El Espíritu Santo les recordará todo

22 de Diciembre de 2020

[Por: Armando Raffo, SJ]




“… el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, se lo enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho.” Jn. 14,26

 

El vocablo “recordar” está muy presente a lo largo de la Biblia y siempre vinculado a dimensiones esenciales de la Revelación que ella contiene. En muchísimos casos se afirma que Dios se acuerda de su alianza, de su promesa, y también que Dios “recuerda” al ser humano cosas que son fundamentales para su vida. Aunque puede parecer redundante, vale la pena recordar que la etimología de la palabra “recordar” alude a “volver a pasar por el corazón”. Importa, pues, subrayar que no se trata de un recordar memorístico o como el que guarda la memoria de una computadora. “Recordar” apela al corazón que, a su vez, remite a la interioridad del ser humano, a su libertad y al lugar de dónde brotan las decisiones, y el compromiso.

 

Existe una forma infantil de entender el mensaje de la Biblia cuando dice que “Dios recuerda” o se acuerda de su fidelidad y misericordia. Si bien es cierto que esos “recuerdos” de Dios aluden a su fidelidad, consistencia y veracidad, la forma en que entendemos dichas afirmaciones puede desdibujar la profundidad espiritual que esconden. El peligro mayor reside en el modo en que solemos entender esas afirmaciones. La imaginación infantil tiende a pensar que Dios “aparecerá” y “nos recordará” algo que podríamos haber olvidado sobre su fidelidad o los mandamientos que nos dejó. Así como el niño va descubriendo muy de a poco su mundo interior, también nosotros necesitamos del tiempo y la experiencia para descubrir el modo en que Dios se revela o nos recuerda algo para nuestro bien. El paradigma que subyace a nuestra forma de entender los recordatorios que realizamos los unos para con los otros es el acto lingüístico de una persona ante otra. En el fondo late un esquema en el que “alguien” habla para recordar o hacer recordar compromisos realizados. Podemos decir que el modelo es claro y el más común entre las personas, pero no lo es tanto cuando el interlocutor es Dios.

 

Los textos bíblicos son pródigos a la hora de subrayar la iniciativa divina para comunicarse con su pueblo. Si bien es cierto que esas iniciativas remiten al paradigma comunicacional entre personas físicas, es claro que no se pueden trasladar, sin más, a la comunicación con Dios. La pregunta sobre el modo como Dios comunica su actitud para con su pueblo y sobre el modo en que le recuerda sus caminos de vida, es más complejo de lo que solemos imaginar. Es muy peligroso caer en posturas infantiles respecto de la misteriosa relación del ser humano con Dios. ¡El modo de concebir la forma que el ser humano experimenta los recuerdos Dios es esencial para la vida de la fe! La postura más infantil se apoya en signos “evidentes” o “incontestables” como apariciones, eventos maravillosos, curaciones milagrosas etc. Una fe apoyada en ese tipo de eventos es infantil y no basada en el dinamismo profundo que genera la confianza entre las personas. 

 

Es importante desechar una especie de objetividad incuestionable que se habría impuesto a los personajes bíblicos a la hora de recibir las promesas de Dios. De esa manera y sin darnos cuenta, infantilizamos nuestra relación con Dios. No se puede desconocer la hermenéutica inherente a toda experiencia humana y, muy especialmente, en el ámbito de la fe. Es con los ojos de la fe que percibimos determinadas señales como provenientes de Dios y no como signos evidentes u objetivamente incuestionables. La fe es el colirio que aclara nuestro mirar para descubrir al misterio de Dios que se asoma en las contingencias de la vida.

 

Por lo dicho, la experiencia cotidiana que los seres humanos tenemos para recordarnos cosas, no debe dejar en la penumbra otras formas de experimentar recordaciones. Cuando es Dios quién “nos recuerda algo”, es evidente que la fe, o los ojos de la fe, cobran una importancia determinante. Dios no se impone, sino que se ofrece como la hondura de dinamismos históricos que despiertan esperanza. Los protagonistas de la Biblia se caracterizaron, entre otras cosas, por atreverse a leer como promesas de Dios los deseos hondos y centrífugos que experimentaban. La consistencia y la bondad de aquellos deseos eran entendidos como recuerdos de la fidelidad de Dios. 

 

Todos hemos tenido experiencias o participado de acontecimientos significativos que despertaron algo que ya estaba en nuestra mente o en nuestro corazón. Se trata de momentos, circunstancias o experiencias que “nos recuerdan” cosas importantes. Son vivencias experimentadas como no procediendo de uno mismo sino como provenientes del exterior. Algo que uno oye como viniendo de otro, pero desde la propia interioridad. Obviamente, no me refiero a las enfermedades mentales como la esquizofrenia u otras que sufren personas que oyen voces interiores en sentido literal. Muy por el contrario, quiero aludir a una experiencia casi cotidiana en la que nosotros mismos “nos recordamos cosas”, o en las que hablamos con nosotros mismos. Es algo así como un desdoblamiento interior y lúcido con el propósito de obtener mayor claridad sobre vivencias personales, eventos ocurridos, proyectos que soñamos y otros muchos etc.

