08 de Enero de 2021
[Por: Armando Raffo, SJ]
“Pedro, fijando en él la mirada juntamente con Juan, le dijo: <Míranos>” (Hch. 3,4)
El libro de los Hechos de los apóstoles narra, básicamente, la conformación y evolución de la Iglesia naciente, así como los esfuerzos evangelizadores de San Pablo. En los mismos comienzos del libro hay un texto tan curioso como elocuente de lo que podríamos llamar el modo esencial que la Iglesia debiera seguir para compartir su tesoro con sus hermanos. Me refiero al texto conocido como la “Curación de un tullido” (Hch. 3,1-10) Cabe notar que la historia del tullido viene inmediatamente después de ofrecer los pincelazos fundamentales de lo que caracterizaba a la primera comunidad cristiana.
Sintéticamente, podemos decir que el texto sobre la curación del tullido ofrece los rasgos esenciales sobre lo que deberíamos entender a nivel profundo cuando hablamos de “evangelizar” en contextos distantes, por no decir agresivos, respecto de la propuesta cristiana.
El texto comienza diciendo que Pedro y Juan subían al Templo para la oración de las tres de la tarde. Ello indica que hasta ese momento no había una ruptura total con la religión judía. Aparentemente, los cristianos se veían a sí mismos como una versión cristiana de los “anawin” judíos, quiénes se consideraban a sí mismos como “los pobres de Yahvé”.
El texto en cuestión, que a primera vista parece muy sencillo, tiene una estructura elaborada al modo de lo que se conoce por quiasma o quiasmo bíblico que quiere decir “cruzada”. Se trata de una estructura narrativa que pone al comienzo y al final del texto un mismo concepto y que en el centro del mismo se acentúa el mensaje que se quiere transmitir. En nuestro caso vemos que al principio y al final del texto se hace referencia a un hombre tullido sentado a la puerta Hermosa del templo. En el centro del texto se concentra el mensaje central que queda iluminado, a su vez, con lo que ocurre a aquel hombre al que se alude como quien estaba sentado en la puerta Hermosa del templo. Se puede decir que el centro se entiende teniendo en cuenta los extremos y que el desenlace de lo que se afirma de los extremos se entiende desde el centro. Transcribo a continuación lo fundamental del texto:
“Pedro y Juan subían al Templo… Estaba allí un hombre tullido desde su nacimiento, al que llevaban y ponían todos os días junto a la puerta del Templo. (…)
Éste al ver a Pedro y a Juan… les pidió una limosna.
Pedro, fijando en él la mirada juntamente con Juan, le dijo:
<Míranos>. Él les miraba con fijeza esperando recibir algo de ellos.
Pedro le dijo: <No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: En nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar>.
Y tomándole de la mano derecha le levantó… Entró con ellos en el Templo andando, saltando y alabando a Dios.
Todo el pueblo lo vio como andaba y alababa a Dios; al reconocer que era el mismo que pedía limosna sentado junto a la puerta Hermosa del Templo, se quedaron llenos de estupor y asombro por lo que había sucedido.”
Como dijimos antes, al principio y al final se nos habla del tullido que estaba sentado en la puerta Hermosa del Templo. Aquel que no podía valerse por sí mismo, que le llevaban y dejaban en aquella puerta para que pidiera limosna. En el centro vemos casi un juego de palabras en torno a la vista. Se nos dice que aquel hombre vio a Pedro y a Juan y que éstos fijaron la mirada en él y le dijeron que los mirara; él fijó su mirada en ellos. Ellos no le dan limosna, sino que le ofrecen a Cristo, a aquel que lo podía poner de pie y valerse por sí mismo. Su ponerse de pie y caminar físico, en realidad habla de que aquel hombre conoció a Cristo a través de Pedro y de Juan, quiénes representaba a la comunidad cristiana.
El mensaje es tan sencillo como profundo. El encuentro con la Iglesia, el encuentro profundo revelado en la mirada de la que habla el texto, nos indica, que solamente podremos comunicar a Cristo en la medida en que nos encontramos en la comunidad. El encuentro, el mirarnos fijamente los unos a los otros es el mejor espacio para anunciar a Cristo. De esa manera podemos ponernos de pie y dejar las pasividades en las que nos sumen los vientos de la cultura que sólo sabe hablar el lenguaje del individualismo que se desliza hacia el narcicismo y el solipsismo que ello conlleva.
El encuentro humano, profundamente humano, es el mejor espacio para encontrarnos con Cristo que nos pone de pie y nos lleva a alabar la vida y a Dios. Este dinamismo profundo del que nos habla éste texto tan paradigmático, no debe quedar en los meros comienzos o en el proceso kerigmático de la evangelización. Ese “mirarnos” debe ser el modo en que la Iglesia se asienta en Cristo y se fortalece para la misión. Mirándonos unos a los otros esclareceremos nuestras pupilas para ver a Dios. El mirarnos los unos a los otros, encontrarnos profundamente, que es mucho más que vernos, es el mejor colirio para ver bien. Es el colirio que nos permite descubrir al otro como otro, como la luz que nos permite descubrir la dignidad del ser humano que es lo que más puramente refleja el amor de Dios. Podríamos decir con Rabindranath Tagore que esa es la luz que nos deja ver el amor de Dios. El mirar humano es el que brota del encuentro con los otros. No hay “yo” sin “tú” diría Buber. La mirada humana, la que sabe de verdades, bellezas y de anhelos profundos surge del encuentro con el otro. Esa mirada, “míranos” le dijo Pedro al tullido, es la que cambió todo. Esa mirada es la que nos permite encontrarnos y encontrar a Cristo. Esa misma mirada es la que refleja Tagore en su ofrenda lírica:
“Sí, ya sé, amado de mi corazón, que todo esto, esta luz de oro que salta por las hojas, esta brisa pasajera que me va refrescando la frente; ya sé que todo esto no es más que tu amor.
Esta luz de la mañana, que me inunda los ojos, no es sino tu mensaje a mi alma.
Tu rostro se inclina a mí desde su cenit, tus ojos miran abajo, a mis ojos, y tus pies están sobre mi corazón”1.
No está de más recordar que la palabra Iglesia viene del griego ekklesía, que quiere decir la asamblea de los convocados. El encuentro entre los cristianos será el mejor caldo de cultivo para encontrarnos con “otros” y comunicar la vida de Cristo. En esa forma de ser Iglesia aclararemos la vista a través de la luz que nos permita descubrir a Dios con sus pies en medio de nuestras comunidades, en el corazón de su Iglesia.
Bibliografía
Tagore, Rabindranath, “Ofrenda lírica” n.59
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