instinto básico de supervivencia anclado en nuestro cerebro antiguo o rinencéfalo que nos protege, defiende y hasta nos lleva a enfrentar lo que sentimos como amenaza a la vida. También es un signo de salud mental y espiritual rechazar el sufrimiento injusto, oponerse, denunciarlo y procurar eliminar sus causas a la vez que curar o aliviar sus secuelas con diligencia. Aceptar hoy “tan tranquilamente” el dolor sería masoquismo.

 

Si damos una mirada al pasado nos encontramos con que las hambrunas y las guerras eran el pan cotidiano de la humanidad -siguen siéndolo para millones de personas-, por otra parte, los avances de la ciencia y la medicina son recientes históricamente, la mayoría de las enfermedades eran incurables, la mortalidad muy alta, el promedio de vida menos de la mitad del actual, sin contar la mortalidad infantil y las de las madres al parir. Estas realidades llevaban a interpretaciones fatalistas del sufrimiento a nivel cultural y religioso; así en un pasado no tan lejano la religión lo planteaba como “una prueba de Dios”, y si los creyentes la atravesaban con fe y entrega, podría visualizarse incluso como camino de santidad.

 

Si en tiempos pasados el sufrimiento era no sólo aceptado sino enaltecido, en amplios espacios sociales, en la cultura actual -marcadamente hedonista e individualista- todo dolor es negado de un modo hasta infantil, se busca eliminarlo de la vida y del pensamiento, evitarlo a cualquier precio y cuando pese a todo aparece, es anestesiado de inmediato y con los recursos más fáciles, aunque a la larga produzcan mayores dolores. Hoy la tolerancia al dolor, para la clase media y alta occidental, es muy baja.

 

Dicho lo cual, es necesario aceptar adultamente que el dolor es parte de la vida, más allá de cambios históricos, de mayores recursos para evitarlo, así como de una sensibilidad mayor al mismo o de la disposición a evitar los males injustos. No podemos huir del dolor en un mundo finito y en evolución. No estoy hablando aquí del dolor del “precio” por defender causas justas hasta el martirio, sino del dolor “natural”. Para un planteo serio y profundo, con fundamentos teológicos, remito a los muchos escritos sobre el problema del mal de Andrés Torres Queiruga.

 

El dolor existe y duele piel adentro, no sólo a nivel físico. Incluso más allá de que encontremos sus causas, más allá de que entendamos su origen fuera o dentro de nosotros, sea por heridas remotas, enfermedades, fracasos, pérdidas, ausencias, malentendidos, errores propios y ajenos… el dolor está presente, más tarde o más temprano, más agudo o más leve, en todas las personas,

familias, comunidades, pueblos…

 

El dolor nos confronta con el límite, nos hace patente la finitud, la fragilidad, común a todo ser humano. Podemos creernos inteligentes, brillantes, exitosos, afortunados, poderosos, pero no podemos ser amados a voluntad, no podemos dejar de envejecer más allá de los recursos de salud o estéticos disponibles, no somos omnipotentes frente a la enfermedad de un hijo, no podemos evitar el dolor a nuestros seres queridos, ni retener la propia vida ni la de los otros… En algún momento nos topamos con el límite, con el “esta es la realidad” o el “no es posible hacer nada más”. En una sociedad como la nuestra del “sí, se puede”, confrontarse al límite, suele ser trágico.

 

El realismo del texto bíblico citado al inicio puede aterrizarnos e iluminarnos: no somos omnipotentes. Si en la juventud, en la salud, en la plenitud de nuestras capacidades nos sentimos así o si nuestra cultura nos engaña con promesas de felicidad continua, con la facilidad de destapar “las chispas de la vida”, como promueve la conocida publicidad, llegará un tiempo en que nuestra potencia se desmorona y el límite propio o la impotencia frente al dolor de los que amamos, nos da de bruces con la realidad de sentirnos seres frágiles y vulnerables.

 

Como docente me hice tantas veces -frente a los modelos educativos vigentes dentro de una sociedad productiva, de consumo y placer al instante-, la pregunta ¿educamos a los jóvenes para la vida real, para confrontarse con el fracaso, las pérdidas, la enfermedad y la muerte?, o solo les damos buenos instrumentos para triunfar y ser los primeros, ¡ni siquiera los segundos o terceros!

 

El dolor duele y puede producir impotencia, culpa, temor, retraimiento, parálisis, otras veces genera lo contrario: ansiedad, irritación y hasta agresividad. En estos casos cuando cambia por completo la vida y la conducta de las personas, el dolor da lugar a lo que propiamente se llama sufrimiento. El dolor es inevitable, el sufrimiento impregna la totalidad del sujeto, se instala en las entrañas, en el ánimo, en la voluntad. Estamos entonces ante el derrumbe total o ante la oportunidad de algo nuevo. El sufrimiento puede horadar la existencia o puede abrir a cuestiones existenciales, a la búsqueda de lo esencial, de un nuevo sentido y/o cambio de orientación de la vida.

 

Vuelvo al título del artículo: “la fe no es morfina”, que para mí fue una revelación en un momento fuerte, los cristianos no podemos vivir en la fantasía de creer que porque tenemos fe somos invulnerables o nada malo nos va a suceder. Los creyentes somos -como todos los demás- seres finitos, vulnerables, frágiles, esto es propio de la condición humana, lo hemos visto últimamente: un pequeño virus nos puede sorprender y cambiar la vida, o dar muerte.

 

La fe no es morfina, el dolor duele, pero, entonces, ¿qué papel juega la fe? Seguramente nos lo hemos preguntado otras veces, pero invito a una seria reflexión en este tiempo de Cuaresma.

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