 

Lo anteriormente dicho deja al descubierto una estructura dialogal de la reflexión que nos caracteriza. Eso no tiene nada de extraño si recordamos que somos seres radicalmente sociales y lingüísticos; es decir, que somos con otros y mediados por la palabra. Todos aludimos a experiencias o vivencias que nos “recordaron” situaciones, historias y proyectos. Eventos o experiencias que estaban como escondidas en algún lugar de nuestra mente, en el inconsciente o en el corazón, y que se abrieron paso a partir de alguna situación o acontecimiento específico. Con esto quiero subrayar que hay una “otredad” que despierta algo, aunque dicha otredad no sea físicamente exterior. Muy probablemente a algo de eso se refería Ricoeur al hablar del “soi-même comme un autre” (el sí mismo como un otro); queriendo significar que la ipseidad del sí mismo implica la alteridad. Lo otro ya está en nosotros en cuanto que somos seres nacidos de la alteridad y para la relación. Es a través “de” y “en” esa realidad radicalmente dialogal que el Otro por excelencia, se asoma para recordar y comprometer su fidelidad como fuente de esperanza.

 

A partir de las reflexiones precedentes, entiendo que podemos aproximarnos con mayor pertinencia al modo en que Dios puede recordarnos cosas. Se trata de una forma de entender la presencia activa de Dios en nuestras vidas sin caer en providencialismos infantiles. Debe quedar claro, así mismo, que una experiencia de Dios en la que “recuerda y enseña”, ha de ocurrir en el seno de la fe, que es lo mismo que decir en la aventura de vislumbrar lo definitivo en medio de lo contingente.

 

El misterio de Dios, el Otro por excelencia, se allega a nuestra intimidad de la mano de tantos otros que despertaron amores y fidelidades sustentadoras de esperanza. De esa forma, se instala “la otredad” como dinamismo esencial a toda vida humana; los otros son los ingredientes esenciales de la propia mismidad. El Otro, que se asoma en y a través de los otros, se anuncia como el interlocutor más íntimo y más “otro” de nuestra propia intimidad. Probablemente fue eso lo que intuyó San Agustín cuando cayó en la cuenta de que Dios es la interioridad de nuestra propia intimidad: “interior intimo meo”. 

 

Muy probablemente, a algo semejante aludió San Pablo cuando refiriéndose a Cristo dijo que “…todo fue creado por él y para él ,..” (Col. 1,16). Si todo fue creado por él y para él, todo lleva el sello de Cristo. Salvando las distancias, podríamos apelar al símil de la obra de arte. Cualquier especialista puede reconocer al autor de una obra de arte importante porque ella misma habla de su autor. Cuando San Pablo afirma que fuimos creados por Cristo y para Cristo, subraya que llevamos como una huella honda, como una herida de amor que nos pone en camino hacia el encuentro. Se trata de una presencia-ausencia íntima, que sólo puede saciarse con amores. Los otros que nos hablan del Otro son mensajeros de las promesas de Dios que alientan e impulsan nuestra esperanza. Toda palabra, rostro o evento, que nos remita al Otro, será memoria Christi, estará actualizando su fidelidad y animándonos a vivir de fe.

 

El evangelio de Marcos trae un relato muy elocuente de cuanto venimos afirmando respecto del modo en que Dios nos habla o recuerda su fidelidad. Cabe notar que, en este caso, es un forastero, un centurión romano, quién descubre, a través de la forma en que Jesús había expirado, a un hijo de Dios. El texto dice que Jesús estando al punto de morir “lanzando un fuerte grito, expiró. Y el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo. Al ver el centurión, que estaba frente a él, que había expirado de esa manera, dijo: `Verdaderamente este hombre era hijo de Dios`.” (Mc.15,37-39) Aquel centurión vislumbró en la pureza de aquella entrega la presencia de algo divino. Un amor así sólo podía hablar de Dios, de lo definitivo, de lo que por esencia sella una relación. La otredad del amor que llega de mil maneras es la mejor forma que tiene Dios de recordar su fidelidad para con nosotros y de invitarnos a ser fieles a lo largo de la vida.

 

El riesgo se asume desde el otro que se asoma como entrega, como vida ofrecida. La fe descubre la fidelidad de Dios en la gratuidad del amor. Jesús, el Cristo, entregando su aliento, su Espíritu, se quedó como quién recuerda la fidelidad definitiva de ese Dios que, como recuerda el Apocalipsis, siempre está a la puerta y llama.  

 

